"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Apolo el invisible

Hace muchos días que no publico nada en el blog y no quisiera perder a los pocos (pero fieles) lectores que tengo, así que transcribo un texto que escribí hace ya un tiempo. Desgraciadamente, no ha perdido su actualidad.
Espero que os guste. 








APOLO EL INVISIBLE




                                                                                    "No somos ladrones, ni hemos hecho daño a                                                                                               nadie. Sólo tenemos ciertos problemas para                                                                                             encontrar la alegría de vivir."

                                                                  Emigrante subsahariano entrevistado en las colinas del                                                                     Monte Gurugú, a las puertas de la ciudad española de Melilla








I.



Ya en Europa, en una ciudad del norte de España, Apolo, el invisible, despierta de un sueño sin sueños. El sol está alto y aprieta el calor. Se queda mirando sus pies, ahora fuera de las zapatillas, y da gracias a Dios por estar ahí un día más, unos Kms. más allá. Le parece que se conservan bastante bien, sus pies, para lo que les ha tocado vivir. Los acaricia. Cierra así el círculo de su cuerpo doblegado y en su interior se calma por unos instantes la tremenda soledad. Es un migrante que concede a sus pies la importancia que merecen. Allá fuera va pasando la mañana educadamente. Pero para Apolo no hay prisa, nunca hay prisa, ya.
Se despereza. Estira los largos brazos hacia arriba hasta que sus manos chocan con el cemento pulido del túnel donde ha pasado la noche. Con el tiempo el cuerpo se hace a dormir en cualquier superficie, en cualquier posición... a lo que no llega a a costumbrarse nunca es a la soledad del lecho. De nuevo su pensamiento está con Daphne ahora. Pronuncia su nombre en un susurro y la lengua acaricia suavemente los dientes por su cara interior, luego los dientes se clavan con delicadeza al labio inferior y con ese simple gesto parece que la invoca. Siente su dulce cuerpo como si estuviera ahí a su lado, respira su olor a mujer recién horneada como el pan de la mañana, ve sus dientes jóvenes y blancos sonreirle y decirle, ven, ven... La ve ahora trasteando por la casa, canturreando, sacudiendo las almohadas, removiendo el puchero, alisando la ropa que va doblando, alisándose el flequillo frente al espejo... siempre sonriente, siempre ella. Su sonrisa es algo que Apolo no olvida. Y algo por lo que merece la pena levantarse un día tras otro. Decide por fin salir del agujero, como una liebre sale de su madriguera, con las orejas tiesas, acuciada por el instinto de alimentarse.
Está ya atándose las raídas zapatillas desde el alcantilado de su estómago vacío, cuando ve acercarse por el descampado a un negro como él. Enseguida se da cuenta de que no es un hermano. No, ese hombre es un lobo, una hiena. Le ha visto y viene a por él.

