"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

martes, 29 de diciembre de 2015

Castillos




Siempre he creído que las historias existen ya en algún lugar antes de escribirlas. En mi fantasía, estarían en una especie de limbo o "Casa de hojas" (Mark Z. Danielewsky, Ed. Alpha Decay/Pálido Fuego), agazapadas, esperando su momento, esperando su oportunidad para salir y hacerse visibles. Basta con dejarse caer por ahí (para ello hay que desviarse ligeramente de la rutina diaria, aplazar las obligaciones, calzarse el arnés e ir descendiendo por la sima de los recuerdos), y tomarse la molestia de reconocerlas. Una vez comprobado que aún respiran, insuflarles una nueva vida a través de las palabras y empezar a tratarlas como se merecen.

Esta historia la he titulado Castillos y para bien o para mal, ya está fuera de mis recuerdos y al alcance de cualquier terminal conectada a la red.



Los castillos tuvieron su propio boom inmobiliario durante la Edad Media. Cualquier rey o señor feudal que se preciara debía poseer uno o varios castillos y con los años fueron compitiendo en majestuosidad al tiempo que se iban haciendo más defensivos y, teóricamente, inexpugnables. Los asedios fueron contra lo único que no pudieron luchar. Contra los asedios en su tiempo y contra el olvido en el presente. Navarra en ese aspecto es el ejemplo perfecto de un "olvido" cruel y premeditado, perpetrado por los eternos "ganadores", que empezaron desmontando piedra a piedra los muros de todos los castillos del Reino y expoliando sus tesoros y siguieron abandonando a su suerte durante siglos bajo la intemperie lo poco que dejaron en pie, algunas veces por ignorancia, otras por mala fe.

Recomiendo la serie de libros de Iñaki Segafredo "Navarra. Los castillos que defendieron el Reino" (Pamiela Argitaletxea), para entender el alcance de este despropósito.
Por suerte hoy día parece que recuperamos ruinas e interrogamos al pasado a través de ellas. Claro que podríamos ser un poco más preguntones y los trabajos de recuperación avanzarían un poco más deprisa, pero por lo menos tenemos el conocimiento de la historia, la técnica y el sentido común necesarios para no seguir relegando al olvido esta parte tan importante y fascinante de nuestra historia.



Elizaberri s.X

No hay peor destino que el olvido



Os invito a leer la página del blog del Grupo Espeleológico Sakon sobre las ruinas de este monasterio


Podía haber titulado esta historia perfectamente "Castillos del Medievo", pero pienso que es redundante, puesto que los castillos medievales son los únicos que merecen la pena y todos los castillos que se hayan podido construir a posteriori no dejan de ser una copia de los originales, en una suerte de ostentación de poder algo anacrónica.
Hagamos a continuación un esbozo somero y subjetivo del escenario medieval...

¿Cuándo empieza la Edad Media? Los libros marcan el s.V como su inicio, concretamente el año 476 que supuso la caída del Imperio Romano de Occidente, pero como todas las marcas temporales adoptadas retrospectivamente (o las fronteras que dibujamos en los mapas, o ¡hasta los propios mapas!) no son verdad y no existe el día ni el año concreto en que la Antigüedad pasó a ser oficialmente el Medievo o Medioevo. Como sabemos, todo forma parte de un cambio gradual que va configurándose poco a poco hasta alcanzar su aspecto característico definitivo, aquel por el cual acabará siendo reconocido. Ahora mismo estamos en pleno proceso de cambio, aunque no nos lo parezca, cada día que pasa implica cambio y la vida es cambio por definición.
La tendencia historicista más en boga apuesta por descubrir (en el sentido original del término: quitar la capa, abrir, iluminar) este período fascinante que demasiado a menudo se ha considerado erróneamente como un retroceso o al menos un parón en la evolución de la "civilización" humana. Pongo entre comillas "civilización" porque lo uso aquí como sinónimo de progreso pero soy consciente de que no siempre es así; no hay más que ver las noticias cada día.



Personalmente la Edad Media siempre me ha fascinado, desde bien pequeña en Barcelona, desde que entendí que había una época determinada y unas personas determinadas responsables de la existencia de las fabulosas catedrales góticas de mi ciudad. Y que los caballeros y las princesas no eran sólo personajes de cuento sino humanos de carne y hueso que existieron de verdad en esa época.
Y aunque con el tiempo mis gustos se han decantado más hacia el Románico (os emplazo a observar la perfección de Elizaberria, que en euskera significa "nueva iglesia") y hacia el arte de la Prehistoria, la Edad Media está siempre en mi corazón. Lo cierto es que se me aparece por dondequiera que voy, en el cuento de mi hija, en el puente del Camino de Santiago a su paso por Salinas, en la serie "Juego de Tronos", en el hueco que dejó en el paisaje el desaparecido castillo de Monreal, en un apero herrumbroso rescatado del suelo de la huerta... Se podría decir que, al menos en esta parte del mundo que habitamos, la Edad Media sigue entre nosotros mucho más de lo que nos pensamos y su huella permanece en nuestro inconsciente colectivo más inmediato.




Puente sobre el río Elorz de Salinas de Ibargoiti


¿Cuál es el secreto de la Edad Media? ¿Por qué triunfa tanto? He reflexionado sobre ello y creo que tiene que ver con el hecho de que la Edad Media nos permite emocionarnos con sueños y fantasías alejados de la realidad. Como niños de nuevo, ponemos a prueba nuestra valía ante las fuerzas de la naturaleza, nos acobardamos hasta la vergüenza con el lado oscuro de la vida y, en suma, somos capaces de creer en lo que vemos pero también en lo que no vemos. Es una época (¡diez siglos, ni más ni menos!) que conecta con nuestro inconsciente y nos desnuda de toda la parafernalia tecnológica, científica y lógica con la que nos hemos dedicado a vestirnos desde la Ilustración. En la Edad Media todo es posible, más allá de lo razonable o lo racional.

Yo siempre me imagino unos tiempos duros, de escasez y privaciones. Sé que esta percepción responde a un cliché del imaginario que entre todos hemos ido construyendo sobre el Medievo y que sin duda se me escapan muchos matices, muchas historias concretas, muchos oasis de sabiduría, belleza y armonía. Pero una vez asumido este hecho, éstas serían algunas de las señas de identidad que inconscientemente otorgo al período conocido como Edad Media: salud precaria, suciedad al límite, picaresca generalizada, ignorancia endémica y, salvo que pertenezcas a la nobleza o directamente a la realeza, pelea diaria por llevarte un trozo de pan a la boca.
Y, sin embargo, me gustaría haber estado allí. Sí, a pesar de los millares de vidas extinguidas sin más por un resfriado mal curado, una herida infectada en un pie, una muela del juicio asesina, una apendicitis fatal, una indigestión por setas o plantas venenosas, un capricho del señor feudal de turno, una acusación de brujería infundada... a pesar de todo esto, fantaseo con la idea de mí misma viviendo en esos años. (Lo más probable es que hubiera muerto en mi primer parto, ahora que sé cómo fue y los cuidados post-parto que precisé. Hubiera muerto desangrada y con suerte me habrían enterrado en el cementerio del pueblo envuelta en una sábana sucia, mientras el cura de turno murmuraría plegarias en un latín chapucero mezcladas con juramentos e improperios contra sus almorranas).

Pero, como un animal herido que sigue su camino sin lamentos, no habría un duelo exagerado por mi muerte, no habría el rechazo moderno ante la llegada de la dama negra, porque la vida terrenal tan solo supondría un paseo en espera de un juicio y una vida eterna, arriba o abajo. Mi alma subiría al Cielo o descendería a los Infiernos. Sí, en el Medievo habría simplemente buenos y malos y, de normal, los buenos recibirían su recompensa y los malos, su castigo. Blanco o negro, nada del inacabable espectro de grises de hoy en día. Habría un componente de azar y otro de destino en la vida de las personas.
Por eso la Edad Media es inmortal y todos, de alguna manera, desearíamos vivir bajo ese sol medieval justiciero que alumbra sólo la mitad del camino, mientras que deja la otra mitad a oscuras, a la luz de la luna y las tinieblas. (Inciso: en euskera "luna" se dice Ilargia, que se traduce, literamente, como "la luz de los muertos").

