"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

jueves, 5 de enero de 2017

LA NIÑA QUE RECOGÍA PIÑONES



Este cuento se lo quiero dedicar a a Lucia Berlin, el descubrimiento literario del año para mí. Sus cuentos son tan buenos, tan exageradamente buenos, que sólo me queda intentar imitarla y aunque sé que estoy a años luz de su escritura, su talento me da ánimos y me alienta a seguir intentándolo. Para mí hay dos clases de escritores/as: los que después de leerlos me dejan con las ganas de escribir, y los que no. Lucia Berlin no sólo me ha dejado con unas ganas inmensas de seguir escribiendo, sino que su universo ya forma parte de mi alma, (como el de todos los otros grandes escritores que consiguen escribir sobre el alma humana). Si todavía no habéis leído a Lucia Berlin, no tardéis en hacerlo. Os dejará k.o., y entenderéis que la vida es demasiado corta para no vivirla intensamente.








LA NIÑA QUE RECOGÍA PIÑONES



Esta es la historia de H, la niña que recogía piñones detrás de los muros de su colegio.
Le enseñó su abuelo, antes de que se lo llevaran al asilo y dejara de existir para los demás. Tampoco era algo que H compartiera con nadie, a parte de su hermana pequeña E. Porque el resto de la gente, extrañamente, no conocía los piñones, no sabía que había que agacharse para cogerlos del suelo y que unas veces eran negros como el carbón y otras marrón clarito como el mismo suelo. Y mucho menos sabían que había que partirlos con cuidado para no aplastar la semilla blanca y sabrosa de su interior. Detrás del edificio del colegio donde acudía H desde que tenía recuerdo, crecían tres enormes pinos del mediterráneo, verdaderas raras avis por esas latitudes, pues H y E vivían en una ciudad norteña, de clima marcadamente pre-atlántico, con inviernos blancos y veranos cortos. Cómo habían enraizado allí hasta convertirse en unos señores pinos era un misterio. Lo más probable es que alguien los plantara con algún propósito hacía décadas, puede que movido por la nostalgia o por la curiosidad.
El caso es que a H le gustaba darse una vuelta por el desangelado bosque que quedaba detrás del colegio y al que nadie acudía. En la cara oculta del moderno colegio público, allí donde se acumulaba la suciedad y los desperdicios que el barrio y el mismo colegio fabricaban diariamente, H se sentía por fin libre y tranquila. Aquí nadie la llamaba "Foca empollona", ni se metía con ella por su forma de vestir. Aquí no venía nadie. Todas las madres pondrían el grito en el cielo si llegasen a enterarse de que algún hijo suyo merodeaba por esa zona. Así que cuando cada tarde H y E desaparecían sin hacer ruido por la pared lateral del colegio, diríanse las hermanas invisibles, se encontraban totalmente solas en el bosque. En el bosque reinaba un raro silencio en comparación con el patio del colegio. Por encima de sus cabezas se colaban retazos de cielo, de distinto color según el día, y justo debajo de sus pies, un suelo irregular lleno de trampas les recordaba que la vida no era como la pista del polideportivo, lisa y previsible, sino más bien terra incognita, tan plagada de peligros como de tesoros maravillosos. Cuando no hacía demasiado frío, H se ataba el anorac a la cintura pero dándole la vuelta, de manera que la capucha le quedaba bajo el vientre, y ahí iba depositando todo lo que encontraba. Cualquier cosa era susceptible de engrosar la colección de tesoros de las niñas: un pintalabios gastado, un paquete entero de kleenex, una figurita de Huevo Kinder, una canica que parecía mordida, una horquilla con una flor... Había también cosas prohibidas incluso de tocar: jeringuillas, condones usados, cucharillas herrumbrosas... E la seguía -la hubiera seguido al fin del mundo- e imitaba sus movimientos detectivescos.

- Mira, E, si te comes este piñón, ¡vas a tener la fuerza de un pino! Porque de un piñón como éste salieron un día estos pinos que ves.
Y E seguía con los ojos brillantes el grueso tronco que le señalaba su hermana hasta la copa, mientras saboreaba el piñón con esperanza.
- Me lo contó el abuelo. Así que es verdad, E, no me lo estoy inventando.

Las dos niñas vivían relativamente cerca del colegio, a una media hora andando al paso de dos niñas de ocho y cinco años, y al contrario que a los demás niños, nadie iba nunca a recogerlas a la puerta del colegio con la merienda, sino que H llevaba colgada del cuello la llave de casa -una llave simple, todavía reluciente- y se esperaba de ella que regresase junto con su hermana al terminar las clases, apañara algo de merienda para las dos, hiciera sus tareas, calentara al microondas la cena y esperase ya en la cama el regreso de su madre del trabajo.
H era la niña que todas las madres soñaban tener: lista, limpia, responsable, cariñosa... Lástima que normalmente su propia madre estuviera demasiado bebida para darse cuenta. Hay niñas que son así: mayores desde que nacen. Por supuesto que juegan y tienen que aprender todas las cosas de la vida como cualquiera, pero su mirada es la de un adulto y sus pensamientos a menudo más sensatos que los de algún adulto. Sólo hay que fijarse en la forma que tienen estas niñas de abrocharse el abrigo, hasta el último botón y sujetarse el cinturón bien alisado, ponerse el gorro, los guantes, la bufanda... no importa que se esté haciendo tarde... O en la forma de subrayar con regla los títulos de la tarea, con bolígrafos de distintos colores, con su correspondiente tapón, perfectamente alineados esperando su turno... A esas niñas no cuesta imaginarlas de mayores; da la impresión de que poco cambiarán o nada. Bueno, pues así era H. (Con los años se convertirá en una mujer fuerte, de silueta redondeada y grandes pechos como su madre. Usará gafas toda la vida y la melena lisa castaña con flequillo será su único corte de pelo hasta el final. Terminará el Instituto y el Bachillerato con buenas notas a pesar de las dificultades. Pero de nuevo su sentido del deber hará que solicite un empleo en una oficina notarial, primero como chica en prácticas a media jornada y al final de su vida laboral como Secretaria de Dirección. No cursará la carrera de Filología como le habría gustado y pasará largos años en el mismo despacho, peleando con la misma fotocopiadora, recibiendo la misma felicitación navideña. Tampoco tendrá mucha suerte con los hombres, que en general no estarán a la altura de su sentido del deber. Hacia el final de su vida encontrará una persona que se enamorará de la fuerza de su alma y la querrá profundamente, pero para entonces H estará ya muy desengañada de la vida y con la autoestima demasiado baja para dejarse querer de verdad.)

