"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

jueves, 12 de febrero de 2015

Los amantes de piedra




LOS AMANTES DE PIEDRA





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Sí, ya me ha llamado la señora Ponti hace un rato y me ha contado lo de la verja. Tengo que decirle que la culpa es mía. Llegué muy tarde y cansada y no me di cuenta de que se quedaba mal cerrada. Espero que no haya habido ningún… incidente por mi culpa. Entiendo, señora Rochetti, le aseguro que no volverá a ocurrir. Sí, descuide. Por mi parte prestaré mucha más atención. Lamento lo ocurrido. Todo claro. Que pase usted un buen día. Adiós, adiós…


Elena Lavolta se quedó mirando el teléfono blanco recién colgado. Su cara era de fastidio, sobre todo consigo misma por haber sido tan poco cuidadosa. Hacía tiempo que los vecinos no le llamaban la atención por nada y eso era de agradecer (¡seis familias en el bloque y a veces parecían sesenta!) pero se había acabado la buena racha. Tenía que prestar más atención a estas cuestiones comunitarias, se recriminaba Elena con la toalla sobre los hombros y el pelo todavía mojado goteando sobre sus pechos. En la cocina la cafetera lanzaba sus últimos estertores y finalmente el café empezaba a hervir y a requemarse en su interior. 

- ¡El café!  -se acordó de pronto Elena corriendo a apagar la placa de la vitrocerámica, y unas gotas ardientes le quemaron la piel al agarrar con demasiado ímpetu el asa de la cafetera. ¡Aaay! En la vida hay mañanas así, pensó con resignación. Mañanas en que la cocina huele a chamuscado, cuando debería oler a café recién tostado.


Se enrolló una toalla en la cabeza y empezó a vestirse para ir al trabajo. Luego recogió un poco el salón, guardó de nuevo la botella de whisky en el mueble bar y se tomó finalmente su café mientras leía los titulares de las noticias en la versión digital de su móvil. De momento, ninguna mención a la excavación. Buena señal.


Sacó el coche del garaje y enfiló la avenida que la alejaba del centro y la dirigía al norte de la ciudad, al barrio de Valardo, donde llevaban trabajando en las excavaciones cerca de tres años. Le parecía que esos tres años habían pasado volando y, al mismo tiempo, que llevaba toda la vida excavando en Valardo. Tres años ininterrumpidos de trabajo arqueológico era un récord del cual se congratulaban diariamente los directores del proyecto, entre ellos Elena, conscientes del momento coyuntural propicio que había hecho posible tanto el dinero necesario para acometer la investigación, como el favor de las Autoridades, que veían en el desarrollo del proyecto una forma de venderse a la ciudadanía como promotores culturales. Como suele suceder habitualmente, la casualidad dio con los primeros restos, al levantar sin querer la empresa promotora de una urbanización de lujo, las primeras piedras de lo que parecía ser un asentamiento humano primitivo. Dado aviso a las autoridades pertinentes, las primeras prospecciones sacaron a la luz que se trataba de un asentamiento de notable importancia que podría rondar los 1.500 a 2.000 habitantes. La gestión, sorprendentemente, pasó a manos de las Autoridades, que decidieron priorizar el valor histórico del hallazgo, -tal vez con vistas a promocionar el turismo cultural en la ciudad, que por otro lado contaba ya con bastante oferta-, pero sea como fuere, el proyecto recayó en la Universidad y el Ministerio destinó una partida bastante generosa para llevar a cabo la investigación.
Cuando le llegó a Elena la invitación para participar en el proyecto como co-Directora, se encontraba dando clases en su Cátedra de la Universidad de Perugia y, así fue la cosa: terminó su jornada docente a las 14.00 horas y llamó al Rector para comunicarle que dejaba su puesto y se iba a Mantova. No se lo pensó ni un minuto. ¿De verdad había algo que pensar? Siempre había soñado con algo así y ahora era el momento de hacerlo. No tenía cargas familiares, ni siquiera un gato o un canario que dependiera de sus cuidados, y sí mucha ambición y un cierto hastío de la rutina universitaria y de unos calendarios anuales que parecían calcados de año en año.
Tal vez lo más complicado de su decisión fuera tener que deshacerse del precioso hibernáculo lleno de plantas exóticas que tenía en la parte posterior de su casa… pero también asumía que todo tenía un principio y un final. (Se le ocurrió poner un anuncio en la red para alquilar la casa a alguien amante de las plantas que estuviera dispuesto a ocuparse de ellas a cambio de un alquiler moderado y enseguida le salieron unos cuantos pretendientes. Contactó con ellos para una entrevista y finalmente se decantó por una joven filóloga que trabajaba en un centro de jardinería y parecía tener muchos conocimientos del tema. A parte, la chica le cayó bien y empatizó rápidamente con su estilo hippie y su visión romántica de la vida, era realmente joven y hippie, y eso fue definitivo).
La decisión estaba tomada y la ilusión por el nuevo proyecto iba calando poco a poco en los huesos y en el cerebro de Elena. Como no era la primera vez que se mudaba, conocía perfectamente los pasos a seguir. Los siguientes dos meses los dedicó a conseguir una nueva vivienda, contactar con los demás miembros del equipo, gestionar papeles del banco, contratar la empresa de mudanzas… lo típico.  