En resumen, creo que la Edad Media es, con todos sus claro-oscuros, la época que mejor nos representa como especie, eso es, la época que enfrenta como pocas nuestro lado físico-material con nuestra complicada psique, a medio camino entre la objetividad, la superstición y la sospecha. Formada por un cúmulo de creencias, miedos, héroes, oficios y gremios, religiones, ciudades enmuralladas, molinos harineros, justas y gestas, cantares y trovas, fragancias y pestes, la Edad Media fue vivida por millones de vidas anónimas que nos precedieron y que existieron bajo el lema "sálvese quien pueda". Mientras que ahora el Estado nos protege (o debería) y también nos dirige, antes el poder se dedicaba exclusivamente a exprimir y subyugar al vasallo... puede que existiera en base a eso y se perpetuara durante siglos gracias a eso... pero pienso que si te lo montabas bien, si conseguías rodearte de gente como tú, capaz de comprender su posición dentro del mapa del poder, hasta podías sacarle provecho a la situación. Sobretodo pienso que tal vez fueras más libre que nosotros hoy día, y para mí la libertad sigue siendo el bien más preciado. Creo que, pese a su vulnerabilidad, aquellos hombres y mujeres eran más libres que nosotros y estaban más cerca de la vida real (versus vida virtual) y sobretodo eran capaces de creer en algo, como las tribus primitivas, algo que pudo ser real o imaginario, cierto o equivocado, seguramente equivocado, pero tenían algo en lo que creer, algo que regía sus vidas desde que se levantaban hasta que se acostaban, algo estable y duradero... ¿No es maravilloso?

Hoy día, quien diga lo contrario miente, ya no está claro dónde está el Bien y dónde el Mal, el orden mundial se desdibuja, se difumina... y es fácil tergiversarlo porque es muy ambiguo. ¿En nombre de qué Dios nos concedemos la potestad de matar a las personas que no creen en lo mismo que nosotros? Las Cruzadas también existieron en la Edad Media, pero sólo entonces eran creíbles. Aquellos que hoy día se refugian en una supuesta fe, con todos mis respetos, sólo se engañan a sí mismos. Porque siglos de estudios y conocimiento acumulado nos rebelan todo lo contrario. Tener fe hoy día es una cuestión de ingenuidad voluntaria. Mientras que en la Edad Media proporcionaba el sentido de la propia existencia de las personas, formaba parte de su vida misma.




Cátaros expulsados de Carcassonne





El último invierno cátaro


Por supuesto hubo como siempre quienes cuestionaron el orden establecido, pero fueron pocos y normalmente terminaron quemados en la hoguera. Para quien no la conozca, recomiendo adentrarse en la historia de los Cátaros, también llamados Albigenses, cuya creencia en una dualidad creadora (Dios y el Diablo) y el rechazo absoluto al mundo material les valió ser considerados herejes por la Iglesia de Roma y perseguidos en una cruzada despiadada hasta su dispersión y casi total desaparición. Eso pasó en Europa durante los siglos X al XIII, y viene al caso porque en sus estertores finales se gesta esta historia. En plena baja Edad Media, unos cuantos nobles y señores feudales en el Midi francés, especialmente en el Languedoc (donde se hablaba la "lengua de Oc", o lengua occitana, en la cual escribieron los trovadores sus poesías y sus canciones, y que por cierto hoy en día tratan de recuperar como lengua vehicular, en contra del centralismo francés, sus habitantes), decidieron adoptar y apadrinar esta doctrina herética.

Tengo el privilegio de haber andado por esas tierras junto a mi compañero hace tres o cuatro inviernos, siguiendo precisamente las huellas de los cátaros y pocas cosas puedo decir que me hayan impactado tanto en mi vida como la visión del Castillo de Montsegur desde el asiento del copiloto de una Renault Traffic.
Recuerdo que (y aquí empieza por fin la historia...) era ya media tarde de un día de finales de diciembre y la oscuridad se había adueñado ya de casi todo. Seguíamos una carretera secundaria de ésas que, si alguien te pregunta dónde estás, sólo puedes responder que no lo sabes exactamente pero seguro que en Francia. Viajábamos sin gps porque todavía no se había vuelto imprescindible, con un mapa de carreteras lleno de anotaciones a boli encima de las rodillas, de cuando viajar era descubrir el mundo y no apearse por un momento de Google Maps. Seguíamos esa carretera, digo, y al salir de una curva... de repente ahí estaba Montsegur. Nunca antes lo habíamos visto, nunca antes habíamos estado allí, pero nos invadió una certeza absoluta y la sensación de estar ante algo grande, poderoso, mágico.




 Montsegur se recortaba en negro sobre azul marino, la escarpada peña sobre la que descansaban las paredes del castillo se veía más oscura que la misma noche y la silueta de gigante tumbado parecía recortada a tijeretazos por el ocaso invernal. A medida que avanzábamos hacia el promontorio, la sensación de que allí había pasado algo muy fuerte, algo auténtico, lo que sea que signifique eso, se nos hacía cada vez más patente. Miré a mi compañero a los ojos y vi brillar dos luceros de emoción. Avanzábamos hacia Montsegur, último bastión de los Cátaros.

Esa noche hizo mucho frío y mucho aire y el hielo se metió dentro de la furgoneta, como queriendo huir de sí mismo. Yo pensaba en todas las noches igual de frías que habían precedido a ésta y en especial en las del último invierno cátaro.








 Dentro de la furgoneta, abrigados como esquimales, nos leímos en voz alta fragmentos de un libro apasionado, durante años muy buscado (ahora ya en Amazon) titulado "El tesoro cátaro", de Gérard de Sède, y repasamos una y otra vez el relato del asedio al que fueron sometidos durante nueve meses (desde mayo del 1243 a marzo del año siguiente) por orden del rey de Francia. Dormir a escasos metros de su último refugio nos hizo convertirnos por una noche, o puede que de alguna manera ya para siempre, al catarismo.









A la mañana siguiente procedimos al ascenso al castillo. Una estela recuerda a las 200 personas que fueron quemadas en una gran pira por no querer renunciar a sus creencias. Cuentan que bajaban la ladera (desde ese día el "Camp dels cremats") cogidos de las manos y cantando canciones para vencer el miedo. Las llamas acabarían confundiendo sus cantos con los alaridos de dolor. Aún hoy, en la placidez del día a día occitano totalmente globalizado, algo emana de ese sitio, una especie de sentimiento de injusticia universal, un recordatorio sereno y lúcido sobre los límites de la barbarie y la estupidez humana. Por desgracia no hemos aprendido nada, y en nombre de un dios, de cualquiera de ellos y sus divinas reglas, nos concedemos el derecho de quitarle la vida al otro; a todos nos vienen a la mente ejemplos recientes.





Estela al pie del castillo



Si nos ajustamos a lo que sabemos sobre el catarismo, la muerte por fuego no sería sino una forma de purificación, ya que sus adeptos despreciaban lo material, la carne misma -que ni siquiera comían-. Así que, una vez quemados, simplemente dejarían atrás la vida pecadora en la tierra y empezaría para ellos la verdadera vida en el reino creado por Dios.
Cuesta de creer que una visión tan ascética de la vida, con todas las privaciones que conllevaba, la castidad, el ayuno muchas veces, tuviera tantos seguidores. Y que algunos dieran la vida por ella, siendo consecuentes hasta el final. Es admirable. También pienso que tiene truco. No digo que sus creencias no fueran firmes, pero para mí está claro que los cátaros eligieron el camino difícil. ¿No era acaso mucho más fácil dejarse llevar por el diablo (que permitía el ocio, la gula, la fornicación, la embriaguez...) a abjurar de todos los placeres terrenales, como fue su opción? ¿Qué noble espíritu les guiaba día y noche para no caer en la tentación? (¿cómo se reproducían?)... Para el resto de la gente, bastaba con dejarse seducir por el Diablo cuando les apetecía y luego arrepentirse de sus pecados, rezar un poco y acaso hacer algo de penitencia. ¿Por qué elegir el camino inverso, privarse voluntariamente de todos los goces terrenales a la espera de un paraíso en el más allá? ¿Tan poderosa era su fe? Confieso mi ignorancia y tal vez debería leer algo más sobre el tema.

Sobre todas estas cuestiones pensaba yo esa mañana fría, mientras los primeros rayos de sol iban fundiendo lentamente la escarcha sobre las hojas muertas, sobre el musgo, sobre los bojes que invadían el camino de subida al castillo.









Dentro de las paredes de la fortificación, ahora vacía y sin techo, tan distinta a como tuvo que ser en el siglo XII, mi compañero y yo nos separamos para dejar que el alma del sitio entrara de lleno en nuestros cuerpos individualmente. Dimos libertad a nuestros pies para recorrer la planta vacía del castillo a su antojo, guiados por una mezcla de curiosidad y respeto, casi adoración. Yo no podía dejar de pensar en los pies que en su día pisaron ese mismo suelo, en las manos que, como las mías, rozaron los paredes, las nalgas que se sentaron en los escalones de piedra natural del ala oeste, como yo.