Es importante la perspectiva. Perspectiva significa adelantarse a lo que va a pasar. Y Apolo ha aprendido, a fuerza de días y de muchas noches en vela, a tener perspectiva, aunque sea la perspectiva del miedo. Gracias a ella, Apolo le ve: un negro enorme, de unos 120 kilos (dos veces el peso de Apolo ese verano) que se le acerca a la velocidad de un rinoceronte enfadado. Lleva algo en la mano, una barra de hierro, un bate. Tiene el tiempo justo de cubrirse la cabeza con los brazos en cruz, antes de sentir quebrársele el hueso, tal vez más de uno, de la muñeca de su mano derecha. Un dolor atroz le atraviesa el cuerpo y parte su cerebro en dos como lo haría un rayo con un árbol. Imágenes del bosque se cuelan entonces por la brecha de su mente. De nuevo ese bosque mediterráneo, el olor a pino, a eucalipto, a tomillo y a romero. Otra vez ese dolor que le lleva al borde del desmayo. El Monte Gurugú, última parada antes del asalto a la valla de seis metros de alto que protege Melilla de personas como él. Porque son personas, aunque los soldados marroquíes les peguen como si fueran bestias de carga, y la temible "Guardia", la policía española, les envíe a golpes de nuevo fuera de sus fronteras, pasándose por el forro una y otra vez la Ley de Extranjería.
"Entrer c'est entrer!", "Entrer c'est entrer!", vuelve a oír Apolo gritar desesperado a Clément, su amigo, mientras se tapa como puede el corte en la cabeza con una gorra de lana sucia. ¡Cuántos compañeros heridos, mutilados, desaparecidos... muertos! Sólo la suerte o la mano de un Dios con algo de misericordia permiten que alguno de ellos consiga saltar la valla y esconderse en territorio español hasta que vuelva la calma. Y sólo la suerte o la mano de ese mismo Dios decide que ese pequeño héroe alcance las costas de la Península Ibérica, y se crea ya a salvo en Europa. Pero es una ilusión y ese Dios es inmisericorde, pues Europa ha sido guillotinada y sólo ofrece su cuerpo corrompido a los nuevos colonizadores furtivos como una prostituta rancia y descreída. "¿Es esto lo que habéis venido a buscar?", parece decirles con su sonrisa desdentada, separada de su cuerpo putrefacto, "¡No es mucho mejor que lo que ya teníais...!"
Pero uno emprende el viaje para vivir, Señora; para morir de asco uno se queda donde está. Y la rabia contra ese dolor insufrible por el que ya ha pasado Apolo en el Gurugú y del que se creía ya a salvo empieza a crecer y a crecer y levanta su cuerpo del suelo y consigue agarrar con determinación el objeto golpeante. Se lo quita de las manos y lo lanza tan lejos que no ven dónde cae. El agresor se queda mirando unos segundos el vuelo del arma como si de un pájaro prehistórico se tratase, mientras Apolo aprovecha su ensoñación para golpearle con el puño izquierdo en toda la mandíbula, haciéndole saltar dos dientes que van a parar al suelo, seguidos del propio agresor con la barbilla ensangrentada, demasiado perplejo para moverse.
Apolo se retira entonces de la escena como un felino herido, consciente al fin de su estado, el gesto desencajado, los ojos a punto de salírsele de las órbitas y la mano derecha colgando del brazo como un milagro. Recorre unos kilómetros en dirección al centro, resoplando y sudando, fuera de sí, entre la euforia y el miedo, hasta que empieza a cruzarse con transeúntes que se apartan de él asustados como si estuvieran viendo al mismísimo diablo. Por fin llega a un callejón donde a media altura parpadea una cruz verde. Entra. Un anciano está hurgando en el monedero para pagar a la farmacéutica. No hay nadie más. Los dos se le quedan mirando. Apolo muestra su mano, que está extrañamente abultada y tiene ya un color morado, más oscuro que su propia piel. El anciano mira a la mujer. La mujer le devuelve la mirada. Ahora los dos miran a Apolo, sudoroso, suplicante, tan lleno de...rabia todavía.


- Please... -susurra enseñando la mano rota.

Por fin la farmacéutica reacciona. Le coge el brazo con cuidado y le dice que parece que está fracturada, que tendrá que ir al médico.

- To the doctor
- I'm ilegal
- En Urgencias te atenderán.

Le habla como a un niño. Busca algo en la estantería que tiene detrás.

- Es para el dolor. Tómalas poco a poco

Apolo asiente. Tiene ganas de llorar, pero sabe que no puede derrumbarse, que tiene que ser fuerte, una vez más. El abuelo mira a la farmacéutica y asiente: le acompañará a Urgencias. Total, está jubilado y no tiene nada más que hacer... Y sabe lo que es el miedo, lo ha reconocido al instante en los ojos de Apolo, no en vano ha luchado en una guerra y lo ha vivido de primera mano. Reconocería su olor a heces metálicas allá donde fuere. Siente que su deber es ayudarle.

-¡Ven!

Apolo coge la caja de Nolotiles que le tiende la farmacéutica y apresura los pasos detrás del anciano.