Casi tres años después de haber dado el paso, las excavaciones iban ya por su cuarta fase (de las siete en las que estaba dividido el proyecto). Era finales de marzo y la prospección de la cuarta ladera, llamada la Ladera de Jeremías por la casucha que se levantaba en ella propiedad de un tal Jeremías y sus cinco perros, avanzaba con cautela pero sin pausa. Una primera cata en la tierra había dado con restos óseos, que un análisis en el laboratorio dató en unos 5.000-6.000 años atrás! Restos óseos humanos. Concretamente del Neolítico. Impresionante. Inmediatas exploraciones posteriores dejaron al descubierto lo que parecía ser un camposanto con un importante número de tumbas. El hallazgo se había producido el mes anterior, pero tanto la Universidad como el Equipo de Investigación prefirieron guardar silencio sobre él, por lo que la publicidad del descubrimiento pudiera interferir en el propio trabajo de desescombro y porque todavía no estaban muy seguros de lo que se iban a encontrar.
Elena sentía algo que no podía definir, pero que la llenaba de una extraña energía y la iluminaba por dentro. Y no era el advenimiento de la primavera, como le sugirió una noche su colega Lavinia Pedrosa, arqueóloga brasileña con la que compartía profesión y cierta camaradería. Ni tampoco era el efecto anestesiante del whisky, que por esa época Elena tomaba sin remordimientos prácticamente a diario. Asimismo el Doctor Anthony Cullum, el profesor de Historia especializado en el Imperio Romano, co-Director del proyecto, había captado esa transformación de Elena y estaba como embrujado por el extraño brillo que desprendían sus ojos cuando la miraba. Bien cierto es que a sus cincuenta y un años, Elena no esperaba ya deslumbrar a ningún hombre, ni siquiera despertar en ellos un mínimo de curiosidad o deseo… pero exactamente eso era lo que estaba ocurriendo sin que ella se diera cuenta. Aquella excavación era la culminación de su carrera profesional como arqueóloga, algo en lo que había soñado desde siempre y que por fin se materializaba. Había tenido que cambiar de ciudad de residencia, dejar un puesto fijo y cómodo en la Universidad para lanzarse a un proyecto sin garantías ni fecha de finalización, adaptarse a sus nuevos compañeros, a sus nuevos vecinos (estaba en ello), hacerse a la soledad de un piso a estrenar… Pero no se arrepentía. No ahora que el fruto de sus esfuerzos se iba desenterrando día a día ante sus ojos e iba tomando la forma de un asentamiento romano, poblado hacía más de dieciocho siglos por hombres y mujeres de carne y hueso y ahora… ahora también un asentamiento mucho más antiguo, ¡del neolítico! ¡Era más de lo que cualquier arqueólogo podía soñar…!. ¡Oh, cómo adoraba las piedras enterradas, los vestigios de una antigua civilización que le permitían imaginar a sus antepasados ejerciendo sus labores diarias, trabajando, comiendo, durmiendo…! Aquí un trozo de vasija ennegrecida cerca de restos de carbón de un fogón de cocina, allá una azada ya roma para trazar surcos en la tierra y sembrar el grano, a veces incluso las propias semillas de cereal, o los restos de un aljibe, el trazado de las canalizaciones de agua por las calles, un perfecto empedrado, una vía, ¡el zoco….! ¡Qué maravilla!
