"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

martes, 29 de diciembre de 2015

Castillos




Siempre he creído que las historias existen ya en algún lugar antes de escribirlas. En mi fantasía, estarían en una especie de limbo o "Casa de hojas" (Mark Z. Danielewsky, Ed. Alpha Decay/Pálido Fuego), agazapadas, esperando su momento, esperando su oportunidad para salir y hacerse visibles. Basta con dejarse caer por ahí (para ello hay que desviarse ligeramente de la rutina diaria, aplazar las obligaciones, calzarse el arnés e ir descendiendo por la sima de los recuerdos), y tomarse la molestia de reconocerlas. Una vez comprobado que aún respiran, insuflarles una nueva vida a través de las palabras y empezar a tratarlas como se merecen.

Esta historia la he titulado Castillos y para bien o para mal, ya está fuera de mis recuerdos y al alcance de cualquier terminal conectada a la red.



Los castillos tuvieron su propio boom inmobiliario durante la Edad Media. Cualquier rey o señor feudal que se preciara debía poseer uno o varios castillos y con los años fueron compitiendo en majestuosidad al tiempo que se iban haciendo más defensivos y, teóricamente, inexpugnables. Los asedios fueron contra lo único que no pudieron luchar. Contra los asedios en su tiempo y contra el olvido en el presente. Navarra en ese aspecto es el ejemplo perfecto de un "olvido" cruel y premeditado, perpetrado por los eternos "ganadores", que empezaron desmontando piedra a piedra los muros de todos los castillos del Reino y expoliando sus tesoros y siguieron abandonando a su suerte durante siglos bajo la intemperie lo poco que dejaron en pie, algunas veces por ignorancia, otras por mala fe.

Recomiendo la serie de libros de Iñaki Segafredo "Navarra. Los castillos que defendieron el Reino" (Pamiela Argitaletxea), para entender el alcance de este despropósito.
Por suerte hoy día parece que recuperamos ruinas e interrogamos al pasado a través de ellas. Claro que podríamos ser un poco más preguntones y los trabajos de recuperación avanzarían un poco más deprisa, pero por lo menos tenemos el conocimiento de la historia, la técnica y el sentido común necesarios para no seguir relegando al olvido esta parte tan importante y fascinante de nuestra historia.



Elizaberri s.X

No hay peor destino que el olvido



Os invito a leer la página del blog del Grupo Espeleológico Sakon sobre las ruinas de este monasterio


Podía haber titulado esta historia perfectamente "Castillos del Medievo", pero pienso que es redundante, puesto que los castillos medievales son los únicos que merecen la pena y todos los castillos que se hayan podido construir a posteriori no dejan de ser una copia de los originales, en una suerte de ostentación de poder algo anacrónica.
Hagamos a continuación un esbozo somero y subjetivo del escenario medieval...

¿Cuándo empieza la Edad Media? Los libros marcan el s.V como su inicio, concretamente el año 476 que supuso la caída del Imperio Romano de Occidente, pero como todas las marcas temporales adoptadas retrospectivamente (o las fronteras que dibujamos en los mapas, o ¡hasta los propios mapas!) no son verdad y no existe el día ni el año concreto en que la Antigüedad pasó a ser oficialmente el Medievo o Medioevo. Como sabemos, todo forma parte de un cambio gradual que va configurándose poco a poco hasta alcanzar su aspecto característico definitivo, aquel por el cual acabará siendo reconocido. Ahora mismo estamos en pleno proceso de cambio, aunque no nos lo parezca, cada día que pasa implica cambio y la vida es cambio por definición.
La tendencia historicista más en boga apuesta por descubrir (en el sentido original del término: quitar la capa, abrir, iluminar) este período fascinante que demasiado a menudo se ha considerado erróneamente como un retroceso o al menos un parón en la evolución de la "civilización" humana. Pongo entre comillas "civilización" porque lo uso aquí como sinónimo de progreso pero soy consciente de que no siempre es así; no hay más que ver las noticias cada día.



