"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

lunes, 4 de junio de 2018

COMO ALMA QUE LLEVA EL DIABLO







Esta historia está basada en un hecho real que me ocurrió siendo joven, cuando veraneaba
en el pueblo de mis abuelos paternos. Tendría yo unos trece o catorce años, a fe que es una 
edad impresionable, y aunque parezca mentira, lo que viví esa tarde tan lejana no se me 
quedó marcado a fuego en la memoria, sino que ha sido con los años, y sobretodo ahora que 
he alcanzado la recta final de mi existencia, cuando esos hechos regresan a mi cabeza con 
nitidez, y finalmente parecen dotarse de un sentido. He analizado lo sucedido con calma, -
ahora tengo tiempo-, y nada me hace sospechar que lo soñé o que fue fruto de mi 
imaginación adolescente. Creo firmemente que aquello pasó de verdad y ni siquiera mi 
dilatada carrera profesional como traductora de textos científicos en la Universidad me 
hacen dudar de la veracidad del relato que voy a transcribir a continuación.

Esa tarde salí a pasear con el perro, mi mejor amigo por aquella época, aquejada como 

estaba de una extrema timidez. Me gustaba tomar el camino de la fuente, que serpenteaba 
un rato bajo el sol inclemente de agosto para luego cobijarse largamente dentro de un pinar. 
Me sentía feliz, como sólo pueden sentirse los niños un día de verano, e iba imaginando 
situaciones de tinte romántico donde yo y mi enamorado por esa época (absolutamente 
platónico, ni que decir tiene), descubríamos que estábamos hechos el uno para la otra. A 
esas alturas de verano, se me habían ocurrido unas mil versiones diferentes de nuestro 
encuentro, pero todas desembocaban en el mismo final: un apasionado y a la vez casto beso 
a lo Blancanieves.
Mi fiel amigo canino iba con el morro pegado al suelo, oliéndolo todo y cruzándoseme 
constantemente por entre las piernas. Aunque tenía ya once años, Ros conservaba la 
energía de un cachorro y vivía cada momento con una intensidad agotadora. Alguien 
habilidoso con el lápiz habría podido dibujar a la perfección los músculos de sus patas y de 
su torso, acostumbrado como estaba a correr por el monte persiguiendo liebres hasta caer 
rendido.

Las vacaciones de verano tocaban a su fin, pronto vendrían a buscarme mis padres para 

regresar a la cuidad y a la rutina del asfalto. Pero yo no pensaba en eso, sino en todos los 
encuentros que me quedaban por imaginar, en la pila de libros que esperaban ser leídos por 
mí en la mesilla de noche y en las largas noches cuando, declinada la lectura, las vigas de 
madera del techo se convertían en mi trampolín para soñar... El tiempo por aquel entonces 
constituía un concepto abstracto y extremadamente elástico, en el que una semana de 
vacaciones podía representar toda una vida de experiencias.

A partir del mediodía, los grillos se adueñaban de las colinas, rascando sus patas aserradas 
con fervor casi religioso, esperando el milagro de la amada, y las piedras redondeadas, 
testigos de una época pasada donde el agua anegaba todo y arrastraba la vida en su interior, 
resplandecían blancas, rosadas y anaranjadas, como tizas de formas caprichosas que alguna 
maestra hubiera desechado después de escribir en la pizarra azul del cielo. El aire olía a 
tomillo, a espliego y a romero y miles de insectos vivían su ciclo en ese clima seco y 
calcinado, casi fósil. Yo era uno de ellos.
Como una serpiente que mudara una y mil veces, la piel quemada de mis brazos ya no se 
quejaba y regeneraba una y otra vez las células que me protegerían. Mi pelo corto se había 
vuelto casi blanco, estaba encrespado y áspero al tacto como un estropajo. Sin embargo yo 
sabía que a las pocas semanas de empezar el colegio, ese aspecto asalvajado de protagonista 
de "El señor de las moscas" desaparecería sin dejar rastro y cada mañana delante del espejo 
emergería una versión mucho más vulnerable de mí misma.

Acababa de dejar atrás la iglesia, un edificio austero de considerables dimensiones, donde lo 

único destacable era un rosetón sencillo, sin grandes pretensiones formales, encima de la 
puerta de entrada. La pesada campana colgaba de una sencilla pared rectangular y, en 
general, el templo era ejemplo de economía de recursos y estilos. Todo en ese pueblo era 
austero: las casas, las calles, los caminos y hasta las gentes, diríase que modelados por un 
pasado de esfuerzo, durísimo trabajo en el campo y privaciones que yo no podía siquiera 
imaginar.

Lo que yo tampoco sabía entonces era que ese paisaje desnudo, despojado de todo adorno 

innecesario, me acercaba a la esencia misma de la vida como nunca lo haría la vida de la 
cuidad. Ni que jamás iba a estar tan cerca de mis raíces como en esos veranos entre viñedos.



Un cartel medio comido por el sol indicaba que ése era el camino a la fuente. Se llamaba "La 
Font de la Mora", como tantísimos topónimos nacidos durante los fascinantes siglos en que
la Península Ibérica se forjó multiracial, multicultural y multilingüe. En mi imaginación 
infantil con poca base histórica, la mora era un personaje tipo Sherezade, acaso un poco más
pobre, que tenía que ir a llenar el cántaro a la fuente cada mañana para lavarse el 
larguísimo pelo azabache, y se llamaba Aisha, Fátima o Marién, como ese poema que 
aprendimos una vez en clase.