 No me era difícil imaginar a esa gente, tal vez porque creía compartir con ellos un sentimiento de hermanamiento extraño, preciso. Casi podía oír sus voces a mi alrededor, podía ver sus rostros, tan parecidos a los nuestros, sentía su respiración, sus risas, sus lágrimas, su miedo. Porque ese no era un sitio cualquiera, allí había pasado algo muy fuerte, allí habían vivido intensamente sus últimos días una comunidad de gente íntegra, lúcida, consecuente, heroica. No es lo más común, admitámoslo. Por eso mi obsesión por revivir su última noche antes de la rendición. ¿Alguno de ellos se levantaría del corro alrededor del fuego y hablaría serenamente a los demás? ¿Les explicaría que su fe era la verdadera, que, pasara lo que pasara, Dios les estaría esperando al otro lado y les acogería en su Reino? ¿Alguien cogería un instrumento y empezaría a entonar las notas de una canción? ¿Mujeres y hombres alzarían entonces sus voces, voces como las nuestras, graves, agudas, roncas, rotas o angelicales, muchos abrazados, padres e hijos, hermanos y hermanas, parejas enamoradas como tú y yo?






Y, bajo el cielo azul de diciembre, en tierras occitanas, me vino a la cabeza la pregunta del millón: ¿Puede que algún día nos pase eso a nosotros? Me refiero a vivir una situación límite, las horas previas a una muerte anunciada. No es tan descabellado preguntárselo; sigue pasando a diario en muchos rincones de planeta. Espero que no, pero no hay que descartar esa opción. Llegado el caso agradecería la promesa de una vida mejor después de la muerte. ¿Es en situaciones como ésa cuando a uno le viene la Fe? ¿O entonces no vale? ¿Demasiado oportunista? Fuere como fuere, Montsegur dejó de ser "seguro" y los sitiados se rindieron. Hambrientos, sucios, cansados y muertos de frío, decidieron dejar de luchar contra la incomprensión y la intolerancia, y entregarse en cuerpo y alma a Dios.
¿Asomó el sol esa mañana y un rayo esperanzador iluminó sus cuerpos? ¿O el cielo estaba cubierto de niebla heladora y la tristeza cristalizó para siempre en sus miradas?







El tiempo se ha encargado de ir borrando la historia de los cátaros. Está escrita, está impregnada en cada piedra de los muros del castillo, está iluminada en algún manuscrito de la época... pero la olvidamos como olvidamos tantas cosas que valdría la pena recordar.
De alguna manera que no puedo definir, echo de menos a los cátaros, los necesito para seguir viviendo mi acomodada vida del siglo XXI, los envidio por la firmeza de sus creencias que yo no poseo. Me gusta pensar que por encima de la inmuncidia que nos rodea, siempre habrá quienes crean en algo mejor y quisiera creer que, si hubiera nacido en la Edad Media, yo misma sería una persona más fuerte y, si tuviera esa oportunidad, tendría la valentía de convertirme al catarismo.



Una vez hace muchos años, en Barcelona, el coche de mi padre quedó parado en un semáforo justo donde termina la lluvia. Si miraba hacia adelante estaba lloviendo y los limpiaparabrias funcionaban con ahínco; si me daba la vuelta, el cristal estaba seco y la luz del sol rebotaba en el capó trasero del coche. Mis ojos de niña no daban crédito, y aún hoy, casi cuarenta años despúes, no lo he olvidado.
A veces uno agradece la oportunidad de detenerse en ese punto tan efímero que separa la realidad de la fantasía, la ciencia de la fe, la valentía del aborregamiento. Hacia dónde quiera uno avanzar entonces, ya es una cuestión personal.







Dedico esta entrada a la comunidad cátara.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Palabras como tristeza





Hay palabras que me encantan. Algunas van de la manita de otras y entonces explota la magia  ("Cry me a river", por ejemplo, que significa llórame un río y que es una frase mágica, o River Phoenix , que es un nombre propio de gran belleza y trágico final). Muchas de estas palabras que me encantan están asociadas a canciones, son en inglés u otros idiomas y despiertan en mí emociones que a veces no me explico del todo.
¿Cómo puede una palabra, algo que se dice, se escribe o se canta, tener ese poder?
Hay quien dice que los ojos hablan, que una mirada vale más que mil palabras, que por tus actos (no por tus palabras) te conocerán. Bien cierto que es. Pero para mí el poder de las palabras trasciende todas las acciones que podamos emprender, porque con ellas construimos un universo propio, que suena, que significa, que evoca y emociona.

Por eso es importante conocer a fondo el lenguaje, la lengua con la que nos comunicamos y cuanto más rico sea ese conocimiento, cuanto más extenso y a la vez profundo, mejor sabremos expresar lo que sentimos, quiénes somos, qué queremos, a qué hemos venido...
No hace mucho leí un artículo sobre las lenguas (a continuación os dejo el enlace por si queréis echarle un vistazo) que me hizo reflexionar sobre el poder del lenguaje. Podremos estar de acuerdo o no con la parte política del asunto, que siempre la hay, pero en lo que no podemos discrepar es en que una lengua sin matices es una lengua parche. Una lengua que sin duda nos servirá para comunicarnos pero nunca para maravillarnos, para sorprendernos, para emocionarnos. Será una lengua funcional, qué duda cabe, pero sin pizca de magia. Considerando el hecho de que un niño es capaz de creer que la magia existe y esto le sirve para ser más feliz, ¿no deberíamos como adultos reflexionar sobre lo que nos estamos perdiendo? Al fin y al cabo, si el dinero mueve el mundo, no menos lo hace la magia.

http://politica.elpais.com/politica/2015/09/22/actualidad/1442936658_416697.html




¿Por qué palabras como tristeza?

La palabra triste, tristeza, cuya etimología, como no podía ser de otra manera, parece que no está clara (vendría de la onomatopeya "tr", sonido de restregar, roer, pisotear trigo, derivando en significados como rudo, áspero, repulsivo, tétrico, nublado y oscuridad... ) es sólo una palabra bella y significante que me sirve para reflexionar sobre las lenguas y el lenguaje. Desde hace tres años trabajo en una residencia de ancianos, un sitio irremediablemente triste (por mucho que el grupo Hidrogenesse diga en una canción que "no hay nada más triste que una tienda de animales" o "los caballitos poni", creo que una residencia de ancianos los supera). Así que estoy en contacto con personas que están viviendo el fin de sus días, para las cuales decir "hasta el fin de mis días" no es una frase hecha, sino su presente continuo. "Estoy viviendo el fin de mis días".
Una puede escribir sobre tantas cosas... sobre cualquier cosa, de hecho, y entonces varias personas amigas me achacan que escriba sobre temas tan tristes (pudiendo escribir sobre cosas bellas, se entiende). Bueno, hay algo bello en la tristeza de la vida, igual que hay algo triste en la belleza, como la rosa perfecta que sabemos que se marchitará o un joven con aspecto de lobo solitario, que es a la vez bello y triste.
Escribo sobre la tristeza porque me parece el sentimiento más real, el más verdadero, el que más nos define como humanos.
Ya lo dice la canción "Tristeza nao tem fim, felicidade sim" de Tom Jobim y Vinicius de Moraes, otra secuencia de palabras encadenadas a unas notas musicales que fluyen como un río mágico. Y nadie puede decir que no sea una canción triste... aunque viniendo de Brasil lo triste pueda parecernos simplemente sublime.



Supongo que hacerse mayor es dejar que la tristeza nos acompañe cada vez más a menudo, como una compañera de asiento en el metro o como la vecina que siempre está en casa y nunca sale a ninguna parte.
A lo largo de la vida, nuestra relación con la tristeza va cambiando, pero siempre está presente. En las primeras etapas de la niñez nos tienen que explicar en el colegio qué es la tristeza porque apenas conocemos ese estado (al menos así debería ser) y aprendemos a dibujar caritas contentas y caritas tristes e instintivamente nos decantamos por la sonrisa y se la plantamos al sol, a las nubes, al perro, al gato... Luego en la adolescencia, esa etapa vital confusa y fascinante, descubrimos por nosotros mismos, mil veces amplificado y sobredimensionado, qué es la tristeza y sentimos cómo duele, cómo escuece, cómo llegan a quemar las lágrimas sobre la piel.
En la madurez la tristeza es algo habitual, que nos asalta de repente pero ya no nos sobresalta y nos hace caer en un estado melancólico transitorio que aprovechamos para salir reforzados valorando todas las razones -¡tantas!- que tenemos para ser felices (somos como las mareas, vamos y venimos, subimos y bajamos, nos llenamos y nos vaciamos sin cesar).
Por último en la vejez, por lo que me ha tocado ver, parece que se crea un vínculo especial entre nosotros y la tristeza -sobretodo si nos quedamos solos o nos mandan a vivir a una residencia; ahí ya llegamos a ser íntimos-, y suele venir de la mano de los recuerdos, que son muchos y ya no dejan espacio a nuevas alegrías. Entonces el día a día se convierte en una película en blanco y negro que se repite una y otra vez, hasta el fin de nuestros días, y la tristeza es la sala de cine donde diariamente se proyecta nuestra película.