Personalmente la Edad Media siempre me ha fascinado, desde bien pequeña en Barcelona, desde que entendí que había una época determinada y unas personas determinadas responsables de la existencia de las fabulosas catedrales góticas de mi ciudad. Y que los caballeros y las princesas no eran sólo personajes de cuento sino humanos de carne y hueso que existieron de verdad en esa época.
Y aunque con el tiempo mis gustos se han decantado más hacia el Románico (os emplazo a observar la perfección de Elizaberria, que en euskera significa "nueva iglesia") y hacia el arte de la Prehistoria, la Edad Media está siempre en mi corazón. Lo cierto es que se me aparece por dondequiera que voy, en el cuento de mi hija, en el puente del Camino de Santiago a su paso por Salinas, en la serie "Juego de Tronos", en el hueco que dejó en el paisaje el desaparecido castillo de Monreal, en un apero herrumbroso rescatado del suelo de la huerta... Se podría decir que, al menos en esta parte del mundo que habitamos, la Edad Media sigue entre nosotros mucho más de lo que nos pensamos y su huella permanece en nuestro inconsciente colectivo más inmediato.




Puente sobre el río Elorz de Salinas de Ibargoiti


¿Cuál es el secreto de la Edad Media? ¿Por qué triunfa tanto? He reflexionado sobre ello y creo que tiene que ver con el hecho de que la Edad Media nos permite emocionarnos con sueños y fantasías alejados de la realidad. Como niños de nuevo, ponemos a prueba nuestra valía ante las fuerzas de la naturaleza, nos acobardamos hasta la vergüenza con el lado oscuro de la vida y, en suma, somos capaces de creer en lo que vemos pero también en lo que no vemos. Es una época (¡diez siglos, ni más ni menos!) que conecta con nuestro inconsciente y nos desnuda de toda la parafernalia tecnológica, científica y lógica con la que nos hemos dedicado a vestirnos desde la Ilustración. En la Edad Media todo es posible, más allá de lo razonable o lo racional.

Yo siempre me imagino unos tiempos duros, de escasez y privaciones. Sé que esta percepción responde a un cliché del imaginario que entre todos hemos ido construyendo sobre el Medievo y que sin duda se me escapan muchos matices, muchas historias concretas, muchos oasis de sabiduría, belleza y armonía. Pero una vez asumido este hecho, éstas serían algunas de las señas de identidad que inconscientemente otorgo al período conocido como Edad Media: salud precaria, suciedad al límite, picaresca generalizada, ignorancia endémica y, salvo que pertenezcas a la nobleza o directamente a la realeza, pelea diaria por llevarte un trozo de pan a la boca.
Y, sin embargo, me gustaría haber estado allí. Sí, a pesar de los millares de vidas extinguidas sin más por un resfriado mal curado, una herida infectada en un pie, una muela del juicio asesina, una apendicitis fatal, una indigestión por setas o plantas venenosas, un capricho del señor feudal de turno, una acusación de brujería infundada... a pesar de todo esto, fantaseo con la idea de mí misma viviendo en esos años. (Lo más probable es que hubiera muerto en mi primer parto, ahora que sé cómo fue y los cuidados post-parto que precisé. Hubiera muerto desangrada y con suerte me habrían enterrado en el cementerio del pueblo envuelta en una sábana sucia, mientras el cura de turno murmuraría plegarias en un latín chapucero mezcladas con juramentos e improperios contra sus almorranas).

Pero, como un animal herido que sigue su camino sin lamentos, no habría un duelo exagerado por mi muerte, no habría el rechazo moderno ante la llegada de la dama negra, porque la vida terrenal tan solo supondría un paseo en espera de un juicio y una vida eterna, arriba o abajo. Mi alma subiría al Cielo o descendería a los Infiernos. Sí, en el Medievo habría simplemente buenos y malos y, de normal, los buenos recibirían su recompensa y los malos, su castigo. Blanco o negro, nada del inacabable espectro de grises de hoy en día. Habría un componente de azar y otro de destino en la vida de las personas.
Por eso la Edad Media es inmortal y todos, de alguna manera, desearíamos vivir bajo ese sol medieval justiciero que alumbra sólo la mitad del camino, mientras que deja la otra mitad a oscuras, a la luz de la luna y las tinieblas. (Inciso: en euskera "luna" se dice Ilargia, que se traduce, literamente, como "la luz de los muertos").