Ahora se levantaba por las mañanas y hasta que las baterías del frontal de su casco no empezaban a dar muestras de agotamiento, no abandonaba el campo de trabajo y los guantes polvorientos. No se cansaba de dibujar, recopilar muestras, tomar notas, plantear hipótesis, enlazar referencias… su cabeza era un hervidero de datos y coordenadas. A sus cincuenta y un años, Elena vivía una explosión de creatividad, tenía más capacidad de trabajo que nunca, y su entusiasmo desbordante la hacían vivir una suerte de segunda juventud. A ratos se sentía realmente eufórica. Cada piedra tallada que emergía de ese despoblado le daba un motivo para sonreír e iba dibujando en su cabeza y sobre el mapa la forma exacta de una antigua civilización.
De igual forma Luciano Santori, el maquetista del grupo, estaba también emocionado y se repetía una y otra vez que aquella iba a ser su obra maestra. “Maestro”, le llamaba Elena, cuando se cruzaba con él en la cantina o de camino a las excavaciones. Luciano inclinaba la cabeza y por dentro sólo alcanzaba a pronunciar una palabra: “¡bellisima!”, en referencia al cuerpo más bien redondo y todavía tostado al sol de Elena, donde unos pechos generosos embutidos en una camisa de trabajo competían con unas nalgas anchas pero firmes, fruto de horas de rastreo arriba y abajo de las suaves colinas que ahora les secuestraban.
La Doctora Elena Lavolta habría querido que aquello durara para siempre… tal era su pasión por su trabajo. Su entusiasmo se contagiaba como una enfermedad y en Valardo reinaba el compañerismo y el buen humor, de manera que hasta los estudiantes elegían de primera opción Valardo como destino donde realizar las prácticas de la carrera, y aunque sólo había sitio para doce, en verano, cuando el selecto grupo becado por la Universidad aparecía por las excavaciones con sus gorras nuevas, sus cuadernos y grabadoras, sus botas todavía brillantes, su sonrisa ingenua… Elena sentía una ternura inconfesable por todos y cada uno de ellos. Puede que su visión le hiciera rememorar a una Elena veinteañera, soñadora, apasionada como también ella había sido, recorriendo sin descanso uno y otro país en busca de los mejores profesores, los mejores especialistas, los mejores maestros. Ahora ella era la maestra, la que más sabía, la que compartía con los muchachos su experiencia y conocimientos. Eso la ponía un pelín nostálgica pero como buena historiadora y arqueóloga, conocía bien el significado del paso del tiempo, y lo aceptaba con bastante buen humor.
A una edad en que muchas mujeres empiezan a sufrir los molestos cambios hormonales de la menopausia, Elena estaba tan enfrascada en sus descubrimientos que apenas ponía atención a su propio cuerpo y si en algún momento padecía sofocos, su mente ajetreada los atribuía al calor del verano o a la pendiente moderada de la ladera.
Una vez una mujer que conoció en un camping, al enterarse de que era arqueóloga, le preguntó: “ y qué sentido tiene seguir desenterrando restos del Imperio romano en Italia? ¿No está todo claro, ya?”
Esto le dio que pensar. Por supuesto que el grueso de la civilización romana ya había salido a la luz (si es que algún día desapareció) y se sabía prácticamente todo de ella, pero siempre podía haber sorpresas, ¿no? Un “domus” de dimensiones extremas, un documento extraoficial sobre los usos y costumbres sexuales de la época, un templo dedicado a un extraño dios oscuro… un mosaico que representara un encuentro con los extraterrestres… ¡Bueno! Todo arqueólogo soñaba con encontrar algo extraordinario, fuera de lo común… y Elena en eso no era ninguna excepción…
Y esta vez… sentía que estaba próxima a encontrar ese algo. No sabría decir por qué, pero así era.