Hay un cuento de Alice Munro que se titula "Demasiada felicidad" y que recrea la vida de Sofía Kovalevsky, una matemática rusa que vivió a mediados del siglo XIX. El título es evocador, demasiada felicidad... te matará. Habría que encontrar un equilibrio entre la felicidad y la tristeza. Eso sí, el momento de la muerte, todos elegiríamos, si pudiésemos hacerlo, que fuese un momento feliz. Morir con una sonrisa en los labios, qué placer inigualable. No suele pasar, es un regalo extra que a pocos se les concede. Por eso hay tantas voces que claman por una muerte digna, con opciones a sonrisa final.

En la residencia donde trabajo, he "visto" morir a unos cuantos ancianos y ancianas. Después de una vida azarosa (qué vida no lo es), estos abuelos mueren solos o acompañados de sus familiares, de repente o después de una agonía tranquila. Ignoro cuál es la última palabra que pronuncian. Su cama es desinfectada y rápidamente ocupada por otra persona.
Me pregunto cómo será, con ochenta o noventa años, después de haber vivido toda una vida en tu casa o con familiares, de repente mudarte a otra casa mucho más grande e inscribirte en una especie de estancias para la tercera edad con la fecha de vuelta sin cerrar. Y empezar a compartir tu vida con otra gente que no conoces de nada, compartir casa, mesa, sofá, televisión, juegos, hora de la siesta... Tiene que ser raro, ¿no? A algunos no les gusta nada ese cambio y se vuelven huraños y taciturnos. Otros cínicos y desconfiados. Otros cuantos no lo soportan y se mueren al poco. Ninguno está ahí por gusto. A lo más, resignados. Curiosamente, a ninguno se le olvida cómo increpar o directamente insultar a los demás. He visto abuelitas encantadoras como gorriones con moño soltar de repente unas palabrotas que harían ruborizar a más de un adolescente rebelde. Acaso es lo único que nos queda: las palabras rudas, la fuerza del vocabulario hiriente, cuando las fuerzas físicas están tan mermadas.
Ahí vuelvo a reflexionar sobre el poder de las palabras.


Aun a riesgo de que algún experto me desmienta, así me imagino yo la cosa:
cuando se inventó el lenguaje... bueno, más bien dicho, cuando se fue creando poco a poco el lenguaje, el ser humano sentía la necesidad de nombrar las cosas que veía. Primero las cosas que veía, las que sentía o quería después, y finalmente las que no veía pero en las cuales sentía la necesidad de creer, como los dioses o la vida más allá de la vida. ¿Os imagináis? ¡Cómo me hubiera gustado asistir a la creación de un sola de ésas palabras primigenias: agua, fuego, piedra, lluvia, viento, madre! La creación simultánea del lenguaje oral en muchos puntos del planeta, cada clan el suyo, cada grupo con su voz. Al principio no pasarían de ser simples sonidos guturales, muy básicos, onomatopeyas que toda la tribu empezaría a asociar con un objeto determinado o con una idea. Poco a poco esas "palabras" se irían puliendo a fuerza de usarlas, de rozarlas con otras, de gritarlas contra el viento, de embellecerlas para que sonaran más bonitas... y más tarde surgiría la necesidad de adjetivarlas, de diferenciarlas de sus semejantes, de añadirles un color, un olor, una textura o una propiedad... así iría poco a poco construyéndose el vocabulario de una tribu. ¡Qué magia tendría cada palabra, qué poder! Con sólo pronunciar unas sílabas concretas, el objeto nombrado aparecería ya en la mente del escuchante ¡aunque el objeto no estuviera ahí delante físicamente! ¿Hay algo más parecido a la magia que eso?
¿Y los nombres propios? Serían tan importantes como el propio individuo que los portase. Seguramente durante los primeros meses o incluso años, un bebé recién nacido carecería de nombre, hasta que un día algo o alguien daría con la pista del rasgo que mejor representaría a la futura persona, sus ojos de gacela, su cuerpo muy velludo, sus dedos largos y delgados, sus aullidos de lobo al hacerse daño...
Tal sería la importancia de los nombres propios (mientras que ahora una niña morena y oscura puede llamarse Nieves o Blanca y no nos sorprende o usamos nombres de los cuales se ha perdido su significado original para siempre y simplemente ya no significan nada. Contra eso, los gentilicios japoneses, chinos o euskaldunes, por ejemplo, que significan cosas, momentos, estados y por eso me gustan tanto).
Luego, sólo un poco más tarde o casi a la vez, aparecerían los verbos. Las acciones. Pásame el palo, vámonos, ten cuidado, bebe agua, quiero ir allá, tengo un cuchillo, tengo hambre, silencio, me siento mal, me gustas.

Si ahora jugamos con las palabras (yo misma lo estoy haciendo al escribir esta entrada), es porque en algún momento alguien necesitó las palabras para vivir. Yo las uso para jugar. Para pensar.
Nada como el uso que hacemos hoy en día del lenguaje para comprender cómo hemos avanzado en calidad de vida. Está claro que hoy día no usamos las palabras para sobrevivir, sino que las usamos para deleitarnos en ellas... o al menos así debería ser. Por supuesto continúan sirviéndonos como medio de comunicación entre nosotros, pero también, y sobretodo, para disfrutar con su sonido, con sus distintos significados al combinarlas entre ellas infinitamente.

Si palabras como "ahora", "después", "un día", "siempre"... costaron generaciones para hacerlas emerger (pensemos que los conceptos existían, pero no las palabras que los nombraban ni siquiera la necesidad de nombrarlos), ahora el niño que con tres o cuatro años no las comprende y domina, es considerado algo lento de entendederas. ¿Quién no se ha sentido tremendamente frustrado y exasperado buscando en su cabeza la palabra exacta que definiera lo que quería expresar y no encontrándola? 
Las palabras que decimos nos definen (las que no decimos, también). Hay quienes hablan por hablar, hay quienes hablan con propiedad y otros que hablan sin saber, hay quienes no dicen nada y hay quienes hablan demasiado porque hablar es gratis... 
Pero todos usamos el lenguaje. Puede que hayamos perdido capacidad de memoria y nos cueste recordar series de palabras que un día alguien se molestó en engarzar, pienso en los cantares de gesta, en los romances medievales de miles de versos que la gente se aprendía de memoria a través de los juglares y trovadores y pasaban de generación en generación, o sencillamente en las canciones que aprendíamos de niños y de las cuales hemos olvidado ya la letra... pero seguimos necesitando engarzar palabras a diario y tenemos todo el saber acumulado de la Humanidad registrado en palabras escritas. La cuestión es que hoy en día no necesitamos memorizar prácticamente nada porque todo está escrito. Cuentan que una tía-bisabuela mía, la tieta padrina, era capaz de ir al mercado con una cantidad fija de dinero, hacer la compra para los trece miembros de la familia y una vez en casa repasar las cuentas de memoria y comprobar que no la habían estafado. Yo ahora mismo tengo serios problemas para sumar de cabeza los precios de más de cinco artículos del supermercado para ver si me llega con un billete de veinte euros... Voy a que hasta que no apareció la escritura o no se socializó, la memoria y la transmisión oral eran básicas para el aprendizaje y la supervivencia. Ahora despreciamos la memoria, porque ya tenemos el gran invento por excelencia: la escritura.




La escritura

Surgió mucho más tarde que las propias palabras, pero hoy no somos capaces de concebir el mundo sin ella. ¿Cuál fue el origen de la escritura? ¿Cuál la necesidad concreta que empujó al ser humano a dejar constancia física de sus palabras?
Parece ser que hace 6.000 mil años, (IV milenio a. C), alguien pensó que para que no hubiera líos, había que anotar de alguna manera las cantidades de grano y otros productos que se vendían en el mercado y el precio al que se pagaban. Bueno, por supuesto estoy simplificando mucho, pero en Mesopotamia, antiguo Oriente Próximo, ya existía la necesidad de conservar operaciones y empezaron con las tablillas que representaban bienes y que se envolvían en arcilla y terminaron con al escritura cuneiforme. Y como la Historia empieza con la escritura, todo lo anterior a la escritura es la Prehistoria.
(Abro un paréntesis para apuntar que al parecer, sin embargo, hace 8.000 años, a principios del Neolítico o finales del Paleolítico, los humanos utilizábamos ya signos para transmitir información. Se trata de una serie de 88 signos o símbolos ideográficos o mnemónicos, aunque sin contenido lingüístico directo que se han descubierto en la zona franco-cantábrica pero también en el sur de la Península Ibérica. Es conocido como ELPA, o Escritura Lineal Paleolítica. Muy interesante.