Me divertía observar al perro intentando atrapar a las lagartijas antes de que se 

escabulleran dentro de las grietas. Pero el sol apretaba con fuerza y me hacía dudar de todo 
lo que veía. Acaso no eran lagartijas sino las sombras de la genista que se movía al rozarla 
con la mochila. Hacía tanto calor que faltaba poco para presenciar un espejismo y la tierra 
ardía con un fuego invisible. Al andar se me clavaban los guijarros en la suela de las 
zapatillas de loneta y eso me hacía caminar raro, como "pisando huevos", habría dicho mi 
abuelo. Estaba empeñada en encontrar alguna piedra especialmente hermosa para mi 
colección de piedras hermosas y raras y tampoco yo levantaba la vista del suelo salvo lo 
imprescindible. Dentro de la mochila, que me golpeteaba los riñones al ritmo de la marcha, 
acarreaba mi último descubrimiento literario, "Verano del 42", de Herman Raucher, que 
esperaba terminar esa misma tarde en algún rincón del bosque. También había metido un 
tuper con higos por si me entraba el hambre y una cantimplora pequeña con agua, a esas 
alturas ya tirando a caliente. Extraños insectos voladores recorrían las pocas flores, 
pequeñas y esforzadas, que seguían en pie a pesar de los rigores del verano. Estaban las 
sempiternas hormigas, que trajinaban todo el día llenando la despensa para el invierno y 
polvorientos escarabajos solitarios, que se cuidaban mucho de cruzarse en su camino, a 
riesgo de ser arrastrados por la fuerza de esas hileras de patas incansables. Un micro-
universo se expandía a mis pies, totalmente ajeno a mi excursión a la fuente...


Sin embargo, no todo el mundo era ajeno a mi excursión.

Recuerdo haberme girado un momento, unos cien metros después del cementerio, pues
algo indeterminado me hizo detener la marcha y volver la vista atrás sobre mis pasos. Pero 
sólo vi lo que esperaba ver: la tapia del cementerio descolorida dibujando una ligera curva y 
los cipreses mal cortados asomando por arriba sus cabezas polvorientas, sedientos y 
derrotados. 

Seguí bajando por el camino con alegría infantil, respirando aire caliente bajo un cielo sin 
nubes, quemado por la luz como una foto sobre-expuesta. Las golondrinas descansaban en 
sus escondites o dentro de sus nidos de barro, preparándose para el festín de mosquitos de 
la última hora del atardecer.

Cuando por fin alcanzamos el bosque, el calor nos dio un respiro y Ros y yo nos sonreímos 
sudorosos con la lengua fuera. El peor trozo había pasado. Una vez dentro del pinar, el 
camino se volvía menos claro, más impreciso en su trazado, como si cada pino retorcido 
fuera una invitación al desvío o un pliegue insalvable en el mapa arrugado del bosque. Pero 
yo conocía ese bosque desde que era una niña pequeña y mi abuela nos llevaba de la mano a 
mi hermano y a mí a merendar, y ni qué decir de Ros. En menos de diez minutos habíamos 
alcanzado el claro del manantial.

Sin embargo, ningún agua manaba ya de la Font de la Mora desde hacía mucho tiempo. 
Durante la gran sequía de hacía cuatro veranos, la fuente se secó definitivamente y desde 

entonces no manaba gota de agua, ni en invierno ni en verano. Curiosamente, la Fuente de 
la Estación, aun estando a más altura, seguía funcionando con normalidad. Misterios del 
subsuelo y su secreta actividad freática.
En consecuencia ya nadie iba a la Font de la Mora a llenar las garrafas ni a saciar la sed 
puntual de un paseo, el camino era cada vez menos transitado y a mí me gustaba cada vez 
más.
Ros se acercó a oler el antiguo caño de hierro forjado, rectilíneo, austero, funcional, donde 
una hermosa telaraña hacía las veces de cascada de agua. Lo curioso era que, tras todos esos 
años de inactividad, el sitio aún olía a humedad. Un musgo amarillento subsistía en las 
piedras de la pared posterior de la fuente. Estaba seco y hueco por dentro, pero ahí seguía 
sin pudrirse, de alguna manera vivo. Muerto y vivo a la vez.



Me senté en el suelo, debajo de un pino especialmente robusto, cuyo tronco y raíces 
formaban una especie de trono para un rey caduco. Ros se tumbó a mi lado, esperando mis 
caricias. Saqué la cantimplora de la mochila y pegué un trago. ¡Puaj! Estaba caliente. Aun así
seguí bebiendo a sorbos pequeños y pensé en si sería cierto lo que había leído en alguna 
parte de que los habitantes del desierto bebían té e infusiones calientes para paliar el calor. 
Ros se interesó por la cantimplora y le mojé la boca con el caldo. No le gustó nada y se fue a 
investigar.
Entonces saqué el libro y me sumergí de lleno en la lectura...


No sé cuánto rato pasó desde aquel momento, si fueron cinco minutos o cien años, como en 
ese cuento del hombre que se va de casa, harto de aguantar las reprimendas de su mujer y se
queda dormido bajo un árbol... El caso es que desperté con un fuerte dolor en la espalda y en
las costillas por la mala postura. Un hilillo de baba se me había pegado en la comisura del 
labio y tenía la boca como si hubiera tragado un kilo de polvo. La luz había cambiado. Se 
había vuelto más densa.
Me costó saber dónde estaba, era como si me hubiera ido muy lejos. A mi lado, boca abajo, 
yacía el libro de malas maneras. Seguramente se me había caído de las manos al quedarme 
dormida... Busqué la mochila con la mirada, todavía un poco desenfocada, pero no la vi.