En resumen, creo que la Edad Media es, con todos sus claro-oscuros, la época que mejor nos representa como especie, eso es, la época que enfrenta como pocas nuestro lado físico-material con nuestra complicada psique, a medio camino entre la objetividad, la superstición y la sospecha. Formada por un cúmulo de creencias, miedos, héroes, oficios y gremios, religiones, ciudades enmuralladas, molinos harineros, justas y gestas, cantares y trovas, fragancias y pestes, la Edad Media fue vivida por millones de vidas anónimas que nos precedieron y que existieron bajo el lema "sálvese quien pueda". Mientras que ahora el Estado nos protege (o debería) y también nos dirige, antes el poder se dedicaba exclusivamente a exprimir y subyugar al vasallo... puede que existiera en base a eso y se perpetuara durante siglos gracias a eso... pero pienso que si te lo montabas bien, si conseguías rodearte de gente como tú, capaz de comprender su posición dentro del mapa del poder, hasta podías sacarle provecho a la situación. Sobretodo pienso que tal vez fueras más libre que nosotros hoy día, y para mí la libertad sigue siendo el bien más preciado. Creo que, pese a su vulnerabilidad, aquellos hombres y mujeres eran más libres que nosotros y estaban más cerca de la vida real (versus vida virtual) y sobretodo eran capaces de creer en algo, como las tribus primitivas, algo que pudo ser real o imaginario, cierto o equivocado, seguramente equivocado, pero tenían algo en lo que creer, algo que regía sus vidas desde que se levantaban hasta que se acostaban, algo estable y duradero... ¿No es maravilloso?

Hoy día, quien diga lo contrario miente, ya no está claro dónde está el Bien y dónde el Mal, el orden mundial se desdibuja, se difumina... y es fácil tergiversarlo porque es muy ambiguo. ¿En nombre de qué Dios nos concedemos la potestad de matar a las personas que no creen en lo mismo que nosotros? Las Cruzadas también existieron en la Edad Media, pero sólo entonces eran creíbles. Aquellos que hoy día se refugian en una supuesta fe, con todos mis respetos, sólo se engañan a sí mismos. Porque siglos de estudios y conocimiento acumulado nos rebelan todo lo contrario. Tener fe hoy día es una cuestión de ingenuidad voluntaria. Mientras que en la Edad Media proporcionaba el sentido de la propia existencia de las personas, formaba parte de su vida misma.




Cátaros expulsados de Carcassonne





El último invierno cátaro


Por supuesto hubo como siempre quienes cuestionaron el orden establecido, pero fueron pocos y normalmente terminaron quemados en la hoguera. Para quien no la conozca, recomiendo adentrarse en la historia de los Cátaros, también llamados Albigenses, cuya creencia en una dualidad creadora (Dios y el Diablo) y el rechazo absoluto al mundo material les valió ser considerados herejes por la Iglesia de Roma y perseguidos en una cruzada despiadada hasta su dispersión y casi total desaparición. Eso pasó en Europa durante los siglos X al XIII, y viene al caso porque en sus estertores finales se gesta esta historia. En plena baja Edad Media, unos cuantos nobles y señores feudales en el Midi francés, especialmente en el Languedoc (donde se hablaba la "lengua de Oc", o lengua occitana, en la cual escribieron los trovadores sus poesías y sus canciones, y que por cierto hoy en día tratan de recuperar como lengua vehicular, en contra del centralismo francés, sus habitantes), decidieron adoptar y apadrinar esta doctrina herética.

Tengo el privilegio de haber andado por esas tierras junto a mi compañero hace tres o cuatro inviernos, siguiendo precisamente las huellas de los cátaros y pocas cosas puedo decir que me hayan impactado tanto en mi vida como la visión del Castillo de Montsegur desde el asiento del copiloto de una Renault Traffic.
Recuerdo que (y aquí empieza por fin la historia...) era ya media tarde de un día de finales de diciembre y la oscuridad se había adueñado ya de casi todo. Seguíamos una carretera secundaria de ésas que, si alguien te pregunta dónde estás, sólo puedes responder que no lo sabes exactamente pero seguro que en Francia. Viajábamos sin gps porque todavía no se había vuelto imprescindible, con un mapa de carreteras lleno de anotaciones a boli encima de las rodillas, de cuando viajar era descubrir el mundo y no apearse por un momento de Google Maps. Seguíamos esa carretera, digo, y al salir de una curva... de repente ahí estaba Montsegur. Nunca antes lo habíamos visto, nunca antes habíamos estado allí, pero nos invadió una certeza absoluta y la sensación de estar ante algo grande, poderoso, mágico.