Por el barrio la gente conoce al abuelo. Todos le saludan hoy menos efusivamente que de costumbre, y es que el tipo negro que le sigue no invita a pararse a hablar del tiempo, precisamente. Apolo es consciente de su aspecto. En la farmacia había un espejo y ha tenido ocasión de verse después de mucho tiempo. Lo que Apolo ha visto: un tipo barbudo que le miraba con ojos de fuego y el pelo revuelto, con las narices excesivamente abiertas y los dientes amarillos. Camiseta sucia, grande para su cuerpo diezmado de largas extremidades, parecido a un saltamontes, polvoriento a la vez que grasiento, probablemente apestoso. No recuerda la última vez que se limpió el culo, francamente; aunque ahora no necesita ir al baño todos los días, puesto que no es raro que haya jornadas en que apenas ingiera nada. Pero el golpe en la muñeca le ha sacado de su letargo como de oso en hivernación. De pronto se ha sentido vivo. Tal vez había empezado, sin saberlo, el lento descenso hacia la muerte, y el golpe de un hermano le ha hecho despertar. Al fin y al cabo ¿quién era ese hombre? Un hermano, un ángel. "¡Despierta! ¡Espabila de una vez!" le ha gritado a través de su vara metálica. Ahora Apolo lamenta haberle roto dos dientes. Si no le doliera tantísimo la mano, hasta se reiría un poco del asombroso gancho de zurda que le ha soltado.

En Urgencias el abuelo habla con un hombre detrás de un cristal. Todos miran a Apolo. El hombre hace una llamada y les indica que esperen en la sala contigua. El blanco de las paredes resplandece tras el contorno de Apolo cuando se mueve, en contraste con el marrón oscuro de su piel. Ahora las sillas de plástico naranja de la sala de espera le parecen corchos salvavidas engarzados en medio del blanco y espumoso océano, y de nuevo le sobreviene la náusea. Se deja caer en uno de ellos, mareado. Dos días sin comer, 35 grados de temperatura exterior, la muñeca fracturada por varios sitios... Apolo está al borde de la inconsciencia. Un sopor que huele a algas podridas le nubla los sentidos y ya sólo oye el murmullo de las voces a su alrededor, puertas que se abren y se cierran, su propia respiración pesada...

Cuando despierta, tarda en reconocer el lugar. A ambos lados, asientos vacíos. Busca al viejo con la mirada, pero no está.











                                                           
II.



Hay que sacudir las almohadas o se les queda el hueco de la cabeza marcado, dice Molly, la madre. Daphne las sacude con fuerza y siente los pechos moverse dentro del vestido. El sol apenas asoma por entre los edificios. No mueve aire y ya se siente la peadez del tórrido verano. Se prevé otro largo día sin nubes. La sequía que asola el país llega ya al interior de las casa y penetra en sus habitantes, con efectos devastadores en sus almas. Dos años han pasado desde que Apolo se fue. Desde entonces ni una llamda, ni una carta, ni una señal de vida. Es Apolo el Invisible, aquí también y en la casa ya no se habla de Apolo. Ha desaparecido su foto del mueble del salón (todos sospechan de todos, sin que ninguno se atreva a acusar al otro, y en privado reconocen que dejar de ver su rostro a todas horas ha supuesto un alivio). Hace unos meses Daphne recogió de la calle un gatito abandonado y sin pensarlo mucho le puso el nombre de Apolo, así que cuando llaman al gato, cuando le increpan por hacer sus necesidades fuera de lugar o cuando lo arrullan al anochecer sentados en el sofá, involuntariamente llaman a Apolo el que se fue. Y el pequeño nuevo Apolo llena así los días de Daphne, a falta del Apolo verdadero, el hombre que se marchó en busca de un futuro mejor para ella y su familia.

Dominique, el padre de Daphne, conserva gracias a Dios su empleo de conductor de autobús en la KSB, los azules. Para ir a trabajar se levanta cada día a las cinco de la mañana, y no vuelve hasta pasadas las siete de la tarde, cuando el sol es ya horizontal y lame el reverso de las hojas de los árboles. Cuando llega a casa besa a su esposa y a su hija y se agacha para rascarle la cabeza a Apolo, que ha corrido a sus piernas en cuanto ha oído la puerta. Poco hablador, se retira a asearse del polvo del día y se dispone a cenar con apetito comedido, acostumbrado como está a largas horas de ayuno. Molly sirve la cena con sus manos artríticas. Habla de parientes y vecinos del pueblo que hace años que no ve como si hubiera pasado la tarde con ellos. Echa de menos el pueblo, Molly. En el piso se marchita como un higo y a menudo sueña que pasea por sus calles sin asfaltar o que está en su antigua cocina de leña, en su antigua casa de adobe.