Me obligué a levantarme y, mientras me estiraba como un gato, estuve buscándola un buen 
rato más, pero ni rastro. Ros también había desaparecido. Lo llamé varias veces, algo 
inquieta. Ya aparecerá, pensé. Y de repente sentí la urgencia de volver a casa. Sin ser todavía 
de noche, el atardecer estaba en su último aliento. La abuela empezaría a estar preocupada. 
Pero, ¿y la mochila? Volví a sentarme en mi tronco...
Quería acordarme de algo, pero era en vano. Recordaba las peripecias de Hermie, el 
protagonista de la novela, que iba con sus amigos al cine a ver si conseguía ligar... pero nada 
más. Eso no ayudaba. Había cogido un palito y dibujaba rayas polvorientas sentada en el 
suelo mientras me devanaba los sesos.

Entonces, de repente, algo me rozó la nuca. Fue algo súbito, frío como el hielo, como un 
soplo de aire glaciar o unos dedos expuestos a un congelador demasiado tiempo. Tal fue mi 
espanto, que me quedé sin respiración. El corazón casi me sale por la boca. Instintivamente, 
me giré.

Nada.

Allí no había nada.

Me levanté de un salto y me fui prácticamente corriendo. Con las prisas y el 

entumecimiento del cuerpo, tropecé con una raíz y caí de bruces al suelo. Esta vez pude 
sentirlo bien: una mano me agarró fuerte por la muñeca y me ayudó a levantar. Si mis ojos 
pudieron ver esa mano o fue mi imaginación quien en los días sucesivos recreó la película de
ese momento... nunca podré saberlo con certeza. El caso es que una mano -yo todavía la veo 
blanca como la cera-, delicada y firme a la vez, cerró sus dedos de hielo alrededor de mi 
brazo y tiró de mí con fuerza.

Escuché una risa, lo juro que fue así, una risa joven, tal vez infantil, pero venía de muy lejos, 
como unas palabras en otro idioma que de repente se cuelan en la radio del coche mientras 
viajas de noche e interrumpen unos segundos el programa que estás escuchando. Una risa 
mal sintonizada, apenas un esbozo... pero una risa al fin y al cabo.
Salí disparada como alma que lleva el diablo.

A media subida me apareció Ros. Quién sabe de dónde venía. Me olió la mano, nervioso 
como un ratón. Podía percibir el miedo en sus ojos marrones. Y estoy segura de que él podía 
oler el mío. Hicimos el trecho que quedaba hasta casa casi corriendo. La abuela nos vio 
llegar desde la terraza, donde estaba regando las plantas con la manguera. Las golondrinas 
chillaban y llenaban el cielo de lazos negros. La saludé con la mano, tratando de aparentar 
normalidad. Por alguna razón, no me veía capaz de explicar lo ocurrido. Me fui directa al 
cuarto y me tiré en la cama. ¿Qué había sido eso?

En el colegio no nos preparaban para estas cosas. Ni en catequesis. Tal vez el único refugio 
que podía encontrar, el único sitio donde se hablaba de sucesos parecidos, era en los 
cuentos. Allí a veces ocurrían cosas raras, increíbles, difíciles de explicar. Porque en los libr...
¡De repente caí en la cuenta de que me había dejado el libro! Con las prisas de salir pitando 
del bosque ni me había acordado de él. Y tarde o temprano el abuelo repararía en el hueco 
de la estantería. El libro, la mochila... qué desastre. ¿Y ahora qué?
El simple hecho de pensar que tendría que volver a buscarlo me producía ganas de ir al 
baño. Ahí había algo... O alguien... Y os puedo asegurar que aunque a los catorce años tenía 
yo más bien pocas certezas en mi vida, una de ellas era que eso no era de este mundo.

Esa noche apenas pegué ojo. Soñé con bosques espesos llenos de espinos que no me dejaban 
avanzar. Y por supuesto estaba eso, pisándome los talones. En el sueño podía sentir su 
aliento en mi nuca, frío como un témpano. Cuando estaba a punto de darme alcance, 
desperté. Así que me quedé con las ganas, si puede decirse así, de verle la cara, de ponerle 
finalmente un rostro a ese espíritu de hielo.



Bajé a desayunar en pijama, algo cohibida, pues me daba la sensación de que mi sudor olía a
miedo todavía. Pero ansiaba el contacto con seres conocidos. Ahí estaba ya mi hermano, 
sentado en la mesa de piedra de la terraza, tomando su vaso de leche con galletas bajo la 
semipenumbra de la parra. Al frescor de la mañana temprana, con la promesa de otro día 
tórrido demasiado lejana todavía, le propuse a mi hermano ir a la fuente.

- ¿Para qué?

- He encontrado algo -le respondí abriendo mucho los ojos y esbozando una sonrisa 
enigmática. Una mosca madrugadora aterrizó en mi mano y levantó el vuelo casi a la vez.

- ¿Qué has encontrado? -preguntó por inercia mi hermano con la mirada clavada en la 
pantalla de la maquinita. Un diminuto King Kong en blanco y negro trataba de cazar unos 
aviones que le sobrevolaban.    .

- ¡No te lo voy a decir!

- He quedado en la plaza para jugar un partido - zanjó sin levantar la cabeza.

- ¿A qué hora?

- No sé, sobre las 11 o así... ¡Mierda! He muerto.

- Bueno... ¿y si vamos a la tarde?

- Vale.

Con eso me bastó. Ir con mi hermano me daba seguridad. Con él nunca me pasaría nada 

malo, o por lo menos para eso pensaba yo que servían los hermanos mayores.