 Montsegur se recortaba en negro sobre azul marino, la escarpada peña sobre la que descansaban las paredes del castillo se veía más oscura que la misma noche y la silueta de gigante tumbado parecía recortada a tijeretazos por el ocaso invernal. A medida que avanzábamos hacia el promontorio, la sensación de que allí había pasado algo muy fuerte, algo auténtico, lo que sea que signifique eso, se nos hacía cada vez más patente. Miré a mi compañero a los ojos y vi brillar dos luceros de emoción. Avanzábamos hacia Montsegur, último bastión de los Cátaros.

Esa noche hizo mucho frío y mucho aire y el hielo se metió dentro de la furgoneta, como queriendo huir de sí mismo. Yo pensaba en todas las noches igual de frías que habían precedido a ésta y en especial en las del último invierno cátaro.








 Dentro de la furgoneta, abrigados como esquimales, nos leímos en voz alta fragmentos de un libro apasionado, durante años muy buscado (ahora ya en Amazon) titulado "El tesoro cátaro", de Gérard de Sède, y repasamos una y otra vez el relato del asedio al que fueron sometidos durante nueve meses (desde mayo del 1243 a marzo del año siguiente) por orden del rey de Francia. Dormir a escasos metros de su último refugio nos hizo convertirnos por una noche, o puede que de alguna manera ya para siempre, al catarismo.









A la mañana siguiente procedimos al ascenso al castillo. Una estela recuerda a las 200 personas que fueron quemadas en una gran pira por no querer renunciar a sus creencias. Cuentan que bajaban la ladera (desde ese día el "Camp dels cremats") cogidos de las manos y cantando canciones para vencer el miedo. Las llamas acabarían confundiendo sus cantos con los alaridos de dolor. Aún hoy, en la placidez del día a día occitano totalmente globalizado, algo emana de ese sitio, una especie de sentimiento de injusticia universal, un recordatorio sereno y lúcido sobre los límites de la barbarie y la estupidez humana. Por desgracia no hemos aprendido nada, y en nombre de un dios, de cualquiera de ellos y sus divinas reglas, nos concedemos el derecho de quitarle la vida al otro; a todos nos vienen a la mente ejemplos recientes.





Estela al pie del castillo



Si nos ajustamos a lo que sabemos sobre el catarismo, la muerte por fuego no sería sino una forma de purificación, ya que sus adeptos despreciaban lo material, la carne misma -que ni siquiera comían-. Así que, una vez quemados, simplemente dejarían atrás la vida pecadora en la tierra y empezaría para ellos la verdadera vida en el reino creado por Dios.
Cuesta de creer que una visión tan ascética de la vida, con todas las privaciones que conllevaba, la castidad, el ayuno muchas veces, tuviera tantos seguidores. Y que algunos dieran la vida por ella, siendo consecuentes hasta el final. Es admirable. También pienso que tiene truco. No digo que sus creencias no fueran firmes, pero para mí está claro que los cátaros eligieron el camino difícil. ¿No era acaso mucho más fácil dejarse llevar por el diablo (que permitía el ocio, la gula, la fornicación, la embriaguez...) a abjurar de todos los placeres terrenales, como fue su opción? ¿Qué noble espíritu les guiaba día y noche para no caer en la tentación? (¿cómo se reproducían?)... Para el resto de la gente, bastaba con dejarse seducir por el Diablo cuando les apetecía y luego arrepentirse de sus pecados, rezar un poco y acaso hacer algo de penitencia. ¿Por qué elegir el camino inverso, privarse voluntariamente de todos los goces terrenales a la espera de un paraíso en el más allá? ¿Tan poderosa era su fe? Confieso mi ignorancia y tal vez debería leer algo más sobre el tema.

Sobre todas estas cuestiones pensaba yo esa mañana fría, mientras los primeros rayos de sol iban fundiendo lentamente la escarcha sobre las hojas muertas, sobre el musgo, sobre los bojes que invadían el camino de subida al castillo.









Dentro de las paredes de la fortificación, ahora vacía y sin techo, tan distinta a como tuvo que ser en el siglo XII, mi compañero y yo nos separamos para dejar que el alma del sitio entrara de lleno en nuestros cuerpos individualmente. Dimos libertad a nuestros pies para recorrer la planta vacía del castillo a su antojo, guiados por una mezcla de curiosidad y respeto, casi adoración. Yo no podía dejar de pensar en los pies que en su día pisaron ese mismo suelo, en las manos que, como las mías, rozaron los paredes, las nalgas que se sentaron en los escalones de piedra natural del ala oeste, como yo.