Esa noche Elena se quedó hasta tarde preparando el “Power Point” con el informe que trimestralmente debían presentar y enviar a la Universidad sobre el avance de las prospecciones y las últimas conclusiones. Era un trabajo pesado que se repartían entre todos, de forma rotativa, y que exigía un gran esfuerzo de recopilación y síntesis. A Elena le dolía la espalda de estar inclinada sobre el ordenador y los ojos empezaban a pesarle detrás de las gafas de leer. Separó la vista del monitor y suspiró. Su mirada se posó en la fotografía enmarcada que descansaba encima del escritorio. Era de hacía por lo menos veinte años, pero nunca había sido capaz de desprenderse de ella. La imagen mostraba una pareja vestida al estilo montañero, ella con la cabeza apoyada en el pecho de él, que le pasaba dos palmos, sonrientes bajo un cielo luminoso y con unos pinos mediterráneos de fondo.


Elena y George. George y Elena.
En esa foto estaban en Sicilia, visitando un yacimiento. Y todavía se querían.
Ahora todo aquello parecía muy lejano. Incluso a veces Elena tenía la impresión de que eran dos personas diferentes, no ella y George, sino dos desconocidos de vacaciones por el Mediterráneo cuya foto habría aparecido por error en esta nueva casa.
Con George se habían separado hacía ya siete años. ¿Qué había pasado? Cuando comunicaron su decisión a las respectivas familias, nadie se lo podía creer. La hermana pequeña de Elena hasta le rogó que no lo hiciese, convencida de que estaban cometiendo un terrible error. Pero la decisión estaba tomada. ¿Puede acabarse el amor? ¿Como se acaba una botella de vino o un queso…? Elena pensaba que sí, que el amor puede terminarse, aunque igual sería más correcto decir que puede marchitarse, seguramente de no regarlo suficiente. Cuando te olvidas de una planta demasiado tiempo, decía Elena, que en cuestiones de plantas entendía bastante, las hojas empiezan a perder brillo y tersura, todo el cuerpo de la planta se ablanda y tiende a doblarse al no poder soportar el peso de las ramas. Si sigue sin recibir agua, empieza a resecarse centímetro a centímetro, en sentido contrario a la raíz, hasta que pierde todo signo de vida y queda reducida a un matojo seco. La planta ha muerto. Algo así nos pasó a George y a mí, contaba siempre Elena a quien quisiera saber. Esa era la versión oficial, aunque en su interior sentía que había algo falso en esa afirmación. Porque si bien era cierto que el amor entre ellos se había marchitado, pasados siete años, ¿acaso no era otro tipo de amor el que sentía ahora Elena por George? Le seguía queriendo, en la distancia, en la soledad de su medio siglo de vida… pero seguía sintiendo que era él a quien amaba. Y eso también era amor.