Pasé el resto de la mañana vagueando por la casa. Acompañé a regañadientes a la abuela a 
hacer la compra. Sabía lo que iba a pasar, y daba igual que se estuviera acabando el verano: 
en todas y cada una de las tiendas por las que pasamos -la panadería, la carnicería, el 
ultramarinos, la bodega- el tendero o la tendera tuvo que dirigirse a mí. ¿Qué, ya te queda 
poco para empezar el colegio, no? ¿A qué curso vas a ir? ¿Se está bien en el pueblo, eh? ¡Qué 
alta estás! Se nota que la abuela te cuida bien...

La conclusión estéril y un poco clasista que saqué fue que la mayoría de la gente hablaba por
hablar, se aburría en aquel pueblo donde nunca pasaba nada y necesitaba carne fresca para 
alimentar su monótona existencia. Pero, sobretodo, me reafirmé en la idea de que prefería 
mil veces quedarme en casa leyendo, que salir a la calle y acabar sacando conclusiones sobre 
la gente. De alguna manera, también intuí que en el pueblo mi abuela era muy respetada y 
eso, que no me lo había ganado yo, repercutía en la forma amable y condescendiente con 
que nos trataban a mi hermano y a mí.

Volviendo por fin hacia casa con las bolsas llenas, iba detrás de la abuela, en fila india, pues 
la acera era estrecha y serpenteaba de malas maneras como un trozo de cello mal pegado a 
las fachadas. La carretera asfaltada partía el pueblo en dos y dibujaba hacia la cara norte 
una curva de una pendiente pronunciada y mal señalizada. Por aquella época, a principios 
de los ochenta, empezaban a salir al mercado coches que corrían por encima de lo razonable 
y la normativa de tráfico todavía no estaba muy desarrollada. También se habían puesto de 
moda las motos de gran cilindrada, que cruzaban el pueblo en grupos de diez o veinte como 
bandadas de cuervos escandalosos, demasiado rápido para lo que serían los parámetros 
actuales. Era importante no bajarse de la acera, sobretodo los domingos, o corrías el riesgo 
de ser atropellado o, como decía mi abuelo, de ser "afeitado" sin pedirlo.

Avanzando pues con cuidado por la estrecha acera de la calle principal donde vivíamos, la 
fortuna quiso que nos cruzáramos con la señora Rosita, vecina nuestra de toda la vida. 
Solíamos saludarnos todos los días por la terraza, pero no era frecuente que nos la 
encontrásemos en la calle, pues la señora Rosita tenía al marido enfermo en la cama y no 
salía mucho. Yo a veces imaginaba cómo sería su casa por dentro -la abuela me contó que 
eran muy pobres- y me venía a la cabeza una mesa cuadrada con dos platos de sopa y dos 
cucharas de madera, velas para iluminarse y una escoba. Más que una casa, parecía el 
escenario de una obra de teatro que situara la acción en un hogar durante una guerra.
La señora Rosita era menuda y enjuta como un palo de 
regaliz. Siempre iba vestida de negro, como si la enfermedad de su marido no le permitiera vestir de otros colores o se 
anticipara descaradamente al luto obligado de la viudedad. La abuela se paró a saludarla, y 
yo, resignada, dejé las bolsas en el suelo a escasos veinte metros de casa.
Tenía la tez muy morena y los ojos azul cielo. Ese llamativo contraste me hizo pensar que tal 
vez de joven fuera hasta bonita. Ahora sonreía con unos dientes amarillos y torcidos y las 
arrugas del labio superior, profundas como surcos para sembrar patatas, habían 
desaparecido como las de una camisa recién planchada. Llevaba un moño muy estirado, del 
que se escapaban algunos pelos sorprendentemente negros, sin apenas canas, y eso que la 
abuela me aseguró que las dos eran de la misma quinta. Hablaba muy deprisa y gesticulaba 
todo el rato, a mí me parecía que sus manos eran las de un mago ensayando un truco tras 
otro. Con una voz aniñada, como un susurro, andaba contando algo sobre unos tomates que 
iba a recoger de la huerta, una lechuga, unas cebollas... -yo pensaba en que me dolían las 
palmas de las manos de agarrar las bolsas-, que iba a preparar una ensalada para comer y 
que, con un poquito de aceite y un poquito de sal... -yo resoplaba de calor... me estaba 
asando el cogote, no había sombra donde cobijarse-, iba a estar... ¡estupenda!
De repente, se giró hacia mí y se me quedó mirando fijamente. Se hizo el silencio entre 
nosotras, un silencio raro. Yo miré a la abuela, interrogante, pero la abuela parecía tan 
desconcertada como yo.

- Bueno, Rosita, maca... -intentó desencallar la situación mi abuela.- Nos tenemos que ir...

- Adiós -dije yo alzando las bolsas del suelo.

- ¡Espera!- me dijo Rosita subiendo la voz, y me agarró del brazo. - ¿Has perdido algo?

- ¿Qué?

- ¿Has perdido algo, tú? -repitió de nuevo en un susurro mirándome con los ojos muy 
abiertos.

- Nooo

- ¿Seguro que no?

- Nooo

- Ahhh... las jóvenes... -volvía a sonreír. Era la sonrisa de un cuadro titulado "loca sentada al 
borde del abismo".-  Pues no te será fácil recuperarlo.

Me miraba intensamente y los ojos le brillaban. Noté cómo empezaban a temblarme las 
rodillas y un escalofrío de sudor me recorría la espalda vértebra a vértebra. Rosita seguía 
agarrándome con su mano de lagarto. Finalmente, muy seria, acercó su boca a mi oído y 
susurró:

- Tendrás que llevarle algo a cambio o no te lo devolverá.



Y dicho esto echó a andar calle bajo con la cesta colgada del brazo y la vieja falda negra 
bailándole entre las piernas como la cola de un vencejo.