La vida en la ciudad es triste y monótona. Daphne tampoco se libra y malgasta su juvenud en ella, esperando a Apolo. Y mientras en el pueblo natal de Molly los olores pasen libres de casa en casa, en la ciudad cada olor se preserva detrás de cada puerta como un elixir, sin caer en la cuenta sus moradores de que de añejo ha pasado a rancio. Después de cenar Daphne recoge la mesa y se retira a la cocina mientras sus padres ven un poco la tele. Es ahí, en la intimidad de la cocina, mientras observa sus manos fregar los platos, cuando el recuerdo de Apolo se le aparece con más nitidez. Puede ver sus ojos listos que le sonríen con picardía, sus labios perfectos que son como almohadas donde reposar el alma. Puede sentir sus manos calientes acariciándole el vientre, los muslos, el cuerpo entero, mientras le susurra al oído que es la mujer de su vida, que no podría vivir sin ella...
Y sin embargo no pudo retenerlo. Nadie pudo retenerlo. Dijo que era algo que "tenía que hacer". Que volvería a buscarla, que mandaría dinero, que se labraría un futuro fuera de allí, que volvería a buscarla. Y se fue. Hacía ya dos años. Ni un mensaje, ni una llamada, ni una carta desde entonces.

Daphne no tiene miedo de que Apolo haya muerto. Eso no lo piensa porque Apolo es alto y fuerte y tiene mucha determinación. No, el gran temor de Daphne es que Apolo haya conocido a otra mujer y se haya olvidado de ella. Y si Apolo duerme abrazado a otra mujer... ¿no tiene ella derecho a saberlo?
Se le rompe el corazón si lo piensa y se le escapa de los dedos el vaso que está enjuagando. De repente son fragmentos cubistas lo que ve del fregadero y de sus propias manos. Mi amor, mi vida, mi todo...
Seca las lágrimas a la par que la vajilla, todas las noches el mismo ritual, la misma duda, el mismo dolor localizado en el pecho.
Daphne ser convierte en un árbol que espera.








III.



Le han enyesado el antebrazo y se lo han puesto en cabestrillo. Una mujer de unos cincuenta años, de grandes y profundas ojeras, le ha estado haciendo preguntas en un mal inglés y le ha indicado un centro donde le darán comida, ropa limpia y podrá pasar la noche. Apolo no se fía. Cuando cruzó el mar ya estuvo en uno de esos centros y en cuanto pudo mantenerse en pie le dieron la patada y a la calle otra vez. La policía les vio cómo salían, él y otros hermanos, y esperó a la noche para darles caza. Recuerda que en África los blancos criaban animales en las reservas para luego organizar safaris y abatirlos con sus rifles de largo alcance y mirilla telescópica, como si eso tuviera algún mérito. Leones, elefantes, rinocerontes... animales nobles que caían desplomados sin saber siquiera quién era su enemigo. Así visto, pudiera parecer que el hombre blanco necesita cazar seres indefensos para sentirse poderoso; y Apolo no se acostumbra a ser su presa.

Ahora pasea sus pensamientos por esta ciudad extrañamente tranquila. Hay gente durmiendo en los parques, en el césped, debajo de los árboles. Todos en la ciudad van vestidos de blanco y llevan un pañuelo rojo en el cuello. Mayores y niños, todos vestidos de blanco. ¡Extraña ciudad bicolor! La gente parece contenta y, lo que es mejor, nadie repara en él. Hay músicos por las esquinas, magos, vendedores de globos, grupos de adolescentes borrachos andando por entre los coches, parejas abrazándose en los portales. Apolo relee el papel con la dirección que le ha dado la mujer seria. Piensa que por lo menos hoy tiene a donde ir, que siempre es mejor que vagabundear sin otro destino que el del siguiente contenedor de basura, y que le espera un plato caliente que llevarse a la boca. Hoy ha comido una palmera de chocolate y una coca-cola que le ha sacado la mujer de la máquina, no está mal, y antes de eso, medio bocadillo que encontró en la basura hace ya dos o tres días... Pero nunca es suficiente, como un náufrago nunca aplaca la sed... y es mejor que no siga pensando en comida o las piernas le flaquean. Entra en una tienda de periódicos y le muestra el papel al señor del bigote que está detrás del mostrador. Éste asiente y sale con él a la puerta para señalarle por dónde tiene que ir. Debajo del bigote vive oculta una sonrisa tranquila.