Signario de la ELPA


Y ya que está el paréntesis abierto, otro estudio reciente confirma que el lenguaje humano nació hace al menos 400.000 años. Tendría que ver con la evolución de la capacidad auditiva, al parecer. Los homínidos de hace 3 ó 4 millones de años no eran capaces de oír según qué sonidos, con lo cual daría igual que se pudieran pronunciar. Hasta que el oído no fue capaz de captarlos, no apareció el lenguaje propiamente dicho.

http://m.noticiasdenavarra.com/2015/09/25/ocio-y-cultura/internet/el-lenguaje-humano-nacio-hace-al-menos-400000-anos


Ello me lleva a reflexionar sobre la necesidad de que para que dos partes en un diálogo se entiendan, tiene que existir la voluntad de entenderse y no taparse los oídos, puesto que entonces es como no poseer la capacidad física de dialogar (léase conflicto Catalunya~España, otro tema que me produce tristeza, ciertamente, pero que dejo sin duda para otro día).

Termino diciendo que las palabras son armas poderosas. Yo trato de enseñar a mis hijos que hablando se entiende la gente, que siempre hay que argumentar una postura, una idea, que las palabras nos ayudan a lograr lo que queremos. Agradezco la educación recibida, que me permite comprender el lenguaje y jugar a crear mundos con él, a menudo mejores que el que tenemos. Quisiera que todos tuviéramos este arma para enfrentarnos a la vida en igualdad de condiciones. 




Monedero original de la Tieta-padrina

jueves, 24 de septiembre de 2015

Apolo el invisible

Hace muchos días que no publico nada en el blog y no quisiera perder a los pocos (pero fieles) lectores que tengo, así que transcribo un texto que escribí hace ya un tiempo. Desgraciadamente, no ha perdido su actualidad.
Espero que os guste. 








APOLO EL INVISIBLE




                                                                                    "No somos ladrones, ni hemos hecho daño a                                                                                               nadie. Sólo tenemos ciertos problemas para                                                                                             encontrar la alegría de vivir."

                                                                  Emigrante subsahariano entrevistado en las colinas del                                                                     Monte Gurugú, a las puertas de la ciudad española de Melilla








I.



Ya en Europa, en una ciudad del norte de España, Apolo, el invisible, despierta de un sueño sin sueños. El sol está alto y aprieta el calor. Se queda mirando sus pies, ahora fuera de las zapatillas, y da gracias a Dios por estar ahí un día más, unos Kms. más allá. Le parece que se conservan bastante bien, sus pies, para lo que les ha tocado vivir. Los acaricia. Cierra así el círculo de su cuerpo doblegado y en su interior se calma por unos instantes la tremenda soledad. Es un migrante que concede a sus pies la importancia que merecen. Allá fuera va pasando la mañana educadamente. Pero para Apolo no hay prisa, nunca hay prisa, ya.
Se despereza. Estira los largos brazos hacia arriba hasta que sus manos chocan con el cemento pulido del túnel donde ha pasado la noche. Con el tiempo el cuerpo se hace a dormir en cualquier superficie, en cualquier posición... a lo que no llega a a costumbrarse nunca es a la soledad del lecho. De nuevo su pensamiento está con Daphne ahora. Pronuncia su nombre en un susurro y la lengua acaricia suavemente los dientes por su cara interior, luego los dientes se clavan con delicadeza al labio inferior y con ese simple gesto parece que la invoca. Siente su dulce cuerpo como si estuviera ahí a su lado, respira su olor a mujer recién horneada como el pan de la mañana, ve sus dientes jóvenes y blancos sonreirle y decirle, ven, ven... La ve ahora trasteando por la casa, canturreando, sacudiendo las almohadas, removiendo el puchero, alisando la ropa que va doblando, alisándose el flequillo frente al espejo... siempre sonriente, siempre ella. Su sonrisa es algo que Apolo no olvida. Y algo por lo que merece la pena levantarse un día tras otro. Decide por fin salir del agujero, como una liebre sale de su madriguera, con las orejas tiesas, acuciada por el instinto de alimentarse.
Está ya atándose las raídas zapatillas desde el alcantilado de su estómago vacío, cuando ve acercarse por el descampado a un negro como él. Enseguida se da cuenta de que no es un hermano. No, ese hombre es un lobo, una hiena. Le ha visto y viene a por él.

Es importante la perspectiva. Perspectiva significa adelantarse a lo que va a pasar. Y Apolo ha aprendido, a fuerza de días y de muchas noches en vela, a tener perspectiva, aunque sea la perspectiva del miedo. Gracias a ella, Apolo le ve: un negro enorme, de unos 120 kilos (dos veces el peso de Apolo ese verano) que se le acerca a la velocidad de un rinoceronte enfadado. Lleva algo en la mano, una barra de hierro, un bate. Tiene el tiempo justo de cubrirse la cabeza con los brazos en cruz, antes de sentir quebrársele el hueso, tal vez más de uno, de la muñeca de su mano derecha. Un dolor atroz le atraviesa el cuerpo y parte su cerebro en dos como lo haría un rayo con un árbol. Imágenes del bosque se cuelan entonces por la brecha de su mente. De nuevo ese bosque mediterráneo, el olor a pino, a eucalipto, a tomillo y a romero. Otra vez ese dolor que le lleva al borde del desmayo. El Monte Gurugú, última parada antes del asalto a la valla de seis metros de alto que protege Melilla de personas como él. Porque son personas, aunque los soldados marroquíes les peguen como si fueran bestias de carga, y la temible "Guardia", la policía española, les envíe a golpes de nuevo fuera de sus fronteras, pasándose por el forro una y otra vez la Ley de Extranjería.
"Entrer c'est entrer!", "Entrer c'est entrer!", vuelve a oír Apolo gritar desesperado a Clément, su amigo, mientras se tapa como puede el corte en la cabeza con una gorra de lana sucia. ¡Cuántos compañeros heridos, mutilados, desaparecidos... muertos! Sólo la suerte o la mano de un Dios con algo de misericordia permiten que alguno de ellos consiga saltar la valla y esconderse en territorio español hasta que vuelva la calma. Y sólo la suerte o la mano de ese mismo Dios decide que ese pequeño héroe alcance las costas de la Península Ibérica, y se crea ya a salvo en Europa. Pero es una ilusión y ese Dios es inmisericorde, pues Europa ha sido guillotinada y sólo ofrece su cuerpo corrompido a los nuevos colonizadores furtivos como una prostituta rancia y descreída. "¿Es esto lo que habéis venido a buscar?", parece decirles con su sonrisa desdentada, separada de su cuerpo putrefacto, "¡No es mucho mejor que lo que ya teníais...!"
Pero uno emprende el viaje para vivir, Señora; para morir de asco uno se queda donde está. Y la rabia contra ese dolor insufrible por el que ya ha pasado Apolo en el Gurugú y del que se creía ya a salvo empieza a crecer y a crecer y levanta su cuerpo del suelo y consigue agarrar con determinación el objeto golpeante. Se lo quita de las manos y lo lanza tan lejos que no ven dónde cae. El agresor se queda mirando unos segundos el vuelo del arma como si de un pájaro prehistórico se tratase, mientras Apolo aprovecha su ensoñación para golpearle con el puño izquierdo en toda la mandíbula, haciéndole saltar dos dientes que van a parar al suelo, seguidos del propio agresor con la barbilla ensangrentada, demasiado perplejo para moverse.
Apolo se retira entonces de la escena como un felino herido, consciente al fin de su estado, el gesto desencajado, los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la mano derecha colgando del brazo como un milagro. Recorre unos kilómetros en dirección al centro, resoplando y sudando, fuera de sí, entre la euforia y el miedo, hasta que empieza a cruzarse con transeúntes que se apartan de él asustados como si estuvieran viendo al mismísimo diablo. Por fin llega a un callejón donde a media altura parpadea una cruz verde. Entra. Un anciano está hurgando en el monedero para pagar a la farmacéutica. No hay nadie más. Los dos se le quedan mirando. Apolo muestra su mano, que está extrañamente abultada y tiene ya un color morado, más oscuro que su propia piel. El anciano mira a la mujer. La mujer le devuelve la mirada. Ahora los dos miran a Apolo, sudoroso, suplicante, tan lleno de...rabia todavía.


- Please... -susurra enseñando la mano rota.

Por fin la farmacéutica reacciona. Le coge el brazo con cuidado y le dice que parece que está fracturada, que tendrá que ir al médico.

- To the doctor
- I'm ilegal
- En Urgencias te atenderán.

Le habla como a un niño. Busca algo en la estantería que tiene detrás.