La abuela y yo nos miramos con el ceño fruncido, la abuela todavía más extrañada que yo.

- No hagas caso a Rosita... -miró de tranquilizarme- ya sabes que está un poco mal de la 
azotea.



Durante la comida no pude quitarme las palabras de Rosita de la cabeza. Todavía veía su 
boca acercándose a mi oreja, casi sentía otra vez el roce de su bigote ratonil: tendrás que 
llevarle algo a cambio o no te lo devolverá.


¿El qué? 

¿A quién?


Barajé seriamente la posibilidad de olvidarme del libro y de la mochila. Hacer como si nada 
hubiera pasado y finiquitar el asunto... Pero, visto con la perspectiva de los años, creo que 
ningún ser adolescente está capacitado para tomar decisiones de este calado. Es en realidad 
la inercia de la vida la que le va a llevar hacia aquí o hacia allá, arrastrándole como el viento 
a una semilla voladora.

Así pues esa tarde, después del obligado western en cinemascope a la hora de la siesta, 
cuando media España dormitaba haciendo la digestión y la otra media soñaba con una 
década prodigiosa, le recordé a mi hermano su promesa.

Estuvo de acuerdo enseguida, cosa que me extrañó, y ahí fue donde me di cuenta para mi 
horror que ya no había marcha atrás. A partir de ese instante todo fue muy rápido. 
Llamamos a Ros, nos calamos las gorras hasta las orejas y sin darnos cuenta ya estábamos 
cruzando la carretera camino de la iglesia.

Mi hermano estaba especialmente risueño y amable conmigo. Creo que se había olvidado 
del motivo de la excursión, porque en ningún momento me preguntó por lo que había 
descubierto. Simplemente avanzábamos con paso torpe y algo acelerado camino abajo. Ros 
nos seguía trotando feliz. Por momentos yo también llegué a olvidar qué estábamos 
haciendo allí. Pero fue apagarse la luz del sol al entrar en el bosque, que el desasosiego 
volvió a meterse dentro de mi cuerpo con violencia. Mi hermano lo notó, porque me dijo:

- ¿Te pasa algo? Te has quedado blanca.



No sabía cómo decirle que de repente me había invadido el miedo y no era capaz de 
controlarlo. Empecé a temblar. Y entonces él se acordó de mi promesa:

- ¿Dónde está eso que has encontrado?



Por toda respuesta apreté los dientes y me puse a andar hacia la fuente, también para que no
se me notara el temblor de las rodillas. Él me siguió, intrigado, aunque los dos habíamos 
perdido la alegría. Avanzamos en silencio durante unos minutos, con los rayos de sol que las 
ramas tamizaban como cortinas de luz que hubiera que ir apartando. No se oía nada, ni un 
pájaro, ni un coche, ni una abeja, ni siquiera el jadeo de Ros, que parecía querer él también 
pasar desapercibido y andaba detrás de mi hermano cerrando la fila con su cola.

Llegamos al claro del manantial. Estaba todo igual que el día anterior, acaso más calmado 
todavía. Repetí exactamente mis movimientos y, armándome de valor, fui a sentarme a los 
pies del mismo tronco. Sabía de antemano que el libro no iba a estar donde lo dejé.
Mi hermano esperaba una señal.

- ¿Me ayudas a buscar?


- ¿A buscar qué?

- Ayer perdí la mochila y un libro

- ¿Aquí?

- Sí. Creo que... alguien me la robó.

- ¡Ja! ¿Y tú no te enteraste? ¿Qué estabas, dormida?

- Eso es: me quedé dormida.

Su cara era como una máscara, impasible, y yo no sabía cómo interpretarla. Un auténtico 

pasmarote. Me hubiera reído, si el miedo no estuviera paralizándome todavía los músculos.



- Estaba aquí sentada, igual que ahora, y me quedé dormida. Cuando desperté no estaba la 
mochila.

- ¿ Y quién iba querer una mochila vieja?

- Ya lo sé... pero es que si no... no le veo otro explicación. Además...

- ¿Sí?

- Pues... pues...

- ¡Qué!

- Que noté algo, como una presencia... y también escuché una risa

- ¿Una presencia? ¿Y una risa? -notaba como su cerebro trabajaba a gran velocidad.- ¡Pues 
alguien que te quiso gastar una broma! ¡Eh! ¡Y no fui yo, eh?

- No, ya lo sé

- ¿David y su panda? ¿Ángel? ¿Las niñas esas tontas del colmado?



Era inútil. Mi hermano no podía ayudarme. Su lógica terrenal era irrefutable y no tenía 
fisuras por donde intentar colar mis sospechas sobrenaturales. Aun así, aun a sabiendas de 
que me iba a tachar de peliculera y alucinada, lo intenté. Le expliqué la sensación horrible 
de la mano helada en la nuca y la de la mano que tiró de mí con fuerza para levantarme del 
suelo... Le relaté el sonido de la risa que me congeló el alma...
Mientras le hablaba, él estaba de pie junto a mí, con la cabeza gacha, escuchando 
atentamente. Y por alguna razón, cuando por fin callé y mi mirada quedó clavada como una 
piqueta en el suelo, no se escuchó el bufido que esperaba oír saliendo de su boca, ni su risa 
burlona altiplanada. Se limitó a suspirar y a tomar asiento a mi lado en el tronco.

La tarde se había quedado quieta y silenciosa como polvo en suspensión. Me di cuenta de 
que hasta Ros se había echado a nuestros pies y parecía dormitar. No iba a ser yo quien 
rompiera el hechizo, pues para mí sólo cabía esperar el veredicto a mi locura.
De repente se escuchó un sollozo, un lamento ahogado que por un instante dudé si no lo 
habría emitido yo misma. Alguien lloraba. Ros levantó las orejas y empezó a rastrear el 
suelo en todas direcciones.