El padre de H era camionero y pasaba semanas fuera de casa haciendo "portes", muchos de ellos en el extranjero. Cuando aparecía, siempre por sorpresa, siempre sin avisar, les traía algún regalo a las niñas y las besaba con amor verdadero y con una barba que pinchaba demasiado. A H le enamoraba el olor a hombre de su padre, tan diferente de cualquier otro olor, y no se despegaba de él hasta que éste se enfadaba o se tenía que ir de nuevo a toda prisa porque le había salido otro porte. Su madre, cuando el padre aparecía, se volvía misteriosamente menos blanda para abrazar, con más aristas. Había que vigilar de no hacerla enfadar porque saltaba por cualquier tontería. H no comprendía por qué no se mostraba más contenta cuando venía papá... y le daba miedo que su padre se diera cuenta y no le apeteciera venir más a casa. Pero su padre no parecía enterarse de nada y se dedicaba a tomarle el pelo a su mujer, mientras le acariciaba los pechos por debajo del jersey cada vez que podía y se reía a grandes carcajadas. H adoraba a su padre. Su beso antes de acostarse era especial y siempre iba acompañado de un "sois las dos niñas más guapas del mundo" y de ese olor delicioso a aftershave y a tabaco.
El resto de días era lo mismo: su madre las despertaba sin mucho entusiasmo, les preparaba el colacao y las galletas para desayunar, les ayudaba a poner el abrigo y las despedía con un beso en la cabeza y su eterna sonrisa triste. Los días que llovía, que en esa cuidad eran muchos, H cogía el paraguas negro de la madre y E uno pequeño de Dora Exploradora que antes había sido de H. A menudo H se preguntaba qué haría su madre toda la mañana, cuando ellas estaban en el colegio... pero no se atrevía a planteárselo directamente porque una vez lo intentó y su madre le contestó hecha una furia, como si por el sólo hecho de haber preguntado, H ya estuviera tachándola de vaga... -Todo fue porque M, una amiga de H, le contó un día que su madre tomaba clases de pintura y estaba haciendo unos cuadros muy bonitos; así que H pensó que su madre podría hacer lo mismo-.