 No me era difícil imaginar a esa gente, tal vez porque creía compartir con ellos un sentimiento de hermanamiento extraño, preciso. Casi podía oír sus voces a mi alrededor, podía ver sus rostros, tan parecidos a los nuestros, sentía su respiración, sus risas, sus lágrimas, su miedo. Porque ese no era un sitio cualquiera, allí había pasado algo muy fuerte, allí habían vivido intensamente sus últimos días una comunidad de gente íntegra, lúcida, consecuente, heroica. No es lo más común, admitámoslo. Por eso mi obsesión por revivir su última noche antes de la rendición. ¿Alguno de ellos se levantaría del corro alrededor del fuego y hablaría serenamente a los demás? ¿Les explicaría que su fe era la verdadera, que, pasara lo que pasara, Dios les estaría esperando al otro lado y les acogería en su Reino? ¿Alguien cogería un instrumento y empezaría a entonar las notas de una canción? ¿Mujeres y hombres alzarían entonces sus voces, voces como las nuestras, graves, agudas, roncas, rotas o angelicales, muchos abrazados, padres e hijos, hermanos y hermanas, parejas enamoradas como tú y yo?






Y, bajo el cielo azul de diciembre, en tierras occitanas, me vino a la cabeza la pregunta del millón: ¿Puede que algún día nos pase eso a nosotros? Me refiero a vivir una situación límite, las horas previas a una muerte anunciada. No es tan descabellado preguntárselo; sigue pasando a diario en muchos rincones de planeta. Espero que no, pero no hay que descartar esa opción. Llegado el caso agradecería la promesa de una vida mejor después de la muerte. ¿Es en situaciones como ésa cuando a uno le viene la Fe? ¿O entonces no vale? ¿Demasiado oportunista? Fuere como fuere, Montsegur dejó de ser "seguro" y los sitiados se rindieron. Hambrientos, sucios, cansados y muertos de frío, decidieron dejar de luchar contra la incomprensión y la intolerancia, y entregarse en cuerpo y alma a Dios.
¿Asomó el sol esa mañana y un rayo esperanzador iluminó sus cuerpos? ¿O el cielo estaba cubierto de niebla heladora y la tristeza cristalizó para siempre en sus miradas?







El tiempo se ha encargado de ir borrando la historia de los cátaros. Está escrita, está impregnada en cada piedra de los muros del castillo, está iluminada en algún manuscrito de la época... pero la olvidamos como olvidamos tantas cosas que valdría la pena recordar.
De alguna manera que no puedo definir, echo de menos a los cátaros, los necesito para seguir viviendo mi acomodada vida del siglo XXI, los envidio por la firmeza de sus creencias que yo no poseo. Me gusta pensar que por encima de la inmuncidia que nos rodea, siempre habrá quienes crean en algo mejor y quisiera creer que, si hubiera nacido en la Edad Media, yo misma sería una persona más fuerte y, si tuviera esa oportunidad, tendría la valentía de convertirme al catarismo.



Una vez hace muchos años, en Barcelona, el coche de mi padre quedó parado en un semáforo justo donde termina la lluvia. Si miraba hacia adelante estaba lloviendo y los limpiaparabrias funcionaban con ahínco; si me daba la vuelta, el cristal estaba seco y la luz del sol rebotaba en el capó trasero del coche. Mis ojos de niña no daban crédito, y aún hoy, casi cuarenta años despúes, no lo he olvidado.
A veces uno agradece la oportunidad de detenerse en ese punto tan efímero que separa la realidad de la fantasía, la ciencia de la fe, la valentía del aborregamiento. Hacia dónde quiera uno avanzar entonces, ya es una cuestión personal.







Dedico esta entrada a la comunidad cátara.

2 comentarios:

  1. Per fi he llegit aquest escrit. Penso que és posible que haguesis viscut a la Edat Mitjana i et fas moltes preguntes que potser t'hauran de respondre els càtars.
    Continua escrivint que m'agrada molt llegir-ho.

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  2. Una gran reflexió,els Càtars no renuncien a les formes de vida i a la seva llibertat i prefereixen la mort per que tenen fe en el seu Deu, es mes difícil lluitar per la llibertat quant no hi ha res de espiritual i tant sols es busca la igualtat i fraternitat entre els homes.
    Esta molt bé, cada dia ho fas millor. Felicitats Albert

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