Mi hermano dijo:

- Es ella.




Las copas de los pinos se movieron una vez, como sacudidas por un escalofrío. Justo detrás, 
el azul del cielo volvía a ser un escenario iluminado.

- Tengo que contarte una cosa -dijo mi hermano.


Comprendí que su relato no iba a ser muy diferente del mío y es que, al fin y al cabo, 
proveníamos de los mismos ancestros, teníamos los mismos ojos y siempre habíamos 
respirado el mismo aire. Desde que yo alcanzaba a recordar, siempre fuimos mi hermano y 
yo, atrapados por el magnetismo de nuestros polos familiares y distanciados por una 
temporalidad relativa de tres años. Muy de vez en cuando, sin embargo, mi hermano y yo 
éramos uno. Conseguíamos fusionarnos en una sola entidad. Y esa tarde fue una de esas 
extraordinarias ocasiones.

Mientras él me hablaba, yo no respiraba, absorbía el oxígeno a través de la piel y de los ojos 
cerrados, y sentía que con cada palabra suya, un pedacito de mí se disolvía en su voz. Sólo 
respiraba por la boca cuando él callaba y en esas pausas mínimas, podía oír el latido de 
nuestros corazones perfectamente acoplado.
De una forma mágica, entendí que su relato era algo que yo ya sabía, sólo que se me había 
olvidado. Todo aquello que sus ojos vieron la tarde en que, siendo un niño pequeño, se 
extravió en el bosque, -tarde narrada por la abuela multitud de veces como ejemplo de lo 
que nos podía pasar si nos alejábamos mucho de ella-, yo podía verlo ahora en mi cabeza con
nitidez. Incluso podía sentir el frío, el frescor contenido de cripta que llenó de repente el 
bosque cuando ella se le apareció.

Era joven, apenas una muchacha, con el pelo muy blanco y muy largo. No tenía cejas y su 

piel era casi transparente. Vestía un camisón blanco y largo hasta los tobillos. Tampoco tenía
pies -o no se le veían- y no pisaba el suelo. La escena ocurría en ese mismo bosque, algo 
difuminado en los bordes y mucho más luminoso. La extraña aparecida le sonreía a mi 
hermano de tres años. Él la miraba con los ojos muy abiertos, con más curiosidad que 
miedo. Estuvieron así durante mucho rato, como si quisieran hablarse por los ojos, los de 
ella color nieve, los de mi hermano casi negros, hasta que ella le ofreció la mano y él se la 
cogió. Lentamente, como si el tiempo se hubiera ralentizado y una brisa muy tenue hubiera 
empezado a soplar con poco fuelle, ella se movió hacia adelante y tiró con suavidad de mi 
hermano. De esta manera le fue guiando a través de los árboles hasta encontrar de nuevo el 
claro de la fuente.

Allí estaba mi abuela, mucho más joven y ágil, llamando desesperada a su nieto 
desaparecido... Pero antes de soltarle la mano, que mi hermano trataba ya de desprender 
para poder correr a los brazos de la abuela, la muchacha luminosa volvió a mirarle con sus 
ojos de cristal. Su mirada era triste; diríase la misma esencia de la tristeza. Vi que tenía una 
banda ancha y negra alrededor del cuello, como si alguien se hubiera dedicado a pintarle 
una cinta o un collar de perro sobre la propia piel... Sin decir palabra, se despidió de mi 
hermano con un beso helado en la frente y desapareció flotando entre los troncos, como una 
neblina ligera.

Lo vi todo. Por mi mente pasó toda la película, terrible y hermosa a la vez. Y al abrir los ojos, 
me encontré frente a frente con mi hermano de dieciséis años, cogidos de ambas manos, 
dibujando con nuestros cuerpos una simetría de espejo imperfecta.



*     *     *



No recuerdo que nunca, después de esa conversación en el bosque, hayamos vuelto a sacar el

tema. Aquel suceso fue ampliamente superado por las incontables experiencias que nos 
deparó a posteriori la vida, mucho menos esotéricas en general, y quedó sepultado bajo el 
peso de los años.

La casa de mis abuelos fue alquilada en cuanto mis abuelos murieron y yo particularmente 
nunca volví a pisar el pueblo. Hará cosa de diez años, el mayor de mis sobrinos se mudó allí, 
cansado de la gran ciudad. Se instaló en nuestra querida casita de la calle mayor, compró 
una finca cercana con huerta y una pequeña viña y de la noche a la mañana se convirtió en 
agricultor. Dice que lo que más le gusta es salir a la terraza al atardecer y contemplar el 
horizonte ondulado, rastrillado de viñedos y el cielo frágil como tela de araña rasgado por el 
vuelo de las golondrinas. Ya de bien pequeño mi sobrino mostró inquietudes poéticas. 
Algún día tendré que hablarle de la Font de la Mora, si es que no lo ha hecho ya su padre...

Nunca recuperé el libro. A mi abuelo le conté alguna mentira que ahora ya ni recuerdo. 