Todos los niñas y las niñas de la clase de H acudían a alguna extra escolar cuando salían del cole. Algunos, incluso a más de una... música, baile, patinaje, inglés, kárate, pintura... palabras llenas de misterio que sonaban maravillosamente bien a oídos de H. Pero ellas tenían que ir directas a casa. H no se quejaba, sabía que no se podía, el dinero de su madre trabajando en la limpieza del hotel daba justo para pagar el piso, la luz y poco más, y suponía que tampoco lo que ganaba su padre tenía que ser mucho porque, al contrario que los niños de su cole, ellos nunca se iban de vacaciones a ningún lado ni tenían ordenador, ni Wii, ni tablet... Aun así su madre les aseguraba que no eran pobres (pobre es el que no tiene para comer), pero ni siquiera a la pequeña E se le escapaba que su familia era un poco más pobre que las demás.
Y luego estaba la cuestión de la ropa. Una vecina les pasaba bolsas enteras de ropa usada de su hija adolescente, algo pequeña para su edad, que con un par de apaños, H heredaba año tras año, seguida de E, claro está, que se llevaba siempre la peor parte. Por suerte para E, a los cinco años todavía el envoltorio no contaba a la hora de jugar, ni los adornos, ni el color de la piel... y de alguna manera H lo comprendía y nunca se le ocurría contarle a su hermana lo mal que se lo hacían pasar algunas niñas de su propia clase. Ya tendría tiempo de conocerlo por sí misma.
Si algo tenía H, es que sacaba unas notas excelentes. No le costaba estudiar; es más, se puede decir que lo necesitaba. Sentía deseos de estudiar y el día (raro) en que no le mandaban tarea para hacer en casa, se sentía decepcionada, y se dedicaba a repasar la lección o a leer las novelas de su abuelo. Su madre había conservado milagrosamente en una estantería del mueble del salón todos los libros que su suegro había acumulado con los años. Se trataba de ediciones baratas de tapa blanda, de páginas amarillentas y ásperas al tacto. La mayoría eran novelas del oeste o de terror, cuarenta o cincuenta a lo sumo, todas con unos dibujos a todo color en la portada que parecían acabados de pintar, como si todavía gotearan tinta y que a H le fascinaban. Así que mientras E se distraía vistiendo y desvistiendo una y otra vez a sus muñecas compulsivamente, H leía historias de fantasmas, de muertos que regresaban de sus tumbas o de cowboys que volvían a su rancho de Idaho o Montana después de haber andado por todo el oeste, a vengar la muerte de su padre o a recuperar el amor de su infancia.
Había muchas palabras que H no entendía, pero eso no le suponía ningún problema, sabía que tarde o temprano terminaría por comprenderlas.
El mundo era mucho más complejo de lo que sus compañeros de clase creían saber... Y entender eso, a menudo hacía que H fuera más feliz. Era una niña atenta al mundo que la rodeaba, a todo lo que la rodeaba, sin excepción.
Cuando Hillary Clinton perdió las elecciones presidenciales en Estados Unidos, H se sintió decepcionada. No entendía nada de política, pero la cara de Trump le daba escalofríos y se había encariñado con Hillary, básicamente porque se llamaba como ella y porque su padre le dedicó un comentario favorable una noche viendo la televisión.
- ¡Hilaria! ¿En qué piensas, hija? llevo media hora llamándote... Tendrías que ir a la tienda de Lola a ver si te fía un litro de leche y unos huevos... y una de vino, también. Mejor llévate a tu hermana. Y cógete la llave, así no tienes que llamar.
Era sábado a media mañana y su madre se acababa de despertar. H y E habían desayunado viendo los dibujos, se habían vestido y habían arreglado las camas. Sin otro quehacer, esperaban a que su madre se despertara intentando no armar escándalo, H leyendo y E maquillando por enésima vez a sus muñecas con los rotuladores.
H suspiró. Sabía que era inútil protestar. Las dos hermanas se miraron y asintieron. Por suerte Lola era tan buena que nunca les ponía mala cara a las niñas. Al contrario, siempre les hablaba muy suave y a H le parecía que cantaba mientras enumeraba los productos que iba introduciendo en una bolsa. Los huevos, la leche y el tetrabrick de vino, todo lo apuntaba luego en una libreta de espiral. Entonces, como un ritual, E tenía que preguntar "¿no se olvida usted algo, Señora Lola?", y Lola se ponía la mano a la cabeza y exclamaba "¡Por Dios, qué cabeza!", se iba al rincón de las chuches y les sacaba a las niñas dos chupa-chups. A cambio les pedía un beso a cada una. H salía de la tienda con la sensación de que el intercambio no era justo para Lola y de que siempre salían ellas ganando, pero parecía que las cosas tenían que funcionar así o de lo contrario había peligro de que ocurriese una desgracia. Como aquella vez que a Lola sólo le quedaba vino del caro y H decidió no traer, sabiendo que no podrían pagarlo. Su madre se enfadó de tal manera que cogió el poco dinero que H tenía ahorrado en su hucha y se fue ella misma a comprar la botella. Después de eso H tiró la hucha a la basura y decidió que en el futuro, cuando tuviera edad de trabajar, todo el dinero que ganara sería para ella y para nadie más.

Con los años, la dependencia del alcohol de su madre no hizo sino aumentar. Hasta su padre, que de normal no se enteraba de nada, cuando venía a casa notaba que algo no iba bien. Y eso que Esmeralda, la madre, escondía bien el vino para que su marido no lo viera. Y la botella de vodka detrás de la lavadora. Una noche las niñas escucharon una discusión. Y a partir de esa noche hubo muchas más. Gritos y peleas que terminaban con mamá largándose a la calle dando un portazo. H tenía diez años cuando una tarde llamaron al timbre de casa. Como tenían órdenes de no abrir a nadie si estaban solas, las dos niñas siguieron a sus cosas, ignorando el timbre. Pero éste sonó y sonó insistentemente. No había manera de concentrarse con el libro. Luego sonó el teléfono. Nadie llamaba nunca. Sólo su padre cuando muchos llevaba días fuera, algunos vendedores de seguros o de telefonía, o en una ocasión su madre desde el trabajo, porque E estaba con fiebre... Nadie más.

- ¿Dígame?
- Hola. ¿Eres Hilaria?
- Sí.
- Mira, estamos llamando al timbre de tu casa pero no abrís...
- No. No podemos.
- Ya. Mira, Hilaria, resulta que tu madre ha tenido que ir al hospital porque no se encontraba muy bien y hemos venido a comprobar que tú y tu hermana estéis bien.

-
- Estamos bien. ¿Qué le ha pasado a mamá?
- Pues... nada grave... Pero igual tiene que pasa la noche en el hospital, por si acaso, ¿entiendes? Y nosotros no podemos dejaros solas toda la noche...
- ¿Podemos ir a verla?
- Es mejor que no, ha dicho el médico. Mañana seguramente ya volverá a casa.
-
- ¿Hilaria?
- Sí
- ¿Nos abres la puerta?
- No puedo
- Escucha, sólo queremos ver que estáis bien y ofreceros un sitio donde pasar la noche... Nos hemos puesto en contacto con tu padre también, pero debe de tener algún problema con el móvil...
- No queremos ir a ningún lado. Estamos bien. Dígame en qué hospital está mamá. Quiero hablar con ella.
- Hilaria, bonita, escucha, tu madre estará unas horas sin poder hablar con nadie...
- ¡Pero qué tiene! ¡Qué le ha pasado!
- Ábrenos la puerta y hablamos. Mira por la mirilla de la puerta. Yo soy Ana. Este que viene conmigo es Jose. Somos del Ayuntamiento.
-
- Sólo queremos ayudaros


Esa fue la primera noche que durmieron en un piso de acogida. Al día siguiente no fueron al colegio. E estaba aterrorizada y no paraba de llorar. H intentaba ser fuerte. Exigió hablar con su padre y por fin contactaron con él. Tardaría dos días en regresar, estaba cerca de Rumanía. H no quería pero acabó llorando al teléfono, mientras su padre le hacía prometer que cuidaría de E y que haría todo lo que le dijesen los del Ayuntamiento hasta que él volviese. Entonces irían a casa.