Puede que sus respectivos trabajos, tan absorbentes, tan pasionales… tuvieran la culpa del deterioro de su relación. George con sus novelas, Elena con sus piedras.
George, como tantos otros escritores, no había conseguido mantenerse en el resbaladizo pedestal del éxito. Cuando Elena le conoció, con 35 años, George había escrito su libro “Los amantes de piedra” con gran aplauso de la crítica y millonarias ventas, habiéndose traducido a más de catorce idiomas. El título del libro intrigó a Elena, que se topó más bien por azar con la presentación del libro en la famosa librería “Stanford’s” del Covent Garden de Londres. Se encontraba paseando por la ciudad en uno de los descansos del “ Vº Congreso Internacional de Arqueología” al cual asistía en calidad de oyente, cuando vio el cartel y decidió entrar.
Entonces lo vio, detrás de una mesa blanca, solo en su via crucis particular, el pelo prematuramente cano, mareando unos apuntes. Durante una hora le escuchó hablar en un inglés correcto pero con un marcado acento del este, y le fascinó su voz grave, sus ademanes soñadores, sus palabras sobre el amor y la vida. Los focos y los nervios le hacían sudar de manera copiosa y de vez en cuanto se pasaba un pañuelo blanco de caballero por la frente. Por suerte, tenía una sonrisa maravillosa y sus manos eran finas y ágiles, como mariposas tratando de compensar unas palabras insuficientes. En un momento dado dijo: “Lamento no expresarme como quisiera; supongo que no se me da muy bien. Por eso escribo”. El público rió. George tenía ese encanto natural. También Elena supo ver en él al chico tímido y sensible que sería siempre. Compró el libro y esperó en la fila a que se lo firmase. Por alguna razón, Elena sintió la necesidad de seducir a ese hombre y se desabrochó el botón de arriba de la blusa a propósito. De cerca le pareció aún más atractivo y, llevada por un impulso nuevo y desconocido, cuando se vio frente a él, inclinada a escasos centímetros de su cara, le preguntó sin rodeos si quería tomar una copa con ella cuando terminara todo el jaleo. “Le estaré esperando en el pub que hay en la esquina”, se oyó decirle en su renqueante inglés, ¡y hasta le guiñó el ojo!
Años más tarde se reirían del descaro de Elena, que por cierto nunca más afloró.
Y aunque la hora de espera que tuvo que soportar Elena sentada en el pub hasta que le vio aparecer, pinta va pinta viene, fue la más larga y dura de toda su carrera, sin duda tendría su recompensa, puesto que a partir de ese momento sus sonrisas ya no se despegaron una de la otra.
Algo mágico había ocurrido esa primavera en Londres y muchos lo llamarían amor.


Fijaron su residencia en Italia, donde Elena había empezado a trabajar en la Universidad, y durante unos años fueron tan felices que parecía que hubieran nacido el uno para la otra y que nada podría separarles. Hacían el amor tan a menudo que empezaron a pensar si no se habrían vuelto unos adictos al sexo. Pero era así, abrazados, entrelazados en cuerpo y alma, como se sentían más dichosos. Les bastaba una mirada para saber que su deseo estaba de nuevo encendido y a punto.
George siguió escribiendo, todos los días, con metódica dedicación, y Elena preparaba sus clases con ilusión. Hacían viajes a sitios extraños, la mayor parte de las veces para ver ruinas o cuevas prehistóricas, se leían historias a la luz de las velas, iban a nadar al mar al atardecer, se envolvían en las mismas mantas y salían al raso a ver las estrellas… eran dos treintañeros enamorados.
Pero pasaban los meses y George no parecía encontrar ni el tono ni el tema de su nueva novela. Decidió no agobiarse y disfrutar de su hermosa compañera y de esta nueva y dichosa vida. Era como si su escritura echara en falta estados de ánimo como la soledad, la melancolía, la tristeza, en los que inspirarse… y al lado de Elena esos sentimientos simplemente desaparecían. Con Elena todo era amor, paz, felicidad, sexo maravilloso.   
Logró escribir una novela corta sobre un escritor (por supuesto él mismo) que tenía una aventura con una mujer torbellino que le llevaba a la ruina (¿temía George que le pasara eso realmente?) más absoluta y le dejaba tan exhausto física y psíquicamente que era incapaz de escribir ni una sola línea. Indicativo.
Pero la novelita no tuvo el éxito esperado y más de una reseña no la dejó en muy buen lugar. Eso fue el empujón que precipitó al hipersensible George al pozo oscuro y resbaladizo que luego los médicos diagnosticarían como depresión, pero que en esos días se asemejaba más a una nube grisácea que desaparecía en contacto con el cuerpo soleado de Elena. Puede que ella, enfrascada en sus clases, en sus conferencias y simposiums, en su maravillosa carrera emergente, no viera lo que estaba pasando. Puede que sin saberlo, Elena estuviera alejándose de George a la misma velocidad que George estaba alejándose de ella. El caso es que él nunca le recriminó nada y a ella le dolió que así fuera, porque de haberlo sabido… si él se lo hubiera pedido... lo habría dejado todo. ¿Lo habría dejado todo? George no le dio la opción de comprobarlo. No confió en ella. No la creyó capaz. Y eso Elena nunca se lo perdonaría.
Su relación duró siete años. Siete maravillosos años. Tal vez para ser más fieles a la verdad, de los siete años que duró la relación, cinco fueron maravillosos, uno lleno de dudas y el último, un mar de tristeza.