También dejamos de ir a la fuente, mi hermano porque las hormonas empezaron a 
empujarle hacia otros perfumes, y yo porque seguí mi instinto y me dediqué en exclusiva a 
leer sentada en el sillón de mimbre de la terraza. El camino se fue llenando de zarzas, año 
tras año, invierno tras invierno, y su trazado se borró por completo. El cartel también acabó 
cayendo al suelo y pudriéndose, sin que en ningún momento el Ayuntamiento se 
preocupara de restaurar ese patrimonio. Bien es verdad que en los años que siguieron a 
nuestra aventura en la fuente, el país se vio sumido en un éxtasis inmobiliario que llegó a 
todos sus rincones, hasta el pueblo más olvidado, y todas las miradas estaban puestas en el 
futuro, siendo malos tiempos para la recuperación de cualquier tipo de memoria. Fueron los 
años de la especulación infinita, de las hipotecas basura, de los créditos para todo, y el 
pequeño pueblo viti-vinícola creció y creció hasta convertirse en un monstruo gordo e 
insaciable que se fagocitaba a sí mismo. Muchos viñedos acabaron convertidos en campos 
de golf, a pesar de la sequía crónica de aquellos parajes, y la Font de la Mora fue uno de 
ellos.

Yo me olvidé de la muchacha descalza y me dediqué básicamente a vivir, cosa que me ocupó 
los siguientes cincuenta años. Mi hermano hizo exactamente lo mismo.
Sin embargo, una buena historia nunca termina sin más, y la casualidad quiso que el 
invierno pasado, paseando sin rumbo después del trabajo, la lluvia me sorprendiera sin 
paraguas y tuviera que refugiarme en una de las pocas librerías de viejo que todavía 
sobreviven como pequeños milagros en el corazón de mi ciudad. Nada más empujar la 
puerta, el olor a libro enmohecido penetró hasta el fondo de mis neuronas olfativas y me 
reconfortó enseguida. Sentí el mismo bienestar que cuando me preparo un buen café en 
casa y me dejo caer en el sofá con un libro en las manos. No iba buscando nada en concreto, 
dejé que mi mirada vagara de un título a otro, relajada, sin miedo a no encontrar la salida a 
aquel laberinto de libros tranquilos. El viejo suelo de láminas de madera se hundía como 
bizcocho a mis pies. Sentía que había cruzado el umbral de un templo cuya diosa era la 
Literatura y que pronto obtendría, una vez más, sus favores, -aunque no podía imaginar ni 
por asomo de qué manera me serían concedidos-. Me encontraba en uno de esos raros 
momentos de absoluta felicidad que muy de vez en cuando la vida nos regala, y fue así 
como, sin buscarlo, él me encontró a mí.

Lo reconocí inmediatamente por el dibujo de la portada. Exactamente la misma edición de 
bolsillo que leí a los trece años: "Verano del 42", de Herman Raucher.
Nada más verlo, tuve un presentimiento. Noté una excitación en el cuerpo que pensaba que 
ya no podía sentir, casi erótica. Si por casualidad el dueño de la tienda me estaba mirando 
en ese momento, se sorprendió al ver cómo me ruborizaba. cogí el libro como si ya fuera 
mío y me fui directamente a la página 100. El corazón me palpitaba con fuerza debajo de la 
blusa.

Todos los libros que he leído a lo largo de mi vida tienen una pequeña inscripción en la 
página 100. Son mis iniciales, muy pequeñitas, jugando con el número de la página.


L.O.Q.


Empecé a hacerlo de muy pequeña, como un juego, y poco a poco se convirtió en una 
superstición. Todos los libros que leía tenían que poseer esa marca, certificado de mi 
gratitud por el tiempo pasado entre esas páginas y también como una forma de reconocer 
mis conquistas literarias. Si el libro tenía menos de cien páginas, la marca era en la página 
10. Así que estoy en disposición de afirmar que todos mis libros tienen esa inscripción, 
también aquellos que me han dejado o los que he tomado prestados de la biblioteca, y 
calculo que a estas alturas, serán miles.

Nada más coger el libro entre mis manos, supe que éste también la tendría...
Cómo había llegado hasta ahí después de cincuenta largos años, nunca lo sabré.

Ni que decir tiene que lo compré, creo recordar que le di al dueño un billete de diez euros y 
me fui sin esperar el cambio. Y ya en casa, con el libro en mi regazo, sin dejar de acariciar 
las páginas con dedos nudosos de sexagenaria, reviví con nitidez el verano de mis trece años.




*     *     *



Hasta aquí un relato que probablemente les haya parecido increíble, inverosímil, incluso 

patético... y no les juzgo, les entiendo y comprendo su escepticismo. Si por el contrario les 
ha emocionado, interesado, o hasta les ha dado miedo, puede que sea porque, en algún 
rincón de su memoria, tengan guardada su propia historia de aparecidos. La ciencia, 
queridos amigos, no lo explica todo, todavía.

Sin querer abusar de su paciencia, termino este relato con una relación somera de mis 
descubrimientos recientes en el Archivo Diocesiano Comarcal, donde está inscrito el pueblo 
de mis abuelos. A raíz del episodio en la librería, y con el aliciente del libro en mi haber, he 
estado investigando un poco sobre el pasado del pueblo de mis abuelos. Entre otros datos 
curiosos, he dado con un documento que describe a modo de registro las obras 
emprendidas durante la remodelación de la iglesia en el año 1789. Un tal padre Onofre, 
párroco de la iglesia por aquellas fechas, hace una descripción bastante minuciosa de los 
elementos a remodelar, los materiales utilizados, el número de mano de obra empleada... 
así como su coste y precio final. Lo interesante viene en el anexo a tal documento, donde 
dicho párroco especifica claramente que "los Blanchs" han quedado fuera del camposanto, 
tal y como ha ordenado la Santa Sede.

Mossèn Vilà, responsable del Archivo desde hace más de 40 años, gran estudioso de la 
historia y entusiasta del arte sacro, me explica que "los Blanchs" aparecen citados en varios 
documentos eclesiásticos anteriores a 1700. El más antiguo data de 1566 y se trata de un 
auto de fe en el que una mujer llamada Na Roser Blanch de Rocamur es reclamada a 
declarar frente a un tribunal eclesiástico, acusada de brujería.