Esmeralda entró en el programa de desintoxicación. Su alcoholismo estaba en una fase avanzada y los médicos aconsejaron atajar el problema cuanto antes. Esmeralda aceptó todo sin protestar, reconociendo entre lágrimas que el problema se le había ido de las manos. Las consecuencias inmediatas fueron que la echaron del trabajo y que Pedro, el padre, se vio obligado a su vez a dejar el camión para atender a las niñas. Como era autónomo no tuvo opción a cobrar ninguna indemnización ni prestación de desempleo. La familia pasó a depender de Asuntos Sociales (carpeta número 340). Afortunadamente salvaron el piso, cuya hipoteca estaba ya muy próxima a vencer, con la venta del camión de Pedro, que se apresuró a liquidarla con el banco. En una época en que los desahucios estaban a la orden del día, la determinación de Pedro fue decisiva. Estaba convencido de que encontraría otro trabajo, no en vano tenía muchos amigos.

En poco tiempo todo cambió. Sin mamá en casa, H se hizo adulta de la noche a la mañana. Tanto es así que a un mes de cumplir los once años le bajó la regla. Nadie se lo esperaba. Nadie estaba preparado. H menos que nadie. Su padre tuvo que improvisar una charla que le quedó grotesca e insuficiente (¿qué sabía él de compresas o tampones?) y, no sin cierto embarazo, tuvo que pedir a la Asistenta Social que le echara un cable con el tema. Todas las madres imaginan el día en que les tocará revelar los misterios de la menstruación a su hija y se van preparando mentalmente para la ocasión... A Esmeralda le arrebataron el momento. Y a Hilaria también. Nunca deseó tanto estar con su madre como en esos momentos. En el colegio le pareció que todos la observaban más de lo habitual, que chismorreaban a sus espaldas y se obsesionó con la idea de que llevaba el pantalón manchado por alguna parte... Fue la peor semana de su vida. Hasta E la miraba raro, como si el hecho de que "ya fuera una mujer" las hubiera separado para siempre. ¡Qué fácil lo tienen las hermanas pequeñas!
Al fin Esmeralda volvió a casa. Parecía que hubieran pasado años... y es que en esos tres meses todo había cambiado tanto... La tarde en que le dieron el alta a Esmeralda, las niñas volvían del colegio acompañadas de su padre... y se la encontraron sentada en el sofá. Estaba más delgada, más blanca y traía cara de cansada. Llevaba puesto el jersey que tanto le gustaba a H. Tenía la mirada posada en el regazo, como si no se atreviera a mirarlas a los ojos y sus manos estrujaban nerviosas los puños de las mangas. Se fundieron las tres en un abrazo de lana verde. Las lágrimas resbalaban por la lana sin penetrar en ella. Alguna gota se quedaba prendada de los hilos como el rocío en un rosal. Esmeralda hipaba y creía que se iba a romper para siempre, estaba tan agradecida... Sus hijas le estaban dando una segunda oportunidad, sus hijas la perdonaban... Pero H y E sólo sentían calor, el calor del cuerpo que un día las amamantó y ahora las envolvía como un abrigo de plumas, las protegía de nuevo como la cáscara al piñón. Pedro observaba la escena desde el linde de la puerta, serio, sin mediar palabra. No se unió al abrazo familiar.