Maravillosa ciudad, piensa Apolo, a Daphne le encantaría. Y por primera vez en muchos meses él también sonríe, contagiado del espíritu festivo de la ciudad. Unos metros más adelante, un violonchelo y un acordeón apostados en una esquina atraen con su sonido los pasos de Apolo y por unos minutos no hay hambre ni soledad ni dolor. El lenguaje universal que es la música le habla de amor, de paz, del sueño eterno del paraíso. Se le cae de las mano el papel con la dirección. Un niño a su lado lo recoge del suelo y se lo devuelve y cuando sus deditos rozan los suyos, las lágrimas empiezan a brotar de sus ojos en un torrente que ya no es capaz de parar. Se aleja del corro, avergonzado, sintiendo la mirada intrigada del niño en su espalda, hasta que al doblar la esquina no aguanta más y tiene que sentarse en un portal para vaciar toda sus congoja.
Han hecho falta un gigante con un palo, un compositor muerto hace siglos, dos músicos callejeros y un niño inocente para devolver a Apolo a la vida. Apolo el invisible ha recuperado el color. Ahora llora por la luz del sol que ilumina su cabeza de Homo Sapiens y también por la oscuridad que un mal día se cernió sobre ella. ¿Cuándo se torció el camino de su vida? ¿En qué punto el cielo se oscureció y no hubo más esperanza, más alegría de vivir? Llora por Daphne y por el teléfono móvil y la cartera que le robaron. Por sus hermanos muertos en el camino. Por la suerte inmensa que tiene de seguir vivo.
Mientras tanto, ajena a él, la ciudad baila la alegría de sus fiestas patronales. Hordas de ciudadanos y visitantes pasean arriba y abajo por la céntrica calle llena de bares y tabernas donde Apolo sigue sentado, la cabeza entre las piernas, como un borracho más. Cuando agotado por fin levanta la vista, la calle está entrando en la penumbra pero aún es de día. Le duelen los ojos y el diafragma a causa de la llorera, pero de alguna manera se siente aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Se levanta y aspira el aire caliente de la tarde. Una mezcla de olores le llena los pulmones: vino, cerveza, orines, aceite de freír... el combustible perfecto para volver a arrancar.

Tan sólo cinco minutos más tarde está llamando al timbre de una puerta sin letrero aparente. Le recibe un hombre joven, alto como él, serio, con barba de dos o tres días. Le pregunta algo que Apolo no entiende y éste le tiende el papel que le dio la mujer en Urgencias. El hombre le hace pasar y le invita a tomar asiento. La casa es vieja pero está limpia. Hay plantas por todas partes y un gran mapa-mundi enmarcado en la pared, encima de un sofá marrón. Archivadores, un ordenador, muchos papeles encima de una mesa.
El hombre se presenta, con un suspiro y una sonrisa triste. Parece fatigado:

- Soy Marcelo. ¿Y tú? Quel est ton nom? What's your name?
- Apolo
- Bien, Apolo... Where are you from? How old are you?

El interrogatorio es bastante exhaustivo y se prolonga durante quince largos minutos. Apolo está tranquilo; no tiene nada que perder. Finalmente Marcelo teclea las últimas líneas en su ordenador, le mira a los ojos y le explica una a una, muy despacio, como si ésa fuera la parte más importante y la que menos le gustara tener que tratar, las normas de la casa. Le guía escaleras arriba para mostrarle las habitaciones, un salón con más plantas y una tele y un baño con ducha. Algunos rostros serios y silenciosos les observan. Marcelo rebusca en el armario empotrado del pasillo y saca una muda completa para Apolo. Se disculpa por no poder ofrecerle unas zapatillas nuevas, pero en ese momento no tiene ningunas. Le asigna una cama en la parte baja de una litera, le da una toalla y una bolsa de basura y le comunica que a las 20:00h se sirve la cena en la planta baja, que no se retrase.
Apolo se queda solo en la habitación, en silencio. Le llega el sonido amortiguado de la tele en el salón. No quiere tumbarse en la cama para no manchar la colcha y se queda de pie, con la ropa limpia y la toalla entre las manos, pensando que tiene mucha suerte. Decide ir al baño. Se cierra el pestillo y se va quitando la ropa con torpeza delante del espejo. El brazo escayolado le pesa como si llevara colgado de él un saco de piedras. La imagen de su cuerpo desnudo, con todas las costillas marcadas, le sorprende. Está en los huesos, como se suele decir, pero está vivo. Envuelve el brazo roto en la bolsa de basura y se mete en la ducha. Deja que el agua resbale por su piel, que en contraste con las baldosas y el blanco de la bañera, le parece más negra que nunca. Se enjabona y se enjuaga una y otra vez. Gasta medio bote de champú. Frota con la mano buena cada centímetro de sus cuerpo hasta arrancar cualquier resto de suciedad, mientras disfruta del olor a limpio que le envuelve. Siente que hoy empieza una una nueva vida y quiere estrenarla bien limpio. Cuando al fin sale de la ducha, rejuvenecido, siente como si hubiera vuelto a nacer. Sigue estando, sin embargo, en los huesos, y necesita urgentemente un corte de pelo. Encuentra en el armarito del espejo unas tijeras de uñas y una maquinilla de afeitar con recambios y hace lo que puede con su barba enmarañada, pero se cansa pronto y se deja una gran perilla. A continuación se viste con la ropa limpia, que huele tan bien que tiene que contenerse para no volver a llorar. Abre el pestillo. Sale al mundo.