Después de varias páginas que reproducen el cuestionario aplicado a la acusada, con preguntas que hoy
día nos parecen inaceptables acerca de su práctica de la fe cristiana y de conductas presuntamente 
pecaminosas en las que habría incurrido, la tal Roser Blanch es considerada culpable y condenada a 
purgar sus pecados en el convento de mujeres de la capital de la comarca. Mossèn Vilà me hace notar que 
solo un par de siglos antes, la mujer habría sido quemada en la hoguera... y, sobretodo, pone el ojo en un 
fragmento del texto que ahora me lee en voz alta: "la condemnada haura lo cap descobert, per lo que 
el sol sa pell mudi de to y sa cabelera blancha sera tahllada e soterrada". 
Es decir, que la condenada llevará la piel al descubierto para que cambie de color y el pelo blanco será 
cortado y enterrado...
Empiezo a hacerme una imagen mental de la tal Roser Blanch...



Estas no son la únicas referencias a "los Blanch". Mossèn Vilà me remite a un artículo 
publicado en la revista local que trata el tema en profundidad. Lo firma un tal Aureli 
Caparrós, de quien, buceando en internet, descubro que es vecino de la zona y que tiene un 
blog de historia medieval. Sus artículos me parecen fascinantes. Releo cuarenta veces el 
dedicado a los Blanch y termino pidiéndole educadamente una cita para hablar del tema. 
Accede sin dudarlo.










Para no alargar mucho el relato, diré que según el Sr. Caparrós los Blanch habrían sido 
inicialmente un grupo de familias venidas del norte, que se instalaron en la zona en algún 
momento del siglo 13 ó 14. Al parecer nunca llegaron a integrarse del todo y sus usos y 
costumbres serían bastante distintos a los de la gente del lugar. Se dedicaban sobretodo a la 
artesanía de la madera. En los relieves esculpidos en el tímpano de la entrada a la Iglesia de 
San Sadurní, en la esquina izquierda se ve a dos mujeres lavándose el pelo, que según 
Caparrós, por la posición que ocupan, podrían representar a dos mujeres Blanch. La mayor 
peculiaridad de esa comunidad es que eran muy rubios e incluso es posible que entre ellos 
hubiera algunos albinos. Como en todas las culturas poco evolucionadas, el albinismo 
siempre se ha considerado una rareza y las personas albinas suelen sufrir la discriminación 
el rechazo de las demás, pues se les atribuyen los más extraños poderes y se asocian a 
fuertes supersticiones. En esos días, la Iglesia Católica no veía con buenos ojos a los Blanch, 
como prueban varias homilías escritas en las que se hace referencia a cierta gente extranjera 
que celebra ritos extraños y que no caminan por la senda de Jesús. Por si había dudas, el Sr. 
Caparrós me muestra también unas fotografías de casas antiguas que ha tomado él mismo, 
en su mayoría edificios comunales e incluso una ermita, donde se ve la puerta principal y, a 
su izquierda, una puerta más pequeña, medio escondida. Encima de una de ellas, se lee 
bastante bien una inscripción que reza: "Confutatis maledictis". Mi conocimiento del latín 
es más bien escaso pero el Sr. Caparrós me traduce amablemente: Refutados los malditos. 
Con estas palabras, me explica, empieza una estrofa de un himno que se puso de moda en el 
siglo XII llamado "Dies Irae", el día de la Ira, y que relata los últimos momentos del mundo 
en que las trompetas anunciarán el inminente Juicio Final, donde los buenos subirán al 
Cielo y los malos arderán en el Infierno. Según él, ésta sería la puerta reservada para que 
"los Blanch" entraran y salieran del edificio.

- ¿Eran, pues, unos malditos? -le pregunto yo absolutamente deslumbrada por lo que el Sr. 
Caparrós ha descubierto.

- Por supuesto, -sonríe- como tantos otros.



Pero al parecer los malditos Blanch siguieron viviendo en estas tierras todavía unas 
generaciones más, incluso después de que la Iglesia les repudiase por completo y les 
prohibiera siquiera entrar en los templos, ser bautizados o enterrados. El Sr. Caparrós 
supone que, cada vez más estigmatizados y perseguidos, los Blanch acabaron marchándose 
de nuevo, probando suerte en otras tierras.

Dudo si contarle mi historia, la de la Font de la Mora y lo que me pasó siendo niña... Le 
pregunto si cree que la convivencia con las gentes sencillas de los pueblos fue buena, si cree 
que llegaron a mezclarse en algún momento. Cree que no, argumenta que la Iglesia en esos 
tiempos gobernaba en gran medida la mente de la gente humilde. Y las supersticiones eran 
muy fuertes, tanto como el miedo y la ignorancia. Puede que incluso se dieran a menudo 
enfrentamientos entre ellos, riñas y peleas.

- ¿Muertos?

El Sr. Caparrós me mira intrigado.

- ¿Por qué lo pregunta?




Un último apunte: en la sección local de la Biblioteca Comarcal, busco por curiosidad si 
aparece el topónimo la Font de la Mora y si viene explicado el origen de tal nombre. Cuál no 
es mi sorpresa cuando leo la siguiente nota explicativa:

"Originalmente el paraje era conocido como La Font de la Morta, no siendo hasta 
principios del siglo XIX que un error tipográfico lo transforma en la Font de la Mora, 
nomenclatura que se ha conservado hasta el día de hoy".





FIN    







* Aquesta entrada està dedicada al Camí de la Font nº 7 de la Beguda Alta (Barcelona), on vaig passar els meravellosos estius de la meva infància.