No se equivocaba Pedro en que iba a encontrar trabajo pronto: el dueño del bar al que solía ir a cenar cuando andaba de ruta le habló de un tipo que necesitaba peones para hacer mudanzas. No era un gran sueldo y el trabajo era duro, pero para las siete en casa y los fines de semana libres... En un mes había adelgazado veinte kilos. Tuvo que comprarse ropa nueva y también dejó de fumar (las cervezas estaban prohibidas desde lo de Esmeralda). Se concentró en ser un buen padre y en llevar un sueldo a casa. Les revisaba la tarea a las chicas y acudía puntualmente a las reuniones trimestrales con los tutores. Les preguntaba qué tal lo habían pasado ese día en clase, qué tal los compañeros, si necesitaban dinero para comprar algún libro o material... y creía que sus hijas le contaban la verdad. Pero la verdad era que H y E echaban de menos a aquel padre barrigón que las hacía reír hasta mearse encima y les traía regalos de todas partes. Pedro se había vuelto estricto y huraño, a menudo se quedaba sentado delante de la tele con la mirada perdida y el ceño fruncido... Con los kilos se le fue también la candidez.
Por su lado se notaba que Esmeralda se esforzaba por hacer que esa casa fuese un hogar agradable. Cocinaba elaborados platos que muchas veces Pedro apenas probaba, lasañas, crêppes de espinacas, salmón con patatas panadera y soufflé de ajos, hojaldre de jamón y queso... Las niñas se lo comían todo con gran placer y le agradecían el trabajo. Le dio también por pintar las paredes del salón y de las habitaciones de colores vivos, alegres (según Pedro demasiado estridentes) pero desistió de pintar el pasillo y la entrada porque Pedro dijo que ya estaba harto del olor a pintura y de apartar la escalera todo el rato de en medio. Las niñas en cambio estaban eufóricas con el color fucsia de su cuarto... Pero a parte de estas iniciativas entusiastas a las que se entregaba sin medida y que la dejaban exhausta, no sabía qué hacer con todas las horas del día. Y todavía no encontraba el valor suficiente para salir de casa. H la animaba a que la acompañase cuando iba a comprar el pan o a hacer la compra al supermercado... pero Esmeralda tenía mucho miedo todavía. Sólo salía cuando tenía que ir al Centro de Salud, una vez por semana, a hacerse los análisis y a su cita con el psicólogo del programa. Andaba mirando el suelo y no se quitaba las gafas de sol hasta que la atendía el Dr. Esteban. Sus ojos hacía mucho tiempo que habían perdido la chispa de la vida. No volvió a probar una gota de alcohol (al menos hasta que las niñas no se fueron a vivir con su padre, muchos años después, cuando ya estaban separados), pero tampoco encontró un sustitutivo del alcohol que le templara el ánimo y la ayudara a empujar las horas del día. Amaba a sus dos niñas con locura, y sin embargo no conseguía ser parte de sus vidas, sentía que ellas no la necesitaban -mentira- y se iba aislando poco a poco. Tal vez fue culpa de Pedro, que intentaba proteger a sus hijas de... -¿de qué? ¿de su propia madre?-, pero cada día compartían menos cosas juntas... y Esmeralda veía crecer a dos adolescentes preciosas y llenas de vida como si viera un documental del nacimiento de las mariposas de dos crisálidas por la televisión.

El matrimonio de Esmeralda y Pedro se rompió definitivamente cuando H tenía 14 años y E 11. Aunque ya se había roto mucho antes, pero a veces tardamos mucho en tirar a la basura la taza de porcelana agrietada... nos parece tan bonita pese a todo... Decidieron separarse de mutuo acuerdo y pedir la custodia compartida hasta que las niñas fueran mayores de edad y pudieran elegir con quién querían vivir. Pedro llevaba un par de años conviviendo a ratos con otra mujer y se mudó a su piso. Esmeralda había encontrado por fin un trabajo de media jornada en una droguería del barrio y acordaron que se quedaría el piso y Pedro le pasaría 200 euros al mes por niña para su manutención. No era para tirar cohetes pero firmaron los papeles con una especie de sonrisa. Para los dos fue un alivio no tener que compartir más la cama ni el sofá. Las niñas no opinaron cuando se enteraron. Estaban ya hechas a lo que fuera a venir. Sabían que el amor entre sus padres hacía mucho tiempo que se había agotado, como una surgencia de la que no brota ya agua.

H se volvió una niña seria, si cabe más seria de lo que siempre había sido. Seguía estudiando y leyendo. Se convirtió en lectora asidua de la biblioteca, de donde sacaba libros de todo tipo guiada por su intuición, algunos la dejaban perpleja, otros la hacían viajar, y mientras leía se olvidaba de todo por unas horas. Escribía un diario secreto desde hacía años, con su letra pulcra y su estilo directo y a la vez poético, y también había empezado a escribir algunos cuentos donde la protagonista solía ser una chica de su edad a la que le pasaban cosas (en el Instituto el chico de sus sueños no le hacía ni caso, sus padres estaban peleados, la profesora de gimnasia le tenía manía...). Los escribía con la máquina de escribir Olivetti de su abuelo, que milagrosamente seguía funcionando, pero una vez escritos no se los enseñaba a nadie. Eran cuentos para leerse a sí misma cuando estaba de buen humor, para sentirse bien consigo misma, y no tenía ninguna necesidad de que nadie le diera su opinión. En verdad H nunca había necesitado la opinión de nadie; es más, la opinión de los demás solía traerle odio y tristeza, raras veces cosas positivas. Y no necesitaba más palos en las ruedas de su vida. En la realidad paralela a sus cuentos, sus compañeras de clase ya no se metían tanto con ella, también habían madurado, y hasta le tenían respeto y cariño. H se había vuelto dura y si tenía algo que decir, lo decía sin ambages, ya que generalmente llevaba razón. Fue elegida delegada de clase dos años seguidos. Aunque eso no le sirvió para que el chaval del que se había prendado como una tonta se fijara en ella. R iba a un curso superior y ni siquiera la miraba cuando se cruzaba con ella en el pasillo, pero el amor vive del aire y sólo verle de lejos era motivo de alegría. Entre su lecturas y la mirada del chico moreno de pelo largo, H iba más que servida. Pero como siempre, tenía los pies bien asentados en el suelo y gran parte de su tiempo iba dedicado a realizar las tareas de la casa a las que su madre no llegaba, aun estando todo el día en casa. Sin vanagloriarse de ello, H se encargaba de hacer la compra, la cena, poner las lavadoras y fregar los baños. A E le dejaba los platos y las camas. Gracias a H la casa estaba organizada. 
Aun así, las cosas en casa iban de mal en peor y E empezaba a tener problemas con las notas. Estaba muy rebelde y su comportamiento en clase era reprobable, según su tutora. Ni su madre ni su padre, cada uno por su lado, lograban hacerla entrar en razón. Tenía muchos puntos para repetir curso. H intentaba hablar con ella, ayudarla con las tareas... pero E, aunque apreciaba el esfuerzo, no la escuchaba. Había acumulado tanta rabia dentro que ya no podía controlarla y salía cuando menos se lo esperaba, contra una compañera, contra una profesora, contra su propia madre. También estaba dejando de ser una niña y las hormonas andaban como locas. Ya era más alta que H y le gustaba vestirse con provocativas minifaldas y botas de cuero, cosa que su padre desaprobaba totalmente. Una vez H la pilló saliendo de clase con un grupo de chicos de lo peor del colegio y supo por su aliento y sus mentiras que había estado fumando. H adoraba a su hermana pequeña, pero no tenía ni idea de cómo ayudarla. E por su lado, adoraba a su hermana mayor, pero no tenía ni idea de por qué actuaba como si la odiara.