Pero todo tiene un principio y un fin y la relación de Elena y George terminó.
George se instaló en París y Elena siguió con sus clases y sus piedras. La soledad se adueñó de los corazones de ambos, y sólo la necesidad de respirar y salir a buscar el sustento para vivir diariamente, consiguió que no murieran de pena.  
Como en la Prehistoria, como en la Antigüedad, como en la Edad Moderna y Contemporánea, como en el Futuro: lo que mueve a los hombres y las mujeres no es el amor, sino el hambre.


En esa foto George le acariciaba un rizo por encima del hombro; Elena se acordaba hasta de ese detalle, mientras un escalofrío le recorría la espalda. Cogió la botella de whisky y volvió a llenarse el vaso vacío.
Lavinia le había advertido de que bebía demasiado, seguramente con razón, pero el alcohol tenía la virtud de difuminar el dolor, cuando aparecía. Con gusto habría llamado a George esa noche y le habría preguntado, como esa vez hacía tantos años, si le apetecía tomar algo. Pero el acuerdo al que llegaron tras la separación decía bien claro que Elena se comprometía a no contactar con George a no ser que él se lo pidiera. Y eso no había sucedido en siete años.


Tomó un trago de whisky que le quemó la garganta y se obligó a seguir escribiendo el informe. El reloj marcaba las dos de la mañana. En el jardín comunitario que compartía con los otros vecinos del inmueble, una gata en celo lanzaba su maullido espeluznante una y otra vez. Un macho le respondía. Y aún otro más. En breve tendría lugar el milagro de la concepción. También los hombres primitivos habían rendido culto a la vida desde el inicio de los tiempos. Y la reproducción era la más sagrada de las actuaciones de la Naturaleza. Como bien solía contar Elena en sus clases, cuando hace 10.000 años el hombre del paleolítico modelaba con sus preciadas manos las estatuillas de barro de mujeres gordas, con grandes senos y exageradas nalgas, las conocidas como Venus, no era porque se excitara con su visión, ni siquiera porque gustara de contemplar el cuerpo femenino, sino porque sabía que la reproducción era la finalidad, si no la necesidad, última de su especie. Y de esa forma estas estatuillas cumplían la función mágica de ser amuletos para la fertilidad. El clan pedía a las fuerzas de la naturaleza, -los dioses siempre presentes, poderosos y misteriosos-, que hicieran a sus mujeres fértiles para dar a luz a nuevos miembros de la comunidad, que seguirían avanzando por el mundo para llevar la vida humana un poco más allá. ¿Con qué fin? ¿Para qué? Esa pregunta siempre había gustado a Elena, pero más le gustaba todavía la respuesta: porque sí, para vivir. Para seguir viviendo a pesar de todo.


Terminó el informe, le dio a gravar. Se tiró sobre la cama como iba vestida y se durmió al instante.