Durante la cena, los chicos hablan poco y comen con educación. Hay blancos y negros, ninguno pasa de la treintena, todos bien peinados y aseados. Marcelo le ha explicado que en el albergue se pueden quedar como máximo cinco noches, así que todos están de paso, ninguno se conoce el sitio como para actuar con familiaridad y reina una calma rara. Luego está el miedo a lo que vendrá después, que parecen compartir todos al igual que la mesa o el mantel, y que no les permite nunca relajarse del todo.
Ooooh... la sopa le está sabiendo riquísima a Apolo, y el pan, y las hamburguesas con patatas fritas congeladas y hasta la sandía de postre está impresionante... La mano sigue doliéndole pero mucho menos. Está contento. Sigue pensando que ha tenido suerte. Hasta fantasea con la idea de quedarse en esta ciudad y aparca por el momento su idea original de llegar a Francia. ¡Cinco noches! ¡Cama y comida caliente durante cinco noches! No se puede pedir más, piensa mientras recoge los platos y los mete en el lavavajillas como ha visto hacer a los demás. Algunos se sientan en el salón a ver la televisión; otros como Apolo, se retiran a su litera a descansar. Cada cual se rodea de sus propios fantasmas.

Pero Apolo por alguna razón no puede dormir. El techo de la litera sobre su cabeza le resulta un poco asfixiante y encima, su compañero de cuarto, un chico camerunés de poco más de quince años, ronca como un cerdo. A fuera se oye alboroto, gritos, música... Cierra de nuevo los ojos y lo intenta de nuevo. No puede. Se viste y baja a la calle. Un cartel en varios idiomas le confirma lo que ya le dijo Marcelo: la puerta del albergue permanecerá cerrada de 23:00h a 7:00h. 
Un reloj en la pared informa: faltan cinco minutos para las diez del día 9 de julio de 2015. No tenía ni idea de qué día era... En fin, que tiene todavía una hora para darse una vuelta. Decide fiarse de su sentido de la orientación, pues de momento no le ha fallado nunca y le ha llevado casi a la frontera con Francia a través de cientos y cientos de kilómetros, pero por si acaso comprueba que sigue llevando encima el papelito con la dirección. Cruzando la portería una explosión le hace dar un brinco. Al cabo de poco se produce otra. Sigue a la riada de gente que parece encaminarse a un parque y se sienta en el césped junto a ellos. Es la primera vez que Apolo ve fuegos artificiales y le parece lo más bonito que ha visto jamás. Cuando termina el espectáculo en un festival de luces de colores explotando a a la vez e iluminando el cielo, Apolo aplaude como un niño, aún con el brazo escayolado, abrumado por la emoción. La gente empieza a levantarse. Pasa una mujer asiática vendiendo juguetes fluorescentes y peonzas que hacen luz. Algunos niños comen una especie de nube rosa sujeta a un palo que es más grande que ellos.
Apolo se deja llevar de nuevo por la multitud. Ve a hermanos negros vendiendo gafas de sol y sombreros encima de pañuelos en el suelo y mientras pasa por debajo de una enorme noria iluminada, piensa que él también podría hacerlo, vender gafas y sombreros y ganarse la vida. Cruza por delante de un escenario donde una banda muy ruidosa interpreta canciones que todo el mundo corea y baila animadamente. La cantante lleva una minifalda elástica y unas botas que le llegan más arriba de las rodillas. Apolo se queda un rato observando esas piernas que no dejan de moverse bajo la falda. Luego sigue avanzando sin rumbo, dejándose arrastrar, sin acordarse de que sólo dispone de una hora si quiere dormir en el albergue. Pasa un grupo de chicas muy contentas y una de ellas le pone a Apolo un pañuelo rojo en el cuello sin dejar de sonreír, mientras su amiga les saca una foto con el móvil. También Apolo sonríe. Con la camiseta limpia y el pañuelo, Apolo es ahora uno más entre el montón y por primera vez disfruta de su anonimato. Siente un calor por dentro que no puede explicar... unas ganas de vivir que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Piensa: si es así como se vive en Europa, yo quiero vivir en Europa, no pienso volver sobre mis pasos jamás. Deslumbrado por las luces de la fiesta, se mezcla entre el gentío y se cuela en sus bailes, en las cenas que las cuadrillas celebran en la calle, donde le invitan a un vino y a una copa. Un grupo de chicos sentados en una plazoleta tranquila le pasan un porro y se echa con ellos unas risas a costa de no sabe muy bien qué... Se junta luego con unos canadienses que le preguntan de dónde viene y qué le ha pasado en el brazo, pero no están realmente interesados y más se fijan en las mujeres de grandes pechos con camisetas blancas ajustadas que pasan a su lado. Apolo se ríe. Es feliz. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que fue feliz?