Los años fueron pasando y la inocencia de esas niñas que buscaban tesoros en el bosque se fue esfumando poco a poco. La vida se las tragó por completo. Y a los tres pinos mediterráneos también les pasó algo parecido. Resultó que el colegio se había quedado pequeño y el Ayuntamiento decidió que había llegado el momento de ampliarlo, para lo que tuvo que limpiar toda la parte posterior, talando un trozo de bosque y acementando el suelo para levantar el nuevo edificio. Los tres pinos cayeron sin estruendo sobre la pinaza acumulada del verano. Los vecinos se alegraron de que ese sucio bosque desapareciera de su vista.  
Mientras tanto a pocos metros de allí, para su decimoctavo cumpleaños, H recibía un móvil de regalo por parte de su padre y un portafolios imitación de piel por parte de su madre. Su hermana le regalaba un libro de poemas de Rimbaud, que había conocido por las clases de literatura.
La tarta de cumpleaños, encargada en la renombrada pastelería de la calle Miraflor, era de frutos secos y canela. "No se cumplen dieciocho años todos los días", había dicho su padre con orgullo dándole un beso en la frente. Recubiertos de gelatina transparente, mezclados entre las nueces, las pasas de corinto y las almendras, estaban los piñones. 




FIN

domingo, 1 de enero de 2017

TIBIDABO






"Todo esto te daré, si me adoras", dijo el Diablo tentando a Cristo, en el Evangelio según San Mateo.

Tibi dabo = te daré




De ahí el nombre de este famoso promontorio de 500 metros de altura, en plena Serra de Collserola, la que limita Barcelona por el oeste. En su punto más alto, un Cristo redentor con los brazos abiertos como el de Rio de Janeiro se recorta sobre la ciudad condal como una invitación a vivir. Hoy hace un día espléndido, diríase abril o mayo, cuando en realidad ¡acabamos de celebrar la Navidad!
A medida que vamos subiendo en coche la carretera desde Barcelona, las edificaciones van desapareciendo paulatinamente y su espacio es ocupado por los pinos y las encinas típicas de este clima mediterráneo. Es inevitable acordarse de la canción de Loquillo y fantasear sobre cuál sería la famosa curva donde aparcaba el Cadillac (o tal vez acordarnos de aquella vez que nos enamoramos, o sentimos la nostalgia de un amor perdido con la ciudad iluminada a nuestros pies). Pasamos bordeando antiguas torres, como se conocen aquí las segundas residencias de la burguesía catalana, y compruebo que conservan su viejo porte elegante, su misterio romántico de una época que no va a volver. Alcanzo a ver algún detalle modernista, una glorieta, columnas helénicas, remates gaudinianos, y si no los veo me los imagino... pero sin el brillo y la intensidad de cuando fueron construidos, sino más bien tocados por el tiempo. No obstante, ¡quién fuera dueño de alguna de estas torres escondidas entre los pinos!, con estas entradas de hierro forjado y estos jardines que envuelven la casa y a menudo se difuminan con el propio bosque por la parte de atrás, con esa fuente de piedra, esa escalinata o ese soportal con vistas al mar.







Por fin llegamos a la última curva y un pequeño atasco de cinco o seis vehículos nos indica que hemos llegado al parking del Parque de Atracciones (¡abierto desde 1901!), nuestro destino hoy. Hace una hora escasa que éste ha abierto sus puertas y ya hay que dar un par de vueltas para encontrar hueco en el aparcamiento; parece que nos hemos despertado esta mañana todos con la misma idea.
Empieza la primera de las colas que nos tocará hacer hoy: la de comprar entrada. Dos chicos de rojo, con pinta de universitarios de los de beca, circulan arriba y bajo de la cola para aclarar posibles dudas y medir a los niños con una especie de barra de caramelo gigante, con vistas a determinar qué tarifa les corresponde abonar a sus padres. La cola irregular me recuerda el cuerpo inquieto de un dragón, con las escamas metálicas brillando al sol. Por fin nos ponemos las pulseras de colores (verde: normal; rojo: jubilados y más bajitos de 1,20m; y naranja: discapacitados, aunque esto lo descubriremos luego, cuando entendamos por fin que este color tiene preferencia para montarse en las atracciones). Nuestra hija pequeña nos pregunta si ella también está jubilada, ya que tiene la misma pulsera que sus abuelos... En un segundo me pasa por la cabeza la imagen de mi hija con 65 años, ya abuela, muy guapa por cierto, y me doy cuenta de la larga vida que aún le queda por delante y de la prisa que tiene por vivirla...