El despertado sonó a las 6.30h en punto. De buenas a primeras, nada más encender la luz, la cabeza le dio un poco de vueltas, pero enseguida fijó la vista en un punto del armario-espejo y éste le devolvió una imagen ya bien clara de mujer-desperezándose-con- los-rizos-en-desorden-y-la-ropa-arrugada. Se fue a la ducha de cabeza y al salir se sintió bastante mejor.
Intentó tomarse el café recalentado del día anterior pero sabía a rayos, así que decidió bajar al bar de la esquina, aunque no tenía por costumbre hacerlo, pero esa mañana necesitaba un café de verdad. Con su portátil bajo el brazo y la mochila de campo, entró en la cafetería y pidió un café bien cargado. El bar olía divinamente; se pidió también un croissant. Hoy tenía que estar en la Universidad a las 10.00h para hacer la presentación trimestral, así que le sobraba tiempo de sobras para revisar el informe. Se sentó en una mesilla del fondo y encendió el portátil. Abrió el correo por si algún colega le había mandado algún mensaje importante, pero no había novedades respecto al día anterior. En su correo personal encontró unas fotos de sus sobrinos disfrazados de algo parecido a... ¿unos embutidos…? Su hermana nunca era muy rápida mandando fotos, pero por lo menos eran fotos de los carnavales de este año. Jessica, que con once años era ya casi más alta que su madre, sonreía divertida con la cara pintada de rosa y Luca, que tenía nueve y seguía los pasos de su hermana, la miraba con picardía y parecía querer comérsela. Una salchicha intentando comerse a otra salchicha. Jaja, ver a sus sobrinos siempre le hacía esbozar una sonrisa. Eran niños felices, de eso no cabía duda, pero tenían tanto que aprender todavía...
Entró en el informe. En él se detallaba el fin de los trabajos de la 3ª fase y se esbozaban los descubrimientos recientes de la Ladera de Jeremías. Sin saber por qué, el corazón se le aceleró mientras releía la parte del hallazgo de las tumbas. Sin duda ese espacio sepulcral inesperado les había dejado a todos sin palabras. Cuanto más antiguos los restos, más relevancia y notoriedad revestían. Estaba impaciente por seguir excavando, y tanto formalismo y tanto informe no hacían más que retrasar las investigaciones, pensó molesta. Tendría que esperar a la tarde para volver a trabajar sobre el terreno. En fin, miró el reloj y decidió ponerse en marcha hacia la Universidad.


Su exposición de los trabajos realizados, salpicada de fotos y datos, hipótesis y conclusiones expertas, satisficieron a todos como de costumbre -el nivel era altísimo, se mirara por donde se mirara, estaban ante una de las mejores-,  y después de los estrechones de manos y las felicitaciones de rigor, Elena por fin pudo desaparecer del acto.
Cuando ya se iba toda decidida a por el coche, una voz que la llamaba por su nombre de pila la hizo girarse. 