La noche avanza y arrastra a Apolo hacia adelante. Se mete en bares donde no cabe un alfiler y baila entre hombres y mujeres felices que entrechocan sus cuerpos con el suyo sin preguntarse quién es, de dónde viene, si tiene papeles o no... Piensa: si ahora me muero, habrá valido la pena el esfuerzo, pero alguna cosa en su interior le dice que todavía no ha llegado la hora de su muerte y entonces repara en una chica de blanco, menuda, de pelo largo y liso. Baila sola en un rincón con los ojos cerrados, a Apolo le parece que con cierta gracia. Suena James Brown a toda máquina y Apolo decide ir hacia ella. Todavía no ha abierto los ojos. Alguien le planta a Apolo un gorro de cowboy en la cabeza y se va. Ahora Apolo parece el protagonista de la última película de Tarantino, aunque él no pueda saberlo, pero cuando ella por fin abre los ojos y se lo encuentra bailando enfrente, la parece que está viendo a ese actor y se ríe, sorprendida. Apolo la coge por la cintura y acerca su cuerpo al de ella, balanceándose al compás de la música. Ella se deja hacer, divertida. Una marea humana les empuja contra la pared y, así apretados, con las cabezas muy juntas, él le dice que se llama Apolo.

- Diana
- What?
- ¡Di-a-na!
- ¡You dance very well, Di-a-na!

Ya en la calle, después de muchas canciones, Diana le mira de arriba a abajo sin dejar de sonreír.

- ¿Les tienes mucho cariño a estas zapatillas? -bromea. - ¡Tío, están hechas polvo! 

Pasan la noche de bar en bar, cada vez más unidos, cada vez más borrachos, compartiendo algún beso fugaz de cuando en cuando. Diana paga las cervezas sin preguntar por qué Apolo no saca la cartera ni una sola vez. En algún momento de la noche, Diana se encuentra con unos amigos y la invitan a pasar por el baño. Diana le dice que son dos, señalando al cowboy. Y así cuando llegan al baño tienen dos rayas de cocaína preparadas encima de la tapa del wc. Apolo observa cómo Diana se agacha y aspira el polvo blanco a través de un billete de veinte euros hecho un rulo. Hace lo mismo que ella. Cuando termina, encuentra la mirada de ella clavada en sus ojos y se besan largamente y con deseo. Algo explota en el interior de Apolo como una bomba retardada y hace que se sienta como un dios, inmortal. Meses de austeridad, carencias y necesidades, largas noches de incertidumbre y miedo, horas de dolor físico y arrepentimiento... se borran de un plumazo con un poco de buena música, algo de alcohol y una pizca de otras drogas, como si de una poción mágica o un encantamiento se tratase. Con Diana sólo existe el hoy y el ahora.