¡Bueno, no perdamos más tiempo, pues!¡Empieza la aventura!
A la emoción de sabernos por fin dentro se añade la indecisión de no saber por dónde empezar. Es como una carrera contrarreloj contra el corto día invernal. Mapa en mano, decidimos empezar por los niveles inferiores e ir subiendo. Inauguramos el día con el El Castillo del Terror, que se encarga de descorcharnos la adrenalina, nos entra la risa floja y salimos como si nos hubiéramos bebido dos botellas de vino en cinco minutos. Eso nos da el valor suficiente para situarnos en la cola de un tren sobre-elevado de alta velocidad. Valor para emprender la cola, no para subir a las vagonetas, se entiende. Tiempo de espera estimado: 30 minutos, reza el cartel. Al final son 40, pero el zarandeo y los gritos merecen la pena. Ya estamos eufóricos, y aún no hemos visto nada. Mientras avanzamos hacia nuestro siguiente atracción, oigo una adolescente que le pregunta a su abuela: "¿Tú no te montas?", a lo que ella responde: "No, da igual, yo voy a hacer cola", "¿A dónde?", "No lo sé, da igual, yo voy a hacer cola", y su voz denota una resignación temprana digna del Cristo de piedra que la observa. Mientras tanto, nosotros también esperamos resignados a que se detenga un barco pirata que pendulea arriba y abajo como si hubiera entrado en la tormenta perfecta. El chico encargado de la atracción llama mi atención: es de piel morena y pelo negro, pero destaca sobretodo su barba rectangular que sube y baja mientras habla y que parece tener la consistencia del algodón de azúcar. Mi madre me informa de que ese tipo de barba está de moda últimamente en Barcelona. Pienso que en el pueblo donde vivo ahora, si alguno se dejara crecer una barba así, la gente pensaría que está pasando por un mal momento. Nuestro pirata habla en un correctísimo catalán, castellano y hasta inglés, según el interlocutor que tenga en cada momento, pero yo no le recomendaría que intentara viajar a Estados Unidos con esas barbas.






Seguimos subiendo. El tráfico humano es denso e incesante. Cuento sin exagerar cinco abrigos verdes como el mío en poco rato, aunque la cifra se multiplica por diez si no tengo en cuenta el color. Qué pasa, ¿que media Barcelona se viste en el Decathlon? En el fondo, somos todos tan parecidos... Y, siendo honestos, mucho Decathlon y mucho Ikea, pero sin unas rentas bastante elevadas (vamos a decir por encima de la media, desmintiendo las estadísticas oficiales), aquí no estaríamos ninguno. Nos hemos dejado un buen pellizco en la entrada. Yo no puedo evitar acordarme de todos esos otros niños menos afortunados que los nuestros que con estos precios nunca podrán venir al Tibidabo. (Sra. Colau, a usted se lo puedo pedir: haga algo para remediar esta situación. ¿Los miércoles gratuitos para las escuelas públicas? Esto es la parte alta de Barcelona, en todos los sentidos y su exclusividad ensombrece la belleza del recinto).
Sigo en mi papel de observadora y constato que el ambiente es festivo y de respeto. Las basuras son selectivas, se representa una versión cómica de "Els pastorets" en la explanada central y los niños y los padres ríen y sueñan, los encargados de las atracciones son chicos y chicas educados, amables y sonrientes. Pienso que somos un país civilizado y es que, mal que les pese a algunos, esto es Catalunya, y mucho queda de los tiempos en que la cultura y el civismo estaban entre las prioridades de los dirigentes políticos de este país.






Y como para que quede claro que el Diablo sí logró tentarnos en más de una ocasión, nos montamos en la cesta roja de La Atalaya y nos dejamos subir a 50 metros del suelo para contemplar la ciudad a nuestros pies y el mar desbordando el infinito. Distinguimos Montjuïch, el puerto, las partes características de la gran urbe convertida ahora en una maqueta. Desde aquí podemos saludar al Señor mirándole a los ojos, mientras el gran astro Sol ilumina nuestra sonrisa y se hace un silencio raro. Todo se alía para que nos sintamos dioses por un momento. (¿En qué preciso instante nos dimos cuenta de que todo era un engaño? ¿Cuándo caímos en las redes del consumismo y no pudimos zafarnos? Alguien dijo que la vida es una noria, que hoy estás arriba y mañana estás abajo. Completamente de acuerdo). La Atalaya emprende su descenso.