- ¡Elena!
- ¡Doctor Cullum!
- Llámeme Anthony, por favor
- …….
- ¿Va usted a Valardo por casualidad? ¿Podría llevarme? Estoy sin coche.
- ¡Por supuesto! Vamos
Una vez en el coche Elena cayó en la cuenta de que era la hora de comer y desde el croissant de la mañana no había probado bocado. Le preguntó al Doctor Cullum si había comido y al contestarle éste que no, paró el coche en un restaurante de carretera que conocía y estaba de camino a las excavaciones. Los camiones alineados en el aparcamiento y el olor a frituras que despedían los extractores de la cocina parecieron asustar un poco al pobre Doctor Cullum, que sin embargo aguantó caballerosamente la puerta a Elena para que ésta entrara primero. La camarera detrás de la barra saludó a Elena con un familiar  “¿qué tal le va, profesora?” y con un movimiento de cabeza le señaló una mesa cerca de la ventana. A primera vista el traje y corbata del Doctor Cullum eran los únicos de todo el restaurante. Algo intimidado, el profesor siguió a Elena y se sentó en la silla de plástico naranja. El ruido de la tele era ensordecedor pero sorprendentemente por encima se oía el tintineo de las tazas y los vasos al salir del fregaplatos. Enseguida apareció una moza jovencita, con las orejas y la nariz perforadas por varios sitios y el pelo rapado sólo por uno de los costados del cráneo. Les cantó el menú a más velocidad de los que sus mentes universitarias podían aprehender y tuvo que repetirles los platos más despacio. Cuando quedó claro lo que querían, desapareció tan rápida como había venido.
Elena llenó los vasos con el vino que ya estaba en la mesa y propuso un jovial brindis ¡por la Ladera de Jeremías! El Doctor Cullum, que no solía beber nada, decidió callar y brindar con su colega, que esa mañana, tal vez por la luz que entraba por los ventanales del restaurante, por el reflejo de los cuadros rojos y blancos del mantel o por esos rizos oscuros sobre su cara de muñeca… estaba más guapa que nunca.
Como suele ocurrir en estos casos, hablaron de trabajo y compartieron opiniones, pero tal era su pasión hablando del tema, que cualquiera hubiera dicho que estaban intentando arreglar su matrimonio. El Doctor Cullum la miraba embelesado mientras hablaba, no podía evitarlo, y en dos ocasiones la camarera tuvo que llamarle la atención para que retirara las manos del plato que se iba a llevar o le confirmara que era panacotta lo que había pedido de postre. Mientras pasaban de un plato a otro, de una botella de vino a la siguiente, Anthony Cullum iba entendiendo que esa mujer que tenía delante podía abrirle unas puertas que él jamás había cruzado. A duras penas podía entrever cómo sería una vida a su lado, pero intuía poderosamente cómo sería una noche de sexo con ella. Llegado a este nivel de pensamientos, decidió pasarse al agua, creyendo que el vino le estaba excitando más de la cuenta... pero no era el vino, era Elena. La mujer torbellino una vez más.


Salieron del restaurante embriagados por una conversación profunda y amena a partes iguales que, curiosamente, en tres años que llevaban trabajando juntos, nunca habían tenido antes. Al menos no con esa intensidad. Les brillaban los ojos como si estuvieran ardiendo de fiebre por dentro. Todavía algo confundido -¿debería haberse sentido más bien ofendido?- por no haber podido pagar él la comida como pretendía, el Doctor Cullum se debatía entre sacar pecho e intentar seducir a esa mujer o rendirse y dejar que fuera ella la que le siguiera seduciendo a él hasta el final. Afortunadamente para su cordura, sus modales de gentleman no le permitieron ni una cosa ni la otra.
El coche arrancó hacia Valardo.


Marc Anthony Cullum era británico, concretamente del condado de Norkfolk, donde numerosas vías romanas atraviesan la tierra en todas direcciones. Desde muy pequeño se sintió fascinado por la cultura del Imperio romano, hasta el punto de licenciarse y doctorarse en Historia Antigua, Arqueología y Paleontología. Su especialidad, sin embargo, era Roma. Hoy día era considerado una eminencia mundial y no había excavación o proyecto que se preciara que no contara con “The gentleman”, como se le conocía popularmente en los círculos. Trasladarse a su querida Italia en un momento dado le había parecido lo más justo con su espíritu y entre ruinas y piedras milenarias siempre se había sentido cómodo. Sin embargo, siempre había un momento en que sus raíces británicas le traicionaban. En esta ocasión, con una Elena desbordante de pasión, entregada, quien sabe si dispuesta a compartir su fuego con él (o al menos eso era lo que él pensaba)… dejó apagar la llama deliberadamente y optó por volver a pisar terreno seguro, que en el fondo siempre le había dado buenos resultados. En buena ley consideraba que no podía ni debía hacerle esto a Ann, su querida y amantísima esposa. Hoy Ann le estaría esperando como todos los días para cenar a las siete en punto, tal vez con un exquisito guiso de cordero y una tarta de manzana de postre, su preferida, y verían juntos la tele un rato. Luego él se iría a su despacho a revisar algunas cosas y Ann se quedaría recogiendo la cocina y cuando se decidiera por fin a ir a la cama, ella ya estaría dormida y se tumbaría a su lado percibiendo el olor a sábanas limpias y recién planchadas