- Es para el dolor. Tómalas poco a poco

Apolo asiente. Tiene ganas de llorar, pero sabe que no puede derrumbarse, que tiene que ser fuerte, una vez más. El abuelo mira a la farmacéutica y asiente: le acompañará a Urgencias. Total, está jubilado y no tiene nada más que hacer... Y sabe lo que es el miedo, lo ha reconocido al instante en los ojos de Apolo, no en vano ha luchado en una guerra y lo ha vivido de primera mano. Reconocería su olor a heces metálicas allá donde fuere. Siente que su deber es ayudarle.

-¡Ven!

Apolo coge la caja de Nolotiles que le tiende la farmacéutica y apresura los pasos detrás del anciano.

Por el barrio la gente conoce al abuelo. Todos le saludan hoy menos efusivamente que de costumbre, y es que el tipo negro que le sigue no invita a pararse a hablar del tiempo, precisamente. Apolo es consciente de su aspecto. En la farmacia había un espejo y ha tenido ocasión de verse después de mucho tiempo. Lo que Apolo ha visto: un tipo barbudo que le miraba con ojos de fuego y el pelo revuelto, con las narices excesivamente abiertas y los dientes amarillos. Camiseta sucia, grande para su cuerpo diezmado de largas extremidades, parecido a un saltamontes, polvoriento a la vez que grasiento, probablemente apestoso. No recuerda la última vez que se limpió el culo, francamente; aunque ahora no necesita ir al baño todos los días, puesto que no es raro que haya jornadas en que apenas ingiera nada. Pero el golpe en la muñeca le ha sacado de su letargo como de oso en hivernación. De pronto se ha sentido vivo. Tal vez había empezado, sin saberlo, el lento descenso hacia la muerte, y el golpe de un hermano le ha hecho despertar. Al fin y al cabo ¿quién era ese hombre? Un hermano, un ángel. "¡Despierta! ¡Espabila de una vez!" le ha gritado a través de su vara metálica. Ahora Apolo lamenta haberle roto dos dientes. Si no le doliera tantísimo la mano, hasta se reiría un poco del asombroso gancho de zurda que le ha soltado.

En Urgencias el abuelo habla con un hombre detrás de un cristal. Todos miran a Apolo. El hombre hace una llamada y les indica que esperen en la sala contigua. El blanco de las paredes resplandece tras el contorno de Apolo cuando se mueve, en contraste con el marrón oscuro de su piel. Ahora las sillas de plástico naranja de la sala de espera le parecen corchos salvavidas engarzados en medio del blanco y espumoso océano, y de nuevo le sobreviene la náusea. Se deja caer en uno de ellos, mareado. Dos días sin comer, 35 grados de temperatura exterior, la muñeca fracturada por varios sitios... Apolo está al borde de la inconsciencia. Un sopor que huele a algas podridas le nubla los sentidos y ya sólo oye el murmullo de las voces a su alrededor, puertas que se abren y se cierran, su propia respiración pesada...

Cuando despierta, tarda en reconocer el lugar. A ambos lados, asientos vacíos. Busca al viejo con la mirada, pero no está.











                                                           
II.



Hay que sacudir las almohadas o se les queda el hueco de la cabeza marcado, dice Molly, la madre. Daphne las sacude con fuerza y siente los pechos moverse dentro del vestido. El sol apenas asoma por entre los edificios. No mueve aire y ya se siente la peadez del tórrido verano. Se prevé otro largo día sin nubes. La sequía que asola el país llega ya al interior de las casa y penetra en sus habitantes, con efectos devastadores en sus almas. Dos años han pasado desde que Apolo se fue. Desde entonces ni una llamda, ni una carta, ni una señal de vida. Es Apolo el Invisible, aquí también y en la casa ya no se habla de Apolo. Ha desaparecido su foto del mueble del salón (todos sospechan de todos, sin que ninguno se atreva a acusar al otro, y en privado reconocen que dejar de ver su rostro a todas horas ha supuesto un alivio). Hace unos meses Daphne recogió de la calle un gatito abandonado y sin pensarlo mucho le puso el nombre de Apolo, así que cuando llaman al gato, cuando le increpan por hacer sus necesidades fuera de lugar o cuando lo arrullan al anochecer sentados en el sofá, involuntariamente llaman a Apolo el que se fue. Y el pequeño nuevo Apolo llena así los días de Daphne, a falta del Apolo verdadero, el hombre que se marchó en busca de un futuro mejor para ella y su familia.

Dominique, el padre de Daphne, conserva gracias a Dios su empleo de conductor de autobús en la KSB, los azules. Para ir a trabajar se levanta cada día a las cinco de la mañana, y no vuelve hasta pasadas las siete de la tarde, cuando el sol es ya horizontal y lame el reverso de las hojas de los árboles. Cuando llega a casa besa a su esposa y a su hija y se agacha para rascarle la cabeza a Apolo, que ha corrido a sus piernas en cuanto ha oído la puerta. Poco hablador, se retira a asearse del polvo del día y se dispone a cenar con apetito comedido, acostumbrado como está a largas horas de ayuno. Molly sirve la cena con sus manos artríticas. Habla de parientes y vecinos del pueblo que hace años que no ve como si hubiera pasado la tarde con ellos. Echa de menos el pueblo, Molly. En el piso se marchita como un higo y a menudo sueña que pasea por sus calles sin asfaltar o que está en su antigua cocina de leña, en su antigua casa de adobe.

La vida en la ciudad es triste y monótona. Daphne tampoco se libra y malgasta su juvenud en ella, esperando a Apolo. Y mientras en el pueblo natal de Molly los olores pasen libres de casa en casa, en la ciudad cada olor se preserva detrás de cada puerta como un elixir, sin caer en la cuenta sus moradores de que de añejo ha pasado a rancio. Después de cenar Daphne recoge la mesa y se retira a la cocina mientras sus padres ven un poco la tele. Es ahí, en la intimidad de la cocina, mientras observa sus manos fregar los platos, cuando el recuerdo de Apolo se le aparece con más nitidez. Puede ver sus ojos listos que le sonríen con picardía, sus labios perfectos que son como almohadas donde reposar el alma. Puede sentir sus manos calientes acariciándole el vientre, los muslos, el cuerpo entero, mientras le susurra al oído que es la mujer de su vida, que no podría vivir sin ella...
Y sin embargo no pudo retenerlo. Nadie pudo retenerlo. Dijo que era algo que "tenía que hacer". Que volvería a buscarla, que mandaría dinero, que se labraría un futuro fuera de allí, que volvería a buscarla. Y se fue. Hacía ya dos años. Ni un mensaje, ni una llamada, ni una carta desde entonces.

Daphne no tiene miedo de que Apolo haya muerto. Eso no lo piensa porque Apolo es alto y fuerte y tiene mucha determinación. No, el gran temor de Daphne es que Apolo haya conocido a otra mujer y se haya olvidado de ella. Y si Apolo duerme abrazado a otra mujer... ¿no tiene ella derecho a saberlo?
Se le rompe el corazón si lo piensa y se le escapa de los dedos el vaso que está enjuagando. De repente son fragmentos cubistas lo que ve del fregadero y de sus propias manos. Mi amor, mi vida, mi todo...
Seca las lágrimas a la par que la vajilla, todas las noches el mismo ritual, la misma duda, el mismo dolor localizado en el pecho.
Daphne ser convierte en un árbol que espera.








III.



Le han enyesado el antebrazo y se lo han puesto en cabestrillo. Una mujer de unos cincuenta años, de grandes y profundas ojeras, le ha estado haciendo preguntas en un mal inglés y le ha indicado un centro donde le darán comida, ropa limpia y podrá pasar la noche. Apolo no se fía. Cuando cruzó el mar ya estuvo en uno de esos centros y en cuanto pudo mantenerse en pie le dieron la patada y a la calle otra vez. La policía les vio cómo salían, él y otros hermanos, y esperó a la noche para darles caza. Recuerda que en África los blancos criaban animales en las reservas para luego organizar safaris y abatirlos con sus rifles de largo alcance y mirilla telescópica, como si eso tuviera algún mérito. Leones, elefantes, rinocerontes... animales nobles que caían desplomados sin saber siquiera quién era su enemigo. Así visto, pudiera parecer que el hombre blanco necesita cazar seres indefensos para sentirse poderoso; y Apolo no se acostumbra a ser su presa.