Antes de llamarse Tibidabo, con sus connotaciones religiosas, este punto se llamó "El puig de les Àligues" (el cerro de las águilas) y yo, que siempre ando buscando el más atrás, el punto más próximo al origen de las cosas, me quedo con eso. Imagino antiguas civilizaciones recorriendo estos bosques con las flechas y las lanzas preparadas en alto para sorprender a la presa. Más tarde los cazadores volviendo triunfantes al poblado, recibiendo los vítores de las mujeres, los niños y los ancianos. El aroma de la carne asándose en la hoguera, primero las vísceras, las pieles secándose en un sitio un poco apartado, el despiece rápido del animal por las manos expertas de las mujeres mayores... En fin, la vida salvaje... o la vida, a secas. Tan diferente de este bocadillo de jamón york que ahora comemos con avidez, acompañado de una cerveza. Los niños tienen su tuper de macarrones, que les gustan más que el bocata. Parece que tienen prisa por terminarlo y salir pitando a la siguiente atracción, conscientes de que el reloj no se detiene mientras comemos. El ocio continuo. La vida relajada, alejada de la preocupación por buscar cobijo, alimento, agua. Nos basta con abrir la mochila, la billetera, la nevera.
Pues nos quedan todavía muchas emociones, levantamos el campamento y seguimos camino. La montaña rusa (casi devuelvo el jamón york a la tierra que lo vio nacer), los troncos de agua, el centrifugado, las sillas voladoras, seguro que me dejo algo... pero yo estoy todo el rato deseando ir a un sitio en concreto: el Museo de los Autómatas. Tengo tantos recuerdos de pequeña... Quiero comprobar hasta qué punto mi memoria es fiable. Y además aquí no hay cola. Claro que estos autómatas no pueden competir con "Pokemon go" ni con ningún juego de la Wii... Para los niños del siglo XXI, admirar estas pequeñas obras de arte primitivas es como para nosotros estar viendo un acueducto romano o un scriptorium medieval. Las figuras les parecen feas, en ocasiones monstruosas, y sus movimientos poco fluidos, un atraso o una mala conexión de la wifi de turno. Pero para los muchos abuelos que suben al Tibidabo rindiendo cuentas a la nostalgia, volver a ver esos muñecos 50 ó 60 años después con los mismos ojos es un milagro de la ciencia. Porque no han cambiado nada. Se mueven igual, hablan igual, parecen estar por encima del bien y del mal. Se podría decir que los autómatas son eternos; no así los humanos. Ahí está La Moños, la Orquesta Prodigiosa ("Mamá, ¿por qué los negros tienen estas caras? Es que cuando los hicieron no había muchos negros por aquí para hacer de modelos. Es posible que sólo los hubieran visto en alguna foto de una revista extranjera... Como en la Edad Media, cuando los picapedreros tenían que esculpir animales bíblicos que nunca habían visto: elefantes, leones... ¡y salía lo que salía, jaja! Es verdad, mamá, parecen monos..."), los acróbatas, la pitonisa, el infierno, el poeta, un taller de coches ¡con niños trabajando!... Todos ellos maravillosos y todavía vivos... (Imagino una película futurista y apocalíptica donde la destrucción se ha llevado por delante la ciudad de Barcelona y se anuncia el nacimiento de un nuevo día desde la sierra de Collserola, también devastada; entonces la cámara avanza hasta una especie de sarcófago de cristal medio enterrado, donde un azar activa el mecanismo y dentro se ve a la Moños, sorprendentemente viva, dando palmadas y mirándonos con esa sonrisa demente... Pero no queda nadie en la Tierra para ver cómo se mueve y su sonrisa queda congelada para siempre y sus ojos fijados en un punto de la naturaleza, ahora ya muerta).







Olvidándonos de tanta ciencia-ficción, que cada vez se parece más al género de terror, he indagado un poco en Internet sobre le personaje de La Moños y he descubierto cosas que tal vez ya sabía pero había olvidado. Es decir, creo que yo ya sabía que la Moños existió de verdad, que fue una mujer alienada que vivía cerca de las Ramblas y que se dedicaba a mendigar con elegancia mientras se paseaba arriba y abajo del paseo vestida estrafalariamente y peinada con extraños tocados llenos de flores que le regalaban las floristas. Todo eso lo sabía. Pero por alguna razón se me había borrado de la memoria. También que la gente de Barcelona la conocía y la respetaba. De ahí la expresión "ser más famoso que la Moños". Y sin embargo, hasta ahora no había reflexionado sobre el personaje. Pienso que de nada le sirvió la fama contra su desgracia (se dice que perdió a su hija, bien se la robaron o bien la mató un carro, según la versión, y desde ese momento se le fue la cabeza para siempre). La locura se convirtió en su sello. ¿Pero era locura o era rendición? Yo me inclino a pensar que no estaba loca; sólo tremendamente triste y desengañada de la vida. No hay más que verle los ojos en alguna de esas pocas fotos que se conservan de ella para entender que el personaje que ella misma creó le sirvió para sobrevivir a la locura. A la tristeza no creo que sobreviviera nunca. Para el resto de la gente, la Moños estaba loca (suele ser la etiqueta más fácil de poner) y le perdonaban su conducta porque era respetuosa y no buscaba problemas. Sólo estaba... eso, un poco loca. Yo me la imagino al anochecer abriendo la puerta de su humilde piso del carrer Hospital, después de todo el día deambulando detrás de una moneda, un algo que comer, un café, y yendo lo primero a poner en un vaso de agua los claveles del día, que se iría soltando de las horquillas uno a uno. Ya sin el disfraz, se miraría despacio en el espejo los ojos cansados, el pelo canoso, las arrugas profundas. Luego se tumbaría en la cama vestida y antes de dormirse recordaría mil veces a su pequeña, y la mecería una y otra vez en sus brazos. No habría ahí ni un atisbo de locura, sólo un dolor y una soledad inmensas.








Pero, ¿cómo me he podido ir tanto? Perdonad y permitidme que regresemos juntos al Tibidabo, el parque de atracciones más antiguo de España y el segundo de Europa, donde empieza a oscurecer muy lentamente, o más bien dicho, donde el aire se va tiñendo de rosa y naranja como el cielo del atardecer sobre el mar. Se encienden una a una las luces de la ciudad, o acaso han sido todas de golpe, no lo hemos visto con las prisas por elegir una última atracción antes del cierre. Ha ido todo bien, estamos cansados pero felices y nos dirigimos sonrientes como ovejas al aparcamiento y empezamos a deslizarnos cuesta abajo por la carretera de Collserola. Hacemos un ranquing de las atracciones que más nos han gustado y los más pequeños prometen crecer los diez centímetros que les faltan para el año que viene...


¡La vida no se detiene! ¡Viva el Tibidabo! ¡Viva la Magia!