Llegan de la mano a una parada de autobús y se montan en él. El chófer, harto de fiesta y de borrachos, conduce como si llevara un rebaño de ovejas y Diana no para de reírse a cada sacudida. A Apolo le parece que su risa es como cubitos de hielo en un vaso sin agua. Por un instante se pregunta dónde está y quién es esa desconocida. Pero está fascinado por ese cuello blanco de cigüeña y ese pelo liso color avellana, recogido en una cola de caballo. La coge por la cintura y se la sienta encima, luego mete la mano dentro de su pantalón y la posa sobre su pubis estrecho.
El barrio donde vive Diana queda algo lejos y por la ventanilla sucia Apolo ve pasar pisos y calles donde piensa que la gente tiene que ser muy feliz y no puede evitar envidiar su suerte y siente ganas de gritarles que disfruten mientras puedan porque el resto del mundo no es así, es mucho más gris.

Diana ha empezado a acariciarle el muslo por encima de los vaqueros y ha desencadenado sin saberlo el principio de algo imparable, algo largo tiempo postergado. A duras penas Apolo consigue llegar al quinto piso del bloque de apartamentos donde vive Diana, tal es la fuerza que ya siente entre las piernas. Ya en la habitación, de pie frente a la cama, Apolo muestra a Diana una formidable erección y mientras la penetra una y otra vez por detrás, se ve a sí mismo como un león montando a la leona en plena sabana.
Diana se corre antes que él, muy pronto, piensa Apolo, que sigue entrando y saliendo de ella como una sex machine hasta que siente venir el torrente y se corre largamente dentro de ella, tan largamente que en verdad no sabe si se ha corrido o se ha muerto, pero le da igual...

Antes del amanecer follan todavía dos veces más. Luego se duermen, abatidos por enemigos que ni siquiera imaginan.            







IV.



Una amiga de Daphne tiene ordenador. Anda todo el día conectada a Internet, perdiendo el tiempo y haciendo como que estudia. Y por una de esas misteriosas e infinitas conexiones que conforman la red de redes, casualidad o destino, se topa con el blog de una estudiante norteamericana que cuenta sus vacaciones en España. Se queda de piedra cuando le parece ver a Apolo en una de las fotos. Está mucho más delgado y está raro, pero es él, no hay duda. Telefonea a Daphne.

Lo que me cueste llegar, responde con un hilillo de voz su amiga. Y en menos de una hora, Daphne ve la foto y sufre un ataque de ansiedad que la obliga a salir a la ventana para poder respirar. El aire caliente de agosto le abofetea el rostro y la visión del skyline de Nairobi le parece irreal. Coge fuerzas para volver a entrar y, con sus enormes ojos marrones escuadriñar cada milímetro de la cara de Apolo. No hay duda de que es él. Pero ¿quién es la rubia que le acompaña? ¿Por qué le pasa el brazo alrededor del cuello? ¿Por qué está Apolo tan contento? ¿Y ese pañuelo rojo? Preguntas lanzadas al aire que nadie puede responder y quedan flotando en la habitación como una nube tóxica. La amiga no sabe qué hacer. Ha dudado si enseñarle o no a Daphne la foto, pero para qué mentir, desde el principio sabía que se la iba a enseñar, aunque ahora que la ve tan alterada se arrepiente un poco... Pero es mejor saber, Daphne, es mejor saber, le dice tratando de consolarla.
Sí, responde Daphne, ahora ya sé que mi peor temor se ha cumplido: Apolo ha encontrado a otra mujer. Honestamente, hubiera preferido conocer la noticia de su muerte.

Una Daphne malherida sale dando tumbos de la casa de su amiga, con un dolor que no podría describir ni a su propia madre. La amiga observa desde la ventana y le parece ver un reguero de sangre tras los pasos de Daphne, aunque puede que sólo sea su sombra. Entre las fachadas viejas y desconchadas del barrio, bajo el cielo amoratado de Nairobi, otra vida se trunca en el mundo. 






                                                                                                             FIN

1 comentario:

  1. Quanta gent haurà passat per aquesta experiència i quantes vides frustrades. Encara que no ho hagis escrit ara, segueix escrivint que m'agrada llegir-te.

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