Ahora pasea sus pensamientos por esta ciudad extrañamente tranquila. Hay gente durmiendo en los parques, en el césped, debajo de los árboles. Todos en la ciudad van vestidos de blanco y llevan un pañuelo rojo en el cuello. Mayores y niños, todos vestidos de blanco. ¡Extraña ciudad bicolor! La gente parece contenta y, lo que es mejor, nadie repara en él. Hay músicos por las esquinas, magos, vendedores de globos, grupos de adolescentes borrachos andando por entre los coches, parejas abrazándose en los portales. Apolo relee el papel con la dirección que le ha dado la mujer seria. Piensa que por lo menos hoy tiene a donde ir, que siempre es mejor que vagabundear sin otro destino que el del siguiente contenedor de basura, y que le espera un plato caliente que llevarse a la boca. Hoy ha comido una palmera de chocolate y una coca-cola que le ha sacado la mujer de la máquina, no está mal, y antes de eso, medio bocadillo que encontró en la basura hace ya dos o tres días... Pero nunca es suficiente, como un náufrago nunca aplaca la sed... y es mejor que no siga pensando en comida o las piernas le flaquean. Entra en una tienda de periódicos y le muestra el papel al señor del bigote que está detrás del mostrador. Éste asiente y sale con él a la puerta para señalarle por dónde tiene que ir. Debajo del bigote vive oculta una sonrisa tranquila.

Maravillosa ciudad, piensa Apolo, a Daphne le encantaría. Y por primera vez en muchos meses él también sonríe, contagiado del espíritu festivo de la ciudad. Unos metros más adelante, un violonchelo y un acordeón apostados en una esquina atraen con su sonido los pasos de Apolo y por unos minutos no hay hambre ni soledad ni dolor. El lenguaje universal que es la música le habla de amor, de paz, del sueño eterno del paraíso. Se le cae de las mano el papel con la dirección. Un niño a su lado lo recoge del suelo y se lo devuelve y cuando sus deditos rozan los suyos, las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos en un torrente que ya no es capaz de parar. Se aleja del corro, avergonzado, sintiendo la mirada intrigada del niño en su espalda, hasta que al doblar la esquina no aguanta más y tiene que sentarse en un portal para vaciar toda sus congoja.
Han hecho falta un gigante con un palo, un compositor muerto hace siglos, dos músicos callejeros y un niño inocente para devolver a Apolo a la vida. Apolo el invisible ha recuperado el color. Ahora llora por la luz del sol que ilumina su cabeza de Homo Sapiens y también por la oscuridad que un mal día se cernió sobre ella. ¿Cuándo se torció el camino de su vida? ¿En qué punto el cielo se oscureció y no hubo más esperanza, más alegría de vivir? Llora por Daphne y por el teléfono móvil y la cartera que le robaron. Por sus hermanos muertos en el camino. Por la suerte inmensa que tiene de seguir vivo.
Mientras tanto, ajena a él, la ciudad baila la alegría de sus fiestas patronales. Hordas de ciudadanos y visitantes pasean arriba y abajo por la céntrica calle llena de bares y tabernas donde Apolo sigue sentado, la cabeza entre las piernas, como un borracho más. Cuando agotado por fin levanta la vista, la calle está entrando en la penumbra pero aún es de día. Le duelen los ojos y el diafragma a causa de la llorera, pero de alguna manera se siente aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Se levanta y aspira el aire caliente de la tarde. Una mezcla de olores le llena los pulmones: vino, cerveza, orines, aceite de freír... el combustible perfecto para volver a arrancar.

Tan sólo cinco minutos más tarde está llamando al timbre de una puerta sin letrero aparente. Le recibe un hombre joven, alto como él, serio, con barba de dos o tres días. Le pregunta algo que Apolo no entiende y éste le tiende el papel que le dio la mujer en Urgencias. El hombre le hace pasar y le invita a tomar asiento. La casa es vieja pero está limpia. Hay plantas por todas partes y un gran mapa-mundi enmarcado en la pared, encima de un sofá marrón. Archivadores, un ordenador, muchos papeles encima de una mesa.
El hombre se presenta, con un suspiro y una sonrisa triste. Parece fatigado:

- Soy Marcelo. ¿Y tú? Quel est ton nom? What's your name?
- Apolo
- Bien, Apolo... Where are you from? How old are you?

El interrogatorio es bastante exhaustivo y se prolonga durante quince largos minutos. Apolo está tranquilo; no tiene nada que perder. Finalmente Marcelo teclea las últimas líneas en su ordenador, le mira a los ojos y le explica una a una, muy despacio, como si ésa fuera la parte más importante y la que menos le gustara tener que tratar, las normas de la casa. Le guía escaleras arriba para mostrarle las habitaciones, un salón con más plantas y una tele y un baño con ducha. Algunos rostros serios y silenciosos les observan. Marcelo rebusca en el armario empotrado del pasillo y saca una muda completa para Apolo. Se disculpa por no poder ofrecerle unas zapatillas nuevas, pero en ese momento no tiene ningunas. Le asigna una cama en la parte baja de una litera, le da una toalla y una bolsa de basura y le comunica que a las 20:00h se sirve la cena en la planta baja, que no se retrase.
Apolo se queda solo en la habitación, en silencio. Le llega el sonido amortiguado de la tele en el salón. No quiere tumbarse en la cama para no manchar la colcha y se queda de pie, con la ropa limpia y la toalla entre las manos, pensando que tiene mucha suerte. Decide ir al baño. Se cierra el pestillo y se va quitando la ropa con torpeza delante del espejo. El brazo escayolado le pesa como si llevara colgado de él un saco de piedras. La imagen de su cuerpo desnudo, con todas las costillas marcadas, le sorprende. Está en los huesos, como se suele decir, pero está vivo. Envuelve el brazo roto en la bolsa de basura y se mete en la ducha. Deja que el agua resbale por su piel, que en contraste con las baldosas y el blanco de la bañera, le parece más negra que nunca. Se enjabona y se enjuaga una y otra vez. Gasta medio bote de champú. Frota con la mano buena cada centímetro de sus cuerpo hasta arrancar cualquier resto de suciedad, mientras disfruta del olor a limpio que le envuelve. Siente que hoy empieza una una nueva vida y quiere estrenarla bien limpio. Cuando al fin sale de la ducha, rejuvenecido, siente como si hubiera vuelto a nacer. Sigue estando, sin embargo, en los huesos, y necesita urgentemente un corte de pelo. Encuentra en el armarito del espejo unas tijeras de uñas y una maquinilla de afeitar con recambios y hace lo que puede con su barba enmarañada, pero se cansa pronto y se deja una gran perilla. A continuación se viste con la ropa limpia, que huele tan bien que tiene que contenerse para no volver a llorar. Abre el pestillo. Sale al mundo.

Durante la cena, los chicos hablan poco y comen con educación. Hay blancos y negros, ninguno pasa de la treintena, todos bien peinados y aseados. Marcelo le ha explicado que en el albergue se pueden quedar como máximo cinco noches, así que todos están de paso, ninguno se conoce el sitio como para actuar con familiaridad y reina una calma rara. Luego está el miedo a lo que vendrá después, que parecen compartir todos al igual que la mesa o el mantel, y que no les permite nunca relajarse del todo.
Ooooh... la sopa le está sabiendo riquísima a Apolo, y el pan, y las hamburguesas con patatas fritas congeladas y hasta la sandía de postre está impresionante... La mano sigue doliéndole pero mucho menos. Está contento. Sigue pensando que ha tenido suerte. Hasta fantasea con la idea de quedarse en esta ciudad y aparca por el momento su idea original de llegar a Francia. ¡Cinco noches! ¡Cama y comida caliente durante cinco noches! No se puede pedir más, piensa mientras recoge los platos y los mete en el lavavajillas como ha visto hacer a los demás. Algunos se sientan en el salón a ver la televisión; otros como Apolo, se retiran a su litera a descansar. Cada cual se rodea de sus propios fantasmas.

Pero Apolo por alguna razón no puede dormir. El techo de la litera sobre su cabeza le resulta un poco asfixiante y encima, su compañero de cuarto, un chico camerunés de poco más de quince años, ronca como un cerdo. A fuera se oye alboroto, gritos, música... Cierra de nuevo los ojos y lo intenta de nuevo. No puede. Se viste y baja a la calle. Un cartel en varios idiomas le confirma lo que ya le dijo Marcelo: la puerta del albergue permanecerá cerrada de 23:00h a 7:00h. 
Un reloj en la pared informa: faltan cinco minutos para las diez del día 9 de julio de 2015. No tenía ni idea de qué día era... En fin, que tiene todavía una hora para darse una vuelta. Decide fiarse de su sentido de la orientación, pues de momento no le ha fallado nunca y le ha llevado casi a la frontera con Francia a través de cientos y cientos de kilómetros, pero por si acaso comprueba que sigue llevando encima el papelito con la dirección. Cruzando la portería una explosión le hace dar un brinco. Al cabo de poco se produce otra. Sigue a la riada de gente que parece encaminarse a un parque y se sienta en el césped junto a ellos. Es la primera vez que Apolo ve fuegos artificiales y le parece lo más bonito que ha visto jamás. Cuando termina el espectáculo en un festival de luces de colores explotando a a la vez e iluminando el cielo, Apolo aplaude como un niño, aún con el brazo escayolado, abrumado por la emoción. La gente empieza a levantarse. Pasa una mujer asiática vendiendo juguetes fluorescentes y peonzas que hacen luz. Algunos niños comen una especie de nube rosa sujeta a un palo que es más grande que ellos.
Apolo se deja llevar de nuevo por la multitud. Ve a hermanos negros vendiendo gafas de sol y sombreros encima de pañuelos en el suelo y mientras pasa por debajo de una enorme noria iluminada, piensa que él también podría hacerlo, vender gafas y sombreros y ganarse la vida. Cruza por delante de un escenario donde una banda muy ruidosa interpreta canciones que todo el mundo corea y baila animadamente. La cantante lleva una minifalda elástica y unas botas que le llegan más arriba de las rodillas. Apolo se queda un rato observando esas piernas que no dejan de moverse bajo la falda. Luego sigue avanzando sin rumbo, dejándose arrastrar, sin acordarse de que sólo dispone de una hora si quiere dormir en el albergue. Pasa un grupo de chicas muy contentas y una de ellas le pone a Apolo un pañuelo rojo en el cuello sin dejar de sonreír, mientras su amiga les saca una foto con el móvil. También Apolo sonríe. Con la camiseta limpia y el pañuelo, Apolo es ahora uno más entre el montón y por primera vez disfruta de su anonimato. Siente un calor por dentro que no puede explicar... unas ganas de vivir que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Piensa: si es así como se vive en Europa, yo quiero vivir en Europa, no pienso volver sobre mis pasos jamás. Deslumbrado por las luces de la fiesta, se mezcla entre el gentío y se cuela en sus bailes, en las cenas que las cuadrillas celebran en la calle, donde le invitan a un vino y a una copa. Un grupo de chicos sentados en una plazoleta tranquila le pasan un porro y se echa con ellos unas risas a costa de no sabe muy bien qué... Se junta luego con unos canadienses que le preguntan de dónde viene y qué le ha pasado en el brazo, pero no están realmente interesados y más se fijan en las mujeres de grandes pechos con camisetas blancas ajustadas que pasan a su lado. Apolo se ríe. Es feliz. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que fue feliz?

La noche avanza y arrastra a Apolo hacia adelante. Se mete en bares donde no cabe un alfiler y baila entre hombres y mujeres felices que entrechocan sus cuerpos con el suyo sin preguntarse quién es, de dónde viene, si tiene papeles o no... Piensa: si ahora me muero, habrá valido la pena el esfuerzo, pero alguna cosa en su interior le dice que todavía no ha llegado la hora de su muerte y entonces repara en una chica de blanco, menuda, de pelo largo y liso. Baila sola en un rincón con los ojos cerrados, a Apolo le parece que con cierta gracia. Suena James Brown a toda máquina y Apolo decide ir hacia ella. Todavía no ha abierto los ojos. Alguien le planta a Apolo un gorro de cowboy en la cabeza y se va. Ahora Apolo parece el protagonista de la última película de Tarantino, aunque él no pueda saberlo, pero cuando ella por fin abre los ojos y se lo encuentra bailando enfrente, la parece que está viendo a ese actor y se ríe, sorprendida. Apolo la coge por la cintura y acerca su cuerpo al de ella, balanceándose al compás de la música. Ella se deja hacer, divertida. Una marea humana les empuja contra la pared y, así apretados, con las cabezas muy juntas, él le dice que se llama Apolo.

- Diana
- What?
- ¡Di-a-na!
- ¡You dance very well, Di-a-na!

Ya en la calle, después de muchas canciones, Diana le mira de arriba a abajo sin dejar de sonreír.

- ¿Les tienes mucho cariño a estas zapatillas? -bromea. - ¡Tío, están hechas polvo! 

Pasan la noche de bar en bar, cada vez más unidos, cada vez más borrachos, compartiendo algún beso fugaz de cuando en cuando. Diana paga las cervezas sin preguntar por qué Apolo no saca la cartera ni una sola vez. En algún momento de la noche, Diana se encuentra con unos amigos y la invitan a pasar por el baño. Diana le dice que son dos, señalando al cowboy. Y así cuando llegan al baño tienen dos rayas de cocaína preparadas encima de la tapa del wc. Apolo observa cómo Diana se agacha y aspira el polvo blanco a través de un billete de veinte euros hecho un rulo. Hace lo mismo que ella. Cuando termina, encuentra la mirada de ella clavada en sus ojos y se besan largamente y con deseo. Algo explota en el interior de Apolo como una bomba retardada y hace que se sienta como un dios, inmortal. Meses de austeridad, carencias y necesidades, largas noches de incertidumbre y miedo, horas de dolor físico y arrepentimiento... se borran de un plumazo con un poco de buena música, algo de alcohol y una pizca de otras drogas, como si de una poción mágica o un encantamiento se tratase. Con Diana sólo existe el hoy y el ahora.

Llegan de la mano a una parada de autobús y se montan en él. El chófer, harto de fiesta y de borrachos, conduce como si llevara un rebaño de ovejas y Diana no para de reírse a cada sacudida. A Apolo le parece que su risa es como cubitos de hielo en un vaso sin agua. Por un instante se pregunta dónde está y quién es esa desconocida. Pero está fascinado por ese cuello blanco de cigüeña y ese pelo liso color avellana, recogido en una cola de caballo. La coge por la cintura y se la sienta encima, luego mete la mano dentro de su pantalón y la posa sobre su pubis estrecho.
El barrio donde vive Diana queda algo lejos y por la ventanilla sucia Apolo ve pasar pisos y calles donde piensa que la gente tiene que ser muy feliz y no puede evitar envidiar su suerte y siente ganas de gritarles que disfruten mientras puedan porque el resto del mundo no es así, es mucho más gris.

Diana ha empezado a acariciarle el muslo por encima de los vaqueros y ha desencadenado sin saberlo el principio de algo imparable, algo largo tiempo postergado. A duras penas Apolo consigue llegar al quinto piso del bloque de apartamentos donde vive Diana, tal es la fuerza que ya siente entre las piernas. Ya en la habitación, de pie frente a la cama, Apolo muestra a Diana una formidable erección y mientras la penetra una y otra vez por detrás, se ve a sí mismo como un león montando a la leona en plena sabana.
Diana se corre antes que él, muy pronto, piensa Apolo, que sigue entrando y saliendo de ella como una sex machine hasta que siente venir el torrente y se corre largamente dentro de ella, tan largamente que en verdad no sabe si se ha corrido o se ha muerto, pero le da igual...

Antes del amanecer follan todavía dos veces más. Luego se duermen, abatidos por enemigos que ni siquiera imaginan.            







IV.



Una amiga de Daphne tiene ordenador. Anda todo el día conectada a Internet, perdiendo el tiempo y haciendo como que estudia. Y por una de esas misteriosas e infinitas conexiones que conforman la red de redes, casualidad o destino, se topa con el blog de una estudiante norteamericana que cuenta sus vacaciones en España. Se queda de piedra cuando le parece ver a Apolo en una de las fotos. Está mucho más delgado y está raro, pero es él, no hay duda. Telefonea a Daphne.

Lo que me cueste llegar, responde con un hilillo de voz su amiga. Y en menos de una hora, Daphne ve la foto y sufre un ataque de ansiedad que la obliga a salir a la ventana para poder respirar. El aire caliente de agosto le abofetea el rostro y la visión del skyline de Nairobi le parece irreal. Coge fuerzas para volver a entrar y, con sus enormes ojos marrones escuadriñar cada milímetro de la cara de Apolo. No hay duda de que es él. Pero ¿quién es la rubia que le acompaña? ¿Por qué le pasa el brazo alrededor del cuello? ¿Por qué está Apolo tan contento? ¿Y ese pañuelo rojo? Preguntas lanzadas al aire que nadie puede responder y quedan flotando en la habitación como una nube tóxica. La amiga no sabe qué hacer. Ha dudado si enseñarle o no a Daphne la foto, pero para qué mentir, desde el principio sabía que se la iba a enseñar, aunque ahora que la ve tan alterada se arrepiente un poco... Pero es mejor saber, Daphne, es mejor saber, le dice tratando de consolarla.
Sí, responde Daphne, ahora ya sé que mi peor temor se ha cumplido: Apolo ha encontrado a otra mujer. Honestamente, hubiera preferido conocer la noticia de su muerte.

Una Daphne malherida sale dando tumbos de la casa de su amiga, con un dolor que no podría describir ni a su propia madre. La amiga observa desde la ventana y le parece ver un reguero de sangre tras los pasos de Daphne, aunque puede que sólo sea su sombra. Entre las fachadas viejas y desconchadas del barrio, bajo el cielo amoratado de Nairobi, otra vida se trunca en el mundo. 






                                                                                                             FIN