"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

jueves, 26 de febrero de 2015

"El impostor", de Javier Cercas



"El impostor”, de Javier Cercas

o una reflexión personal sobre la España del siglo XX




IMG_5506.JPG



Puede que últimamente hayáis leído algunas reseñas sobre este libro que ahora os presento y que me gustaría comentar. 



Se trata de: “El impostor”, de Javier Cercas (Penguin Random House Grupo Editorial)




En él se describe la vida de Enric Marco, un personaje real que durante muchos años falseó su biografía y se hizo pasar por un superviviente de los campos de concentración nazis y un luchador antifascista. Cercas intenta rastrear al hombre que se oculta detrás del personaje y entender sus motivaciones y el contexto que posibilitó que este engaño se fraguara, se mantuviera en el tiempo, y finalmente se descubriera.

Tal vez lo que más me ha gustado del libro no ha sido la historia de Enric Marco, aunque es sorprendente y fuera de lo común, sino el retrato de varias épocas de la historia reciente de España que el libro hace a través de la vida del protagonista. Para mí ha sido como ver las fotografías en blanco y negro que una cámara situada en plena ciudad de Barcelona hubiera ido captando en distintos momentos del siglo pasado.
Está bien echar la vista atrás, de vez en cuando...




IMG_5495.PNG
Foto de Gabriel Casas: La Rambla vista desde el quiosco de bebidas de Canaletes (1930) 



Lo primero que reconozco es la Barcelona pre-bélica de los años 20 y 30, tal vez porque l’àvia Pepita, mi abuela paterna, era una niña entonces y algo me contó de esos años mientras aún vivía. Es una Barcelona que intuyo, a través de sus palabras y de centenares de fotos en blanco y negro que habré visto a lo largo de mi vida, tanto del álbum familiar como de revistas o reportajes de la época y muchas lecturas que me han enamorado, como “La plaça del diamant" de Mercè Rodoreda.

Una época que me deslumbra por ser el antes del ahora, con unas señas de identidad que siento como propias, y unas ideas que muchos quisiéramos para hoy. Empezaba el siglo XX con todo por hacer todavía y se podía soñar en un mundo mejor, de hecho era casi una obligación moral soñar con construir un mundo mejor. En Catalunya, por ejemplo, con el cambio de siglo apareció el “Noucentisme”, un movimiento cultural dinamizador, que tenía la mirada puesta en Europa y en el Mediterráneo clásico, recuperando “lo bueno” del pasado para construir un futuro racional, bello, sublime, donde las artes y las ciencias elevarían a la humanidad a las más altas cotas de satisfacción y plenitud. Hermoso propósito… muy lejos de los actuales parámetros.

Esto me da que pensar en qué hubiera pasado si las cosas hubieran ido de otra manera. Pues, aunque en esa época en España seguíamos siendo en su mayoría agricultores y seguía habiendo una tasa de analfabetismo brutal (aprox. 1,5 millones de analfabetos), ¿quién dice que mujeres como mi abuela, que nunca fue al colegio, si las circunstancias no hubieran sido las que fueron a causa de la guerra y sus cuarenta años posteriores de envenenamiento sistemático de la cultura y las libertades, no habría acabado leyendo a los clásicos, pintando acuarelas o cantando arias para gran satisfacción de su noble alma?




IMG_5494.PNG
Paseo de la Castellana de Madrid a principios del siglo XX




Volviendo a las imágenes de esa época, me llaman la atención rasgos de la moda de entonces (si es que puede llamársele "moda", tal y como la entendemos hoy, a ese modo de vestir igualitario, que consistía en una única muda de diario de lunes a sábado y otra muda para el domingo y demás fiestas de guardar). Ningún hombre sin sombrero, abrigos recios, chalecos, camisas blancas... Cogotes rapados a navaja justo debajo de melenas vigorosas, rostros curtidos, de piel más oscura (puede que debido al efecto de la foto o a un menor uso del jabón, no lo sé).
Mujeres sin cintura ni caderas, las curvas bien disimuladas y faldas-saco hasta media pantorrilla, cabelleras domadas y nunca demasiado largas, labios finos pintados de oscuro.
De familias humildes como la de mi abuela, del corazón del barrio de Gracia en Barcelona, desempolvo estas instantáneas: baños públicos, lavaderos comunitarios, palomeras en els “terrats”, muchas horas de costura para hacer remiendos a la citada muda única, café solo, pescado fresco en el mercado, hortalizas y verduras de temporada traídas del extrarradio urbano por las “pageses”, tranvías, caballos y burros por la calle, obreros fumadores y menestrales con mandiles.


gracia ok IMG_5496.PNG
Carrer Gran de Gràcia, 1910?

































Fueron ésos los años previos a la proclamación de la República (la Segunda, ya que la Primera, 1873-74, apenas alcanzó a gritar “Viva la República!”, que ya fue frustrada por sus divisiones internas y las fuerzas externas conservadoras que restauraron la monarquía, en este caso la Borbónica, con Alfonso XII).  



republica ok IMG_5498.PNG
Primera República Española





La Segunda República duró apenas un sextenio, de 1931 a 1936. Seis años complicados, de gran agitación social y política, en los que se hizo lo que se pudo, que en muchos aspectos fue mucho.







Con el entusiasmo de su proclamación, bajo la presidencia de Manuel Azaña, la República emprendió unas reformas de modernización del país como nunca más se han vuelto a ver. Empezó una reforma agraria en favor de los trabajadores, promulgó una ley de “adelgazamiento” del cuerpo militar, se autoproclamó aconfesional, declaró la libertad de cultos y suprimió el presupuesto de la Iglesia, también legalizó el matrimonio civil y el divorcio y prohibió la práctica de la enseñanza a las órdenes religiosas. ¡Toma ya!


Creó más de 10.000 escuelas por todo el país, aunque tenía intención de crear 27.000 pero no le dio tiempo, construyó bibliotecas, ideó y extendió las Misiones Pedagógicas (algún día me gustaría dedicarle unas líneas a estas Misiones, que son lo más altruista, disparatado, flipante, generoso e idealista que he conocido nunca, pero de momento recomiendo la lectura de “Todo lo que se llevó el diablo”, de Javier Pérez Andújar, una ficción espléndida, muy bien escrita y documentada sobre una de esas misiones, formadas por grupos de maestros, escritores, fotógrafos, técnicos... que recorrieron los pueblos más apartados de la geografía española y les llevaron la poesía, el teatro, la música, la pintura, el cine…) 

foto misiones 1 ok MG_5505.PNG
Misiones pedagógicas



¿Imagináis lo que podía pensar un pobre pastor analfabeto de los montes de Asturias viendo por primera vez una película en la pared de la iglesia de su pueblo?







misiones 2 ok IMG_5504.PNG
Segunda República Española












¿O los niños y niñas de un pueblecito de las Alpujarras asistiendo a una representación de títeres o abriendo las páginas de un libro ilustrado por primera vez?).













Así es, hace cien años, los dirigentes de este país tenían claro que lo que haría de España un país grande, libre y digno no sería otra cosa que la cultura de sus habitantes, (igualito que hoy). Lo más sorprendente es ¡que se pusieron manos a la obra!

Pero nada de lo que aquellos maestros dedicados y generosos pudieron hacer para abrir las mentes castradas de los pobres niños y niñas españoles iba a prepararles para lo que vino a continuación.
La Guerra Civil. La guerra entre hermanos. La peor de las guerras.
Como bien cuenta Javier Cercas en “El impostor”, cada cual sobrevivió como pudo a esos años, aunque muchos, demasiados, no sobrevivieron y se quedaron esperando eternamente en la trinchera de la incomprensión, entre fuego cruzado.




cnt ok IMG_5497.PNG
Foto de Agustí Centelles

























Ya sé que me voy de una cosa a la otra, pero quisiera hacer aquí mención a mi abuelo materno Ramir Bullich Tella, que antepuso sus profundas creencias religiosas, -con el primer mandamiento “No matarás” por bandera-, a sus obligaciones como ciudadano español y pasó los tres años que duró la contienda escondido en un armario de una casa de payés (¿o fue en el desván?) con tal de no participar en la lucha fratricida. Increíble, ¿verdad? Pero no menos cierto. He ahí un hombre con principios.


La República tuvo la mala suerte de nacer en un momento globalmente complicado, con Estados Unidos sumido todavía en la Gran Depresión, así como Europa, y no encontró inversores para sus empresas, ni los inversores locales se fiaron de unos cambios tan “democráticos”, en el sentido original del término: el poder para el pueblo. Con la Iglesia echando humo cual Lucifer, el Ejército humillado y los sectores conservadores viendo peligrar sus privilegios en favor de la plebe, el golpe de estado no se hizo esperar.
De un golpe de estado, perpetrado por un puñado de militares sublevados, no cabe esperar nunca nada bueno, pero a los tres largos años de enfrentamientos, acusaciones, traiciones y asesinatos que desencadenó este golpe y que supusieron la guerra propiamente dicha, le sucedió un período de nada menos que ¡cuarenta años de oscuridad! Cuarenta años de privación de libertad. Cuarenta años de fascismo puro y duro.

Javier Cercas, a través de la vida de Enric Marco, retrata con acierto los primeros años de la posguerra en Barcelona, donde unos desconcertados y sobretodo hambrientos supervivientes trataban de recomponer sus vidas encima de los escombros. El ya lejano sueño resplandeciente de un mundo gobernado por la razón, el civismo, el arte, la ciencia, la belleza… quedó totalmente sepultado bajo el polvo de los edificios bombardeados y la sangre derramada de miles de inocentes. En Europa empezaba la Segunda Guerra Mundial.


Pero como de todos es sabido que el tiempo es el mejor aliado contra el olvido, en cuarenta años el país fue cambiando (ver si no la serie “Cuéntame”), y el régimen del terror y su caudillo fueron debilitándose progresivamente hasta su muerte y extinción (extinción nunca del todo suficiente, por otro lado, ya que Franco dejó muchos hijos bastardos cuyos nietos inexplicablemente hoy siguen campando a sus anchas por el país, convencidos de que cualquier tiempo pasado fue mejor).

Evidentemente, la posguerra española abarca toda una generación, la de mis padres, que merecería capítulo aparte. No es mi intención entrar en ella, sólo quería reflexionar un poco sobre los orígenes de esta España que habitamos, los movimientos ideológicos que la han intentado dirigir, con mayor y menor acierto, con mayor o menor generosidad.
Este libro de Javier Cercas me ha dado pie a volver la vista atrás y hacer memoria de un tiempo y una época que yo no viví pero sí mis padres, abuelos y bisabuelos, una época que haríamos bien en no borrar de nuestra memoria, porque, nos guste o no, forma parte de nuestra historia colectiva.

La mayor parte de las fotos las he sacado de un blog titulado "La Barcelona d'abans, d'avui i de sempre", cuyo enlace pongo aquí por si a alguien le puede interesar:



Ahora vivimos en democracia. (Aunque seguimos siendo una monarquía).
Y afortunadamente vivimos en paz.
Me lo he preguntado muchas veces:  llegado el caso…¿actuaría yo como mi abuelo materno?


IMG_5501.JPG
Foto de boda de Ildefons Morraja y Josefa Ximénez 
(Barcelona, 17.08.1941)

Dedico este capítulo a mis abuelos y abuelas, que vivieron esa España que despertaba, que soñaba, que luchaba y que moría.

viernes, 20 de febrero de 2015

Donostia: crónica de un lunes lluvioso



828d4ee9cea001ca423d94a95939e0c6.jpg






DONOSTIA: CRÓNICA DE UN LUNES LLUVIOSO



La entrada a la ciudad viniendo de Pamplona siempre es angosta y sombría, volviéndose algo tensa cuando te adelanta un camión por la izquierda en medio de una curva. Cuando por fin atraviesas el cuello de la botella, Donostia aparece de repente a tu alrededor como si hubieras cruzado el umbral de un cuento de hadas del siglo diecinueve, cuento que habrías leído muchas veces de pequeña y del que recuerdas las ilustraciones perfectamente en cuanto las vuelves a ver. Nada parece haber cambiado desde la última vez que estuviste aquí, hayan pasado dos, cinco o diez años. Es, simplemente, Donostia, a la vez antigua y moderna, como esas mujeres de cierta edad que mantienen la misma apariencia siempre, el mismo porte, la misma mirada de autocomplaciencia y nunca cambian de perfume.







En verano, los colores brillan por encima de todo y adquieren protagonismo los dorados, rojos, verdes y azules, como si el tiovivo de la Concha, en movimiento bajo el sol, irradiara sus colores a todos los rincones de la ciudad. En invierno, sin embargo, el mar parece empaparlo todo y predominan los verdes oscuros, los grises y los dorados mate, viejos y salitrosos. La lluvia crea la ilusión de un envoltorio satinado en las calles y los escaparates, pero basta una ojeada rápida al mar para darse cuenta de que es sólo un espejismo. Paraguas elegantes, deportistas empedernidos, ¿qué decir de los donostiarras? Esos seres tocados por la varita del hada madrina para los que nunca sonaron las doce campanadas. Se saben guapos y especiales y perpetúan la estirpe de los elegidos, con sus zapatos caros, sus tiendas diez y su vanguardia conservadora. Si hay una ciudad eterna (y pija), esa es Donostia.


Aparcar en la ciudad es fácil si cuentas con una reserva de dinero suficiente. Las plazas de párking se alinean como anchoas y se organizan en 3 y 4 pisos subterráneos. Cuando sales de nuevo al exterior te parece que ha pasado demasiado tiempo (siempre que no se viaje con niños, claro, en cuyo caso la percepción del tiempo cambia por completo). Todavía hay que ver la ciudad, que siempre exige más tiempo del que se dispone y uno siempre tiene que irse y volver a su casa.
En esta ocasión, un lluvioso lunes de febrero de 2015, nuestra excursión a Donostia tenía un claro objetivo con nombre de bebida isotónica cuando lo pronunciaba nuestro hijo. Hacia allí encaminamos los pasos, todavía adaptando nuestra vista de pastores del valle a la luz de la ciudad marinera. Las gaviotas nos sobrevolaban, vimos algunas palomas y gorriones y unos enormes peces oscuros que comían barras de pan en el muelle con unos marcados labios plateados, y esa fue toda la fauna salvaje en libertad que pudimos observar durante nuestra estancia en la ciudad.


En el “Aquarium” nos asustamos con el precio de las entradas, pero lo adujimos a nuestra poca costumbre de salir de casa y adquirir productos de ocio y consumo. Vimos el esqueleto de una ballena, barcos a escala de todas las épocas, técnicas de pesca, balleneros, fósiles marinos, el colmillo de un narval, caracolas, traineras… hasta que finalmente nos topamos con los peces de carne y espinas que habíamos venido a ver. No pasa todos los días que te sobrenade un tiburón o un pez raya o veas un rodaballo fuera de la pescadería, nadando trabajosamente con su cuerpo romboidal poco útil para el caso. El besugo también tiene un aspecto más sano fuera del horno y la anguila parece mucho más feroz.


IMG_5471.JPG


Luego están los peces tropicales, que nos suenan más que muchos autóctonos gracias a Pixar y otras compañías de animación, y que nos hacen querer aprender a bucear por enésima vez.




IMG_5466.JPG
IMG_5412.JPG
IMG_5477.JPG






Mención especial merece un pez extrañísimo que parece un experimento a medio terminar entre anfibio, humano y pez, del cual no supimos ver el nombre por ningún lado y que tuvimos a bien llamarle el “Pez Simpson”.


El increíble "Pez Simpson"



IMG_5476.JPG









Salimos del “Aquarium” con ganas de más, pero también con hambre y ganas de comer.
A muchos les parecerá una barbaridad, una ofensa, incluso un atentado a la idiosincrasia misma del lugar, pero salimos del “Aquarium” y nos fuimos a comer a un chino (¿hubiera sido peor un Mc Donald’s?). El caso es que ya habíamos estado una vez (reincidentes, encima) porque nos gusta la comida china y, lo más importante, a los niños también, y descubrimos con gran placer que el pequeño restaurante seguía estando en el mismo sitio. Rememoramos la vez anterior cuando nos sorprendió ver llegar un repartidor occidental trayendo un chuletón de kilo, kilo doscientos, envuelto en papel albal, que el jefe chino se zampó en una mesa cercana a la nuestra sin ningún tipo de miramientos. Comimos felices y medio nos secamos la ropa empapada por la lluvia. Era un buen refugio. Al fondo del comedor una camarera con cara de mala uva le chillaba en chino, que suena más chillón, algo sobre un plato al pobre cocinero, al cual no veíamos la cara ni oíamos rechistar. La bronca duró unos minutos, pero la sonrisa de los demás camareros cuando venían a atendernos no decayó en ningún momento. En la tarjeta del restaurante pone, abierto de lunes a domingo, de 12 a 16:30 y de 19:30 a 24h. Todos los días. ¿Alguien alberga alguna duda de que la esclavitud sigue existiendo hoy en día?



IMG_5481.JPG


Tarjeta del restaurante





Salimos a la calle y había dejado de llover. Quisimos ver las olas embravecidas y nos fuimos hasta el rompeolas. 
A punto de mojarnos en un par de ocasiones, fascinados con el espectáculo del mar batiendo sin descanso y filtrándose entre los bloques como enjuague bucal entre los dientes, un balón naranja cabeceó delante de nuestros ojos durante unos minutos hasta que la corriente lo llevó mar adentro. Creo que de alguna manera todos intuíamos que nosotros podíamos ser el balón naranja si caíamos al mar y observábamos el espectáculo desde una distancia prudencial. De repente una ráfaga de aire derribó a nuestra pequeña hija y le dobló el paraguas de princesas como un calcetín. Nos reímos porque uno no puede evitar reírse de alguien que se cae de culo, así somos de simples e instintivos, y porque cualquier motivo es bueno para echarse unas risas, pero la cogimos de la mano un poco más fuerte. Mientras todo eso ocurría, un chico de unos treinta años, vestido estrafalariamente pero con estilo, se fijaba, pensé yo, en su atuendo infantil desenfadado, -botas de agua rosas y pantalones rojos-, tal vez tomando nota para su próxima colección otoño-invierno. (Fantasear es gratis… y no se me hubiera ocurrido semejante idea si no estuviéramos en Donostia…). Pronto la visión de una oveja inflada, panza arriba, con la lana deshilachada flotando a su alrededor, nos borró la sonrisa de la cara y nos recordó la fragilidad de la vida.


IMG_5446.JPG

Foto del rompeolas







Nuestros pasos nos encaminaban inexorablemente a la playa de Gros. Extraño nombre, éste de Gros, que me hace pensar en cosas tan dispares como un escritor alemán, el carnaval de Nueva Orleans o algo muy gordo y grasiento… y que buscando en internet descubro que podría tener que ver con la altura, posible explicación en “El origen ibero-tartésico del euskera”, de Bernat Mira Tomo, donde se nos cuenta que tendría que ver con el prefijo “gor”, que significa alto. Fascinante, ¿no?, esto de la etimología...


De lejos, la basura que las olas habían traído de mar adentro y habían depositado en la playa, formaba una línea oscura que se confundía con una marca de alquitrán. En este país estamos tan acostumbrados a las imágenes de mares plastificados y aves embadurnadas de chapapote, que estoy tristemente convencida de que si al bajar a la playa nos hubiéramos encontrado con una mancha alargada de fuel, habríamos torcido el morro asqueados, pero hubiéramos seguido contemplando como si nada el mar más allá de la mancha y nuestros hijos hubieran jugado en el trozo limpio de arena. Por suerte se trataba tan sólo de ramas y troncos ennegrecidos por la podredumbre mezclados con chancletas, botas, trozos de plástico y otros desperdicios, pero mayoritariamente, ramas y troncos, y una vez sorteados, la playa estaba limpia y gris. Diminutas figuras obstinadas punteaban la espuma de las olas; eran los surfistas, que seguían ahí desde el verano anterior.


Excepto algún perro juguetón y su amo y una pareja de adolescentes orientales que se hacían “selfies” compulsivamente en todas las posturas posibles, la playa estaba desierta. Nuestros niños se dedicaron a hacer agujeros, castillos y dibujos en la arena y a lanzar palos al mar que las olas les devolvían, como hacen en pleno verano. Pero en esta ocasión, el cielo era casi del mismo color que el mar, puede que un poquito más claro, pero gris en cualquier caso, y el frío de febrero se te colaba dentro hasta el tuétano de los huesos. Quien haya visto la película “La carretera”, sabrá de qué hablo si digo que un sentimiento de soledad y desazón me invadió cuando miraba el horizonte. Parecía, como en la película, que el apocalisis hubiera llegado y pasado. Ante mis ojos, lo que había quedado después de la hecatombe: la soledad de un mundo aniquilado, sobre el que nunca más iba a brillar el sol, y la lucha desesperada por la supervivencia (desesperanzada, instintiva) de los pocos humanos todavía vivos.





IMG_5449.JPG


IMG_5448.JPG
Playa de Gros


Como en la peli, como en el libro, mis dioses son mis niños. Los únicos seres realmente felices sobre la Tierra.


(Recomiendo fervientemente la lectura de “La carretera” de Cormac McCarthy o la visión de la película basada en la novela y protagonizada por Viggo Mortensen. Ambas me parecen espectaculares).




El día terminó mal, para qué mentir: tardamos aproximadamente hora y media en encontrar la entrada al parking donde habíamos dejado el coche. Caminando bajo la lluvia primero con alegría, luego con dedicación, más tarde con resignación y finalmente con una mezcla de cansancio e incredulidad. El coche no se había movido de su sitio; nosotros nos habíamos pateado todas las calles de Donostia, algunas dos y tres veces.
Durante nuestro periplo vimos a niños disfrazados acudiendo a alguna cita carnavalera, tiendas de ropa cara, pastelerías de ensueño… y a medida que nos adentrábamos en el atardecer donostiarra, la sensación de no pertenecer a ese lugar era cada vez mayor. Como en las peores pesadillas, lo que buscábamos siempre estaba un poco más allá. Al final salimos de la ciudad derrotados y calados hasta los huesos de una lluvia triste que tardará un tiempo en secarse. (No en el caso de los niños, que viven el presente y para los cuales el ayer no existe).


Donostia seguirá allí, anclada en el Cantábrico, mientras nosotros crecemos y envejecemos, dando la impresión de que se renueva cada año, con su famoso festival de cine, su Kursaal futurista y sus turistas adinerados y selectos. Pero el mar sabe la verdad, y la verdad es que Donostia cumple los mismos años que las demás ciudades y que, cuando todo haya desaparecido, sólo quedará el mar, el cielo gris y la playa desierta.



FullSizeRender.jpg

jueves, 12 de febrero de 2015

Los amantes de piedra




LOS AMANTES DE PIEDRA





IMG_5295.JPG





Sí, ya me ha llamado la señora Ponti hace un rato y me ha contado lo de la verja. Tengo que decirle que la culpa es mía. Llegué muy tarde y cansada y no me di cuenta de que se quedaba mal cerrada. Espero que no haya habido ningún… incidente por mi culpa. Entiendo, señora Rochetti, le aseguro que no volverá a ocurrir. Sí, descuide. Por mi parte prestaré mucha más atención. Lamento lo ocurrido. Todo claro. Que pase usted un buen día. Adiós, adiós…


Elena Lavolta se quedó mirando el teléfono blanco recién colgado. Su cara era de fastidio, sobre todo consigo misma por haber sido tan poco cuidadosa. Hacía tiempo que los vecinos no le llamaban la atención por nada y eso era de agradecer (¡seis familias en el bloque y a veces parecían sesenta!) pero se había acabado la buena racha. Tenía que prestar más atención a estas cuestiones comunitarias, se recriminaba Elena con la toalla sobre los hombros y el pelo todavía mojado goteando sobre sus pechos. En la cocina la cafetera lanzaba sus últimos estertores y finalmente el café empezaba a hervir y a requemarse en su interior. 

- ¡El café!  -se acordó de pronto Elena corriendo a apagar la placa de la vitrocerámica, y unas gotas ardientes le quemaron la piel al agarrar con demasiado ímpetu el asa de la cafetera. ¡Aaay! En la vida hay mañanas así, pensó con resignación. Mañanas en que la cocina huele a chamuscado, cuando debería oler a café recién tostado.


Se enrolló una toalla en la cabeza y empezó a vestirse para ir al trabajo. Luego recogió un poco el salón, guardó de nuevo la botella de whisky en el mueble bar y se tomó finalmente su café mientras leía los titulares de las noticias en la versión digital de su móvil. De momento, ninguna mención a la excavación. Buena señal.


Sacó el coche del garaje y enfiló la avenida que la alejaba del centro y la dirigía al norte de la ciudad, al barrio de Valardo, donde llevaban trabajando en las excavaciones cerca de tres años. Le parecía que esos tres años habían pasado volando y, al mismo tiempo, que llevaba toda la vida excavando en Valardo. Tres años ininterrumpidos de trabajo arqueológico era un récord del cual se congratulaban diariamente los directores del proyecto, entre ellos Elena, conscientes del momento coyuntural propicio que había hecho posible tanto el dinero necesario para acometer la investigación, como el favor de las Autoridades, que veían en el desarrollo del proyecto una forma de venderse a la ciudadanía como promotores culturales. Como suele suceder habitualmente, la casualidad dio con los primeros restos, al levantar sin querer la empresa promotora de una urbanización de lujo, las primeras piedras de lo que parecía ser un asentamiento humano primitivo. Dado aviso a las autoridades pertinentes, las primeras prospecciones sacaron a la luz que se trataba de un asentamiento de notable importancia que podría rondar los 1.500 a 2.000 habitantes. La gestión, sorprendentemente, pasó a manos de las Autoridades, que decidieron priorizar el valor histórico del hallazgo, -tal vez con vistas a promocionar el turismo cultural en la ciudad, que por otro lado contaba ya con bastante oferta-, pero sea como fuere, el proyecto recayó en la Universidad y el Ministerio destinó una partida bastante generosa para llevar a cabo la investigación.
Cuando le llegó a Elena la invitación para participar en el proyecto como co-Directora, se encontraba dando clases en su Cátedra de la Universidad de Perugia y, así fue la cosa: terminó su jornada docente a las 14.00 horas y llamó al Rector para comunicarle que dejaba su puesto y se iba a Mantova. No se lo pensó ni un minuto. ¿De verdad había algo que pensar? Siempre había soñado con algo así y ahora era el momento de hacerlo. No tenía cargas familiares, ni siquiera un gato o un canario que dependiera de sus cuidados, y sí mucha ambición y un cierto hastío de la rutina universitaria y de unos calendarios anuales que parecían calcados de año en año.
Tal vez lo más complicado de su decisión fuera tener que deshacerse del precioso hibernáculo lleno de plantas exóticas que tenía en la parte posterior de su casa… pero también asumía que todo tenía un principio y un final. (Se le ocurrió poner un anuncio en la red para alquilar la casa a alguien amante de las plantas que estuviera dispuesto a ocuparse de ellas a cambio de un alquiler moderado y enseguida le salieron unos cuantos pretendientes. Contactó con ellos para una entrevista y finalmente se decantó por una joven filóloga que trabajaba en un centro de jardinería y parecía tener muchos conocimientos del tema. A parte, la chica le cayó bien y empatizó rápidamente con su estilo hippie y su visión romántica de la vida, era realmente joven y hippie, y eso fue definitivo).
La decisión estaba tomada y la ilusión por el nuevo proyecto iba calando poco a poco en los huesos y en el cerebro de Elena. Como no era la primera vez que se mudaba, conocía perfectamente los pasos a seguir. Los siguientes dos meses los dedicó a conseguir una nueva vivienda, contactar con los demás miembros del equipo, gestionar papeles del banco, contratar la empresa de mudanzas… lo típico.  


Casi tres años después de haber dado el paso, las excavaciones iban ya por su cuarta fase (de las siete en las que estaba dividido el proyecto). Era finales de marzo y la prospección de la cuarta ladera, llamada la Ladera de Jeremías por la casucha que se levantaba en ella propiedad de un tal Jeremías y sus cinco perros, avanzaba con cautela pero sin pausa. Una primera cata en la tierra había dado con restos óseos, que un análisis en el laboratorio dató en unos 5.000-6.000 años atrás! Restos óseos humanos. Concretamente del Neolítico. Impresionante. Inmediatas exploraciones posteriores dejaron al descubierto lo que parecía ser un camposanto con un importante número de tumbas. El hallazgo se había producido el mes anterior, pero tanto la Universidad como el Equipo de Investigación prefirieron guardar silencio sobre él, por lo que la publicidad del descubrimiento pudiera interferir en el propio trabajo de desescombro y porque todavía no estaban muy seguros de lo que se iban a encontrar.
Elena sentía algo que no podía definir, pero que la llenaba de una extraña energía y la iluminaba por dentro. Y no era el advenimiento de la primavera, como le sugirió una noche su colega Lavinia Pedrosa, arqueóloga brasileña con la que compartía profesión y cierta camaradería. Ni tampoco era el efecto anestesiante del whisky, que por esa época Elena tomaba sin remordimientos prácticamente a diario. Asimismo el Doctor Anthony Cullum, el profesor de Historia especializado en el Imperio Romano, co-Director del proyecto, había captado esa transformación de Elena y estaba como embrujado por el extraño brillo que desprendían sus ojos cuando la miraba. Bien cierto es que a sus cincuenta y un años, Elena no esperaba ya deslumbrar a ningún hombre, ni siquiera despertar en ellos un mínimo de curiosidad o deseo… pero exactamente eso era lo que estaba ocurriendo sin que ella se diera cuenta. Aquella excavación era la culminación de su carrera profesional como arqueóloga, algo en lo que había soñado desde siempre y que por fin se materializaba. Había tenido que cambiar de ciudad de residencia, dejar un puesto fijo y cómodo en la Universidad para lanzarse a un proyecto sin garantías ni fecha de finalización, adaptarse a sus nuevos compañeros, a sus nuevos vecinos (estaba en ello), hacerse a la soledad de un piso a estrenar… Pero no se arrepentía. No ahora que el fruto de sus esfuerzos se iba desenterrando día a día ante sus ojos e iba tomando la forma de un asentamiento romano, poblado hacía más de dieciocho siglos por hombres y mujeres de carne y hueso y ahora… ahora también un asentamiento mucho más antiguo, ¡del neolítico! ¡Era más de lo que cualquier arqueólogo podía soñar…!. ¡Oh, cómo adoraba las piedras enterradas, los vestigios de una antigua civilización que le permitían imaginar a sus antepasados ejerciendo sus labores diarias, trabajando, comiendo, durmiendo…! Aquí un trozo de vasija ennegrecida cerca de restos de carbón de un fogón de cocina, allá una azada ya roma para trazar surcos en la tierra y sembrar el grano, a veces incluso las propias semillas de cereal, o los restos de un aljibe, el trazado de las canalizaciones de agua por las calles, un perfecto empedrado, una vía, ¡el zoco….! ¡Qué maravilla!
Ahora se levantaba por las mañanas y hasta que las baterías del frontal de su casco no empezaban a dar muestras de agotamiento, no abandonaba el campo de trabajo y los guantes polvorientos. No se cansaba de dibujar, recopilar muestras, tomar notas, plantear hipótesis, enlazar referencias… su cabeza era un hervidero de datos y coordenadas. A sus cincuenta y un años, Elena vivía una explosión de creatividad, tenía más capacidad de trabajo que nunca, y su entusiasmo desbordante la hacían vivir una suerte de segunda juventud. A ratos se sentía realmente eufórica. Cada piedra tallada que emergía de ese despoblado le daba un motivo para sonreír e iba dibujando en su cabeza y sobre el mapa la forma exacta de una antigua civilización.
De igual forma Luciano Santori, el maquetista del grupo, estaba también emocionado y se repetía una y otra vez que aquella iba a ser su obra maestra. “Maestro”, le llamaba Elena, cuando se cruzaba con él en la cantina o de camino a las excavaciones. Luciano inclinaba la cabeza y por dentro sólo alcanzaba a pronunciar una palabra: “¡bellisima!”, en referencia al cuerpo más bien redondo y todavía tostado al sol de Elena, donde unos pechos generosos embutidos en una camisa de trabajo competían con unas nalgas anchas pero firmes, fruto de horas de rastreo arriba y abajo de las suaves colinas que ahora les secuestraban.
La Doctora Elena Lavolta habría querido que aquello durara para siempre… tal era su pasión por su trabajo. Su entusiasmo se contagiaba como una enfermedad y en Valardo reinaba el compañerismo y el buen humor, de manera que hasta los estudiantes elegían de primera opción Valardo como destino donde realizar las prácticas de la carrera, y aunque sólo había sitio para doce, en verano, cuando el selecto grupo becado por la Universidad aparecía por las excavaciones con sus gorras nuevas, sus cuadernos y grabadoras, sus botas todavía brillantes, su sonrisa ingenua… Elena sentía una ternura inconfesable por todos y cada uno de ellos. Puede que su visión le hiciera rememorar a una Elena veinteañera, soñadora, apasionada como también ella había sido, recorriendo sin descanso uno y otro país en busca de los mejores profesores, los mejores especialistas, los mejores maestros. Ahora ella era la maestra, la que más sabía, la que compartía con los muchachos su experiencia y conocimientos. Eso la ponía un pelín nostálgica pero como buena historiadora y arqueóloga, conocía bien el significado del paso del tiempo, y lo aceptaba con bastante buen humor.
A una edad en que muchas mujeres empiezan a sufrir los molestos cambios hormonales de la menopausia, Elena estaba tan enfrascada en sus descubrimientos que apenas ponía atención a su propio cuerpo y si en algún momento padecía sofocos, su mente ajetreada los atribuía al calor del verano o a la pendiente moderada de la ladera.
Una vez una mujer que conoció en un camping, al enterarse de que era arqueóloga, le preguntó: “ y qué sentido tiene seguir desenterrando restos del Imperio romano en Italia? ¿No está todo claro, ya?”
Esto le dio que pensar. Por supuesto que el grueso de la civilización romana ya había salido a la luz (si es que algún día desapareció) y se sabía prácticamente todo de ella, pero siempre podía haber sorpresas, ¿no? Un “domus” de dimensiones extremas, un documento extraoficial sobre los usos y costumbres sexuales de la época, un templo dedicado a un extraño dios oscuro… un mosaico que representara un encuentro con los extraterrestres… ¡Bueno! Todo arqueólogo soñaba con encontrar algo extraordinario, fuera de lo común… y Elena en eso no era ninguna excepción…
Y esta vez… sentía que estaba próxima a encontrar ese algo. No sabría decir por qué, pero así era.


Esa noche Elena se quedó hasta tarde preparando el “Power Point” con el informe que trimestralmente debían presentar y enviar a la Universidad sobre el avance de las prospecciones y las últimas conclusiones. Era un trabajo pesado que se repartían entre todos, de forma rotativa, y que exigía un gran esfuerzo de recopilación y síntesis. A Elena le dolía la espalda de estar inclinada sobre el ordenador y los ojos empezaban a pesarle detrás de las gafas de leer. Separó la vista del monitor y suspiró. Su mirada se posó en la fotografía enmarcada que descansaba encima del escritorio. Era de hacía por lo menos veinte años, pero nunca había sido capaz de desprenderse de ella. La imagen mostraba una pareja vestida al estilo montañero, ella con la cabeza apoyada en el pecho de él, que le pasaba dos palmos, sonrientes bajo un cielo luminoso y con unos pinos mediterráneos de fondo.


Elena y George. George y Elena.
En esa foto estaban en Sicilia, visitando un yacimiento. Y todavía se querían.
Ahora todo aquello parecía muy lejano. Incluso a veces Elena tenía la impresión de que eran dos personas diferentes, no ella y George, sino dos desconocidos de vacaciones por el Mediterráneo cuya foto habría aparecido por error en esta nueva casa.
Con George se habían separado hacía ya siete años. ¿Qué había pasado? Cuando comunicaron su decisión a las respectivas familias, nadie se lo podía creer. La hermana pequeña de Elena hasta le rogó que no lo hiciese, convencida de que estaban cometiendo un terrible error. Pero la decisión estaba tomada. ¿Puede acabarse el amor? ¿Como se acaba una botella de vino o un queso…? Elena pensaba que sí, que el amor puede terminarse, aunque igual sería más correcto decir que puede marchitarse, seguramente de no regarlo suficiente. Cuando te olvidas de una planta demasiado tiempo, decía Elena, que en cuestiones de plantas entendía bastante, las hojas empiezan a perder brillo y tersura, todo el cuerpo de la planta se ablanda y tiende a doblarse al no poder soportar el peso de las ramas. Si sigue sin recibir agua, empieza a resecarse centímetro a centímetro, en sentido contrario a la raíz, hasta que pierde todo signo de vida y queda reducida a un matojo seco. La planta ha muerto. Algo así nos pasó a George y a mí, contaba siempre Elena a quien quisiera saber. Esa era la versión oficial, aunque en su interior sentía que había algo falso en esa afirmación. Porque si bien era cierto que el amor entre ellos se había marchitado, pasados siete años, ¿acaso no era otro tipo de amor el que sentía ahora Elena por George? Le seguía queriendo, en la distancia, en la soledad de su medio siglo de vida… pero seguía sintiendo que era él a quien amaba. Y eso también era amor.


Puede que sus respectivos trabajos, tan absorbentes, tan pasionales… tuvieran la culpa del deterioro de su relación. George con sus novelas, Elena con sus piedras.
George, como tantos otros escritores, no había conseguido mantenerse en el resbaladizo pedestal del éxito. Cuando Elena le conoció, con 35 años, George había escrito su libro “Los amantes de piedra” con gran aplauso de la crítica y millonarias ventas, habiéndose traducido a más de catorce idiomas. El título del libro intrigó a Elena, que se topó más bien por azar con la presentación del libro en la famosa librería “Stanford’s” del Covent Garden de Londres. Se encontraba paseando por la ciudad en uno de los descansos del “ Vº Congreso Internacional de Arqueología” al cual asistía en calidad de oyente, cuando vio el cartel y decidió entrar.
Entonces lo vio, detrás de una mesa blanca, solo en su via crucis particular, el pelo prematuramente cano, mareando unos apuntes. Durante una hora le escuchó hablar en un inglés correcto pero con un marcado acento del este, y le fascinó su voz grave, sus ademanes soñadores, sus palabras sobre el amor y la vida. Los focos y los nervios le hacían sudar de manera copiosa y de vez en cuanto se pasaba un pañuelo blanco de caballero por la frente. Por suerte, tenía una sonrisa maravillosa y sus manos eran finas y ágiles, como mariposas tratando de compensar unas palabras insuficientes. En un momento dado dijo: “Lamento no expresarme como quisiera; supongo que no se me da muy bien. Por eso escribo”. El público rió. George tenía ese encanto natural. También Elena supo ver en él al chico tímido y sensible que sería siempre. Compró el libro y esperó en la fila a que se lo firmase. Por alguna razón, Elena sintió la necesidad de seducir a ese hombre y se desabrochó el botón de arriba de la blusa a propósito. De cerca le pareció aún más atractivo y, llevada por un impulso nuevo y desconocido, cuando se vio frente a él, inclinada a escasos centímetros de su cara, le preguntó sin rodeos si quería tomar una copa con ella cuando terminara todo el jaleo. “Le estaré esperando en el pub que hay en la esquina”, se oyó decirle en su renqueante inglés, ¡y hasta le guiñó el ojo!
Años más tarde se reirían del descaro de Elena, que por cierto nunca más afloró.
Y aunque la hora de espera que tuvo que soportar Elena sentada en el pub hasta que le vio aparecer, pinta va pinta viene, fue la más larga y dura de toda su carrera, sin duda tendría su recompensa, puesto que a partir de ese momento sus sonrisas ya no se despegaron una de la otra.
Algo mágico había ocurrido esa primavera en Londres y muchos lo llamarían amor.


Fijaron su residencia en Italia, donde Elena había empezado a trabajar en la Universidad, y durante unos años fueron tan felices que parecía que hubieran nacido el uno para la otra y que nada podría separarles. Hacían el amor tan a menudo que empezaron a pensar si no se habrían vuelto unos adictos al sexo. Pero era así, abrazados, entrelazados en cuerpo y alma, como se sentían más dichosos. Les bastaba una mirada para saber que su deseo estaba de nuevo encendido y a punto.
George siguió escribiendo, todos los días, con metódica dedicación, y Elena preparaba sus clases con ilusión. Hacían viajes a sitios extraños, la mayor parte de las veces para ver ruinas o cuevas prehistóricas, se leían historias a la luz de las velas, iban a nadar al mar al atardecer, se envolvían en las mismas mantas y salían al raso a ver las estrellas… eran dos treintañeros enamorados.
Pero pasaban los meses y George no parecía encontrar ni el tono ni el tema de su nueva novela. Decidió no agobiarse y disfrutar de su hermosa compañera y de esta nueva y dichosa vida. Era como si su escritura echara en falta estados de ánimo como la soledad, la melancolía, la tristeza, en los que inspirarse… y al lado de Elena esos sentimientos simplemente desaparecían. Con Elena todo era amor, paz, felicidad, sexo maravilloso.   
Logró escribir una novela corta sobre un escritor (por supuesto él mismo) que tenía una aventura con una mujer torbellino que le llevaba a la ruina (¿temía George que le pasara eso realmente?) más absoluta y le dejaba tan exhausto física y psíquicamente que era incapaz de escribir ni una sola línea. Indicativo.
Pero la novelita no tuvo el éxito esperado y más de una reseña no la dejó en muy buen lugar. Eso fue el empujón que precipitó al hipersensible George al pozo oscuro y resbaladizo que luego los médicos diagnosticarían como depresión, pero que en esos días se asemejaba más a una nube grisácea que desaparecía en contacto con el cuerpo soleado de Elena. Puede que ella, enfrascada en sus clases, en sus conferencias y simposiums, en su maravillosa carrera emergente, no viera lo que estaba pasando. Puede que sin saberlo, Elena estuviera alejándose de George a la misma velocidad que George estaba alejándose de ella. El caso es que él nunca le recriminó nada y a ella le dolió que así fuera, porque de haberlo sabido… si él se lo hubiera pedido... lo habría dejado todo. ¿Lo habría dejado todo? George no le dio la opción de comprobarlo. No confió en ella. No la creyó capaz. Y eso Elena nunca se lo perdonaría.
Su relación duró siete años. Siete maravillosos años. Tal vez para ser más fieles a la verdad, de los siete años que duró la relación, cinco fueron maravillosos, uno lleno de dudas y el último, un mar de tristeza.


Pero todo tiene un principio y un fin y la relación de Elena y George terminó.
George se instaló en París y Elena siguió con sus clases y sus piedras. La soledad se adueñó de los corazones de ambos, y sólo la necesidad de respirar y salir a buscar el sustento para vivir diariamente, consiguió que no murieran de pena.  
Como en la Prehistoria, como en la Antigüedad, como en la Edad Moderna y Contemporánea, como en el Futuro: lo que mueve a los hombres y las mujeres no es el amor, sino el hambre.


En esa foto George le acariciaba un rizo por encima del hombro; Elena se acordaba hasta de ese detalle, mientras un escalofrío le recorría la espalda. Cogió la botella de whisky y volvió a llenarse el vaso vacío.
Lavinia le había advertido de que bebía demasiado, seguramente con razón, pero el alcohol tenía la virtud de difuminar el dolor, cuando aparecía. Con gusto habría llamado a George esa noche y le habría preguntado, como esa vez hacía tantos años, si le apetecía tomar algo. Pero el acuerdo al que llegaron tras la separación decía bien claro que Elena se comprometía a no contactar con George a no ser que él se lo pidiera. Y eso no había sucedido en siete años.


Tomó un trago de whisky que le quemó la garganta y se obligó a seguir escribiendo el informe. El reloj marcaba las dos de la mañana. En el jardín comunitario que compartía con los otros vecinos del inmueble, una gata en celo lanzaba su maullido espeluznante una y otra vez. Un macho le respondía. Y aún otro más. En breve tendría lugar el milagro de la concepción. También los hombres primitivos habían rendido culto a la vida desde el inicio de los tiempos. Y la reproducción era la más sagrada de las actuaciones de la Naturaleza. Como bien solía contar Elena en sus clases, cuando hace 10.000 años el hombre del paleolítico modelaba con sus preciadas manos las estatuillas de barro de mujeres gordas, con grandes senos y exageradas nalgas, las conocidas como Venus, no era porque se excitara con su visión, ni siquiera porque gustara de contemplar el cuerpo femenino, sino porque sabía que la reproducción era la finalidad, si no la necesidad, última de su especie. Y de esa forma estas estatuillas cumplían la función mágica de ser amuletos para la fertilidad. El clan pedía a las fuerzas de la naturaleza, -los dioses siempre presentes, poderosos y misteriosos-, que hicieran a sus mujeres fértiles para dar a luz a nuevos miembros de la comunidad, que seguirían avanzando por el mundo para llevar la vida humana un poco más allá. ¿Con qué fin? ¿Para qué? Esa pregunta siempre había gustado a Elena, pero más le gustaba todavía la respuesta: porque sí, para vivir. Para seguir viviendo a pesar de todo.


Terminó el informe, le dio a gravar. Se tiró sobre la cama como iba vestida y se durmió al instante.


El despertado sonó a las 6.30h en punto. De buenas a primeras, nada más encender la luz, la cabeza le dio un poco de vueltas, pero enseguida fijó la vista en un punto del armario-espejo y éste le devolvió una imagen ya bien clara de mujer-desperezándose-con- los-rizos-en-desorden-y-la-ropa-arrugada. Se fue a la ducha de cabeza y al salir se sintió bastante mejor.
Intentó tomarse el café recalentado del día anterior pero sabía a rayos, así que decidió bajar al bar de la esquina, aunque no tenía por costumbre hacerlo, pero esa mañana necesitaba un café de verdad. Con su portátil bajo el brazo y la mochila de campo, entró en la cafetería y pidió un café bien cargado. El bar olía divinamente; se pidió también un croissant. Hoy tenía que estar en la Universidad a las 10.00h para hacer la presentación trimestral, así que le sobraba tiempo de sobras para revisar el informe. Se sentó en una mesilla del fondo y encendió el portátil. Abrió el correo por si algún colega le había mandado algún mensaje importante, pero no había novedades respecto al día anterior. En su correo personal encontró unas fotos de sus sobrinos disfrazados de algo parecido a... ¿unos embutidos…? Su hermana nunca era muy rápida mandando fotos, pero por lo menos eran fotos de los carnavales de este año. Jessica, que con once años era ya casi más alta que su madre, sonreía divertida con la cara pintada de rosa y Luca, que tenía nueve y seguía los pasos de su hermana, la miraba con picardía y parecía querer comérsela. Una salchicha intentando comerse a otra salchicha. Jaja, ver a sus sobrinos siempre le hacía esbozar una sonrisa. Eran niños felices, de eso no cabía duda, pero tenían tanto que aprender todavía...
Entró en el informe. En él se detallaba el fin de los trabajos de la 3ª fase y se esbozaban los descubrimientos recientes de la Ladera de Jeremías. Sin saber por qué, el corazón se le aceleró mientras releía la parte del hallazgo de las tumbas. Sin duda ese espacio sepulcral inesperado les había dejado a todos sin palabras. Cuanto más antiguos los restos, más relevancia y notoriedad revestían. Estaba impaciente por seguir excavando, y tanto formalismo y tanto informe no hacían más que retrasar las investigaciones, pensó molesta. Tendría que esperar a la tarde para volver a trabajar sobre el terreno. En fin, miró el reloj y decidió ponerse en marcha hacia la Universidad.


Su exposición de los trabajos realizados, salpicada de fotos y datos, hipótesis y conclusiones expertas, satisficieron a todos como de costumbre -el nivel era altísimo, se mirara por donde se mirara, estaban ante una de las mejores-,  y después de los estrechones de manos y las felicitaciones de rigor, Elena por fin pudo desaparecer del acto.
Cuando ya se iba toda decidida a por el coche, una voz que la llamaba por su nombre de pila la hizo girarse. 

- ¡Elena!
- ¡Doctor Cullum!
- Llámeme Anthony, por favor
- …….
- ¿Va usted a Valardo por casualidad? ¿Podría llevarme? Estoy sin coche.
- ¡Por supuesto! Vamos
Una vez en el coche Elena cayó en la cuenta de que era la hora de comer y desde el croissant de la mañana no había probado bocado. Le preguntó al Doctor Cullum si había comido y al contestarle éste que no, paró el coche en un restaurante de carretera que conocía y estaba de camino a las excavaciones. Los camiones alineados en el aparcamiento y el olor a frituras que despedían los extractores de la cocina parecieron asustar un poco al pobre Doctor Cullum, que sin embargo aguantó caballerosamente la puerta a Elena para que ésta entrara primero. La camarera detrás de la barra saludó a Elena con un familiar  “¿qué tal le va, profesora?” y con un movimiento de cabeza le señaló una mesa cerca de la ventana. A primera vista el traje y corbata del Doctor Cullum eran los únicos de todo el restaurante. Algo intimidado, el profesor siguió a Elena y se sentó en la silla de plástico naranja. El ruido de la tele era ensordecedor pero sorprendentemente por encima se oía el tintineo de las tazas y los vasos al salir del fregaplatos. Enseguida apareció una moza jovencita, con las orejas y la nariz perforadas por varios sitios y el pelo rapado sólo por uno de los costados del cráneo. Les cantó el menú a más velocidad de los que sus mentes universitarias podían aprehender y tuvo que repetirles los platos más despacio. Cuando quedó claro lo que querían, desapareció tan rápida como había venido.
Elena llenó los vasos con el vino que ya estaba en la mesa y propuso un jovial brindis ¡por la Ladera de Jeremías! El Doctor Cullum, que no solía beber nada, decidió callar y brindar con su colega, que esa mañana, tal vez por la luz que entraba por los ventanales del restaurante, por el reflejo de los cuadros rojos y blancos del mantel o por esos rizos oscuros sobre su cara de muñeca… estaba más guapa que nunca.
Como suele ocurrir en estos casos, hablaron de trabajo y compartieron opiniones, pero tal era su pasión hablando del tema, que cualquiera hubiera dicho que estaban intentando arreglar su matrimonio. El Doctor Cullum la miraba embelesado mientras hablaba, no podía evitarlo, y en dos ocasiones la camarera tuvo que llamarle la atención para que retirara las manos del plato que se iba a llevar o le confirmara que era panacotta lo que había pedido de postre. Mientras pasaban de un plato a otro, de una botella de vino a la siguiente, Anthony Cullum iba entendiendo que esa mujer que tenía delante podía abrirle unas puertas que él jamás había cruzado. A duras penas podía entrever cómo sería una vida a su lado, pero intuía poderosamente cómo sería una noche de sexo con ella. Llegado a este nivel de pensamientos, decidió pasarse al agua, creyendo que el vino le estaba excitando más de la cuenta... pero no era el vino, era Elena. La mujer torbellino una vez más.


Salieron del restaurante embriagados por una conversación profunda y amena a partes iguales que, curiosamente, en tres años que llevaban trabajando juntos, nunca habían tenido antes. Al menos no con esa intensidad. Les brillaban los ojos como si estuvieran ardiendo de fiebre por dentro. Todavía algo confundido -¿debería haberse sentido más bien ofendido?- por no haber podido pagar él la comida como pretendía, el Doctor Cullum se debatía entre sacar pecho e intentar seducir a esa mujer o rendirse y dejar que fuera ella la que le siguiera seduciendo a él hasta el final. Afortunadamente para su cordura, sus modales de gentleman no le permitieron ni una cosa ni la otra.
El coche arrancó hacia Valardo.


Marc Anthony Cullum era británico, concretamente del condado de Norkfolk, donde numerosas vías romanas atraviesan la tierra en todas direcciones. Desde muy pequeño se sintió fascinado por la cultura del Imperio romano, hasta el punto de licenciarse y doctorarse en Historia Antigua, Arqueología y Paleontología. Su especialidad, sin embargo, era Roma. Hoy día era considerado una eminencia mundial y no había excavación o proyecto que se preciara que no contara con “The gentleman”, como se le conocía popularmente en los círculos. Trasladarse a su querida Italia en un momento dado le había parecido lo más justo con su espíritu y entre ruinas y piedras milenarias siempre se había sentido cómodo. Sin embargo, siempre había un momento en que sus raíces británicas le traicionaban. En esta ocasión, con una Elena desbordante de pasión, entregada, quien sabe si dispuesta a compartir su fuego con él (o al menos eso era lo que él pensaba)… dejó apagar la llama deliberadamente y optó por volver a pisar terreno seguro, que en el fondo siempre le había dado buenos resultados. En buena ley consideraba que no podía ni debía hacerle esto a Ann, su querida y amantísima esposa. Hoy Ann le estaría esperando como todos los días para cenar a las siete en punto, tal vez con un exquisito guiso de cordero y una tarta de manzana de postre, su preferida, y verían juntos la tele un rato. Luego él se iría a su despacho a revisar algunas cosas y Ann se quedaría recogiendo la cocina y cuando se decidiera por fin a ir a la cama, ella ya estaría dormida y se tumbaría a su lado percibiendo el olor a sábanas limpias y recién planchadas que siempre le encantaba. Por eso para cuando se bajaron del coche, veinte minutos más tarde, Anthony Cullum había recuperado el blanco en sus mejillas y la lluvia en los ojos y, como si le hubieran echado un chorro de lejía por encima, toda la magia entre ellos se había esfumado.
 
Elena se despidió de su colega con dos besos en las mejillas, deliberadamente ajena a las profundas transformaciones en el alma del arqueólogo y le informó que estaría en la ladera de Jeremías por si quería unírsele en algún momento. Pero ya el doctor Cullum se alejaba de ella con rapidez.
Una vez dentro del despacho de campo, una flojera repentina le obligó a sentarse en la silla. ¡Hasta ahora su trayectoria profesional había sido intachable y no había motivo ni mujer capaz de cambiar eso!, argumentaba para sí mismo un envejecido Cullum, incapaz de hacer ya nada de provecho en toda tarde, excepto esperar a que dieran las seis para volver a casa.
(Esa noche Ann percibió algo inusual en la forma en que su marido la miraba, como si no se atreviera a hacerlo del todo, y le preguntó si se encontraba bien. La sospecha de una pequeña infidelidad anidaría desde aquel día en la mente lanuda de Ann como una molesta garrapata).


Mientras tanto Elena seguía remontando la ladera. Quería tener una visión panorámica de todo el conjunto excavado hasta el momento. El recién descubierto campo funerario se extendía a lo largo de varios cientos de metros y la tumbas, como una colmena de abejas, aparecían excavadas una al lado de la otra en sentido este-oeste, la cabeza siempre al este en señal de renacimiento. ¡Qué espectáculo! Y pensar que esos cuerpos descansaban allí desde hacía miles de años... En cierta manera, Elena no podía dejar de sentirse una profanadora de tumbas. La ciencia no lo justificaba todo, al fin y al cabo, y levantar esas losas (¡algunas de más de cien kilos de peso!) para mirar en su interior… era profanar algo sagrado.
¿Qué diferencia había entre sus manos enguantadas de arqueóloga y las de los expoliadores de tumbas faraónicas en Egipto? Es cierto que ella perseguía el saber, la ciencia, el conocimiento, y no la movía un instinto lucrativo… pero hacía 6.000 años, unos hombres y mujeres como ella, con la misma capacidad craneal, los mismos instintos y sentimientos, habían enterrado allí a sus semejantes con el propósito de que sus almas trascendieran al otro mundo (la mayoría de cuerpos eran enterrados con piezas del ajuar personal del fallecido... ¿por qué, si no creían que les iban a servir más tarde, les iban a enterrar con ellos?), y ahora ella, en nombre de la ciencia, una simple mujer del siglo XXI, se atrevía a exhumar esos cuerpos que, con toda probabilidad, serían trasladados de sitio, puede que a los sótanos de algún museo y dejarían de reposar para siempre en ese rincón sagrado. ¿Era eso justo? Mejor dicho, ¿era eso lícito?
En esos pensamientos estaba cuando Luciano Santori, el maquetista, se le acercó por detrás y dijo:

- Sé lo que está pensando, querida Elena
- ¡Maestro!
- Siento haberla asustado…
- No pasa nada, es que estaba pensando…
- Ya sé lo que estaba pensando
- Lo dudo
- ¿Pruebo? Estaba pensando que esto es un sacrilegio
- ¿...? ¿Cómo lo sabe?
- Porque la conozco un poco
- ¿Y está de acuerdo?
- Probablemente
- Pero no podemos hacer otra cosa, ¿no?
- Probablemente no




Se quedaron mirando la ladera de Jeremías. Los perros ladraban alrededor de la caseta y Jeremías limpiaba unos aperos. El sol empezaba a descender suavemente por el oeste, exactamente igual que 6.000 años atrás a esas alturas de marzo. Elena y Luciano sonreían con tristeza. La vida seguía, a pesar de todo.







"5.000 años", canción de Pedro Guerra inspirada en 
"Los amantes de Valardo"



Un grupo de arqueólogos descubre una tumba doble 
en Mantua (Italia, 2.007)
Ver enlace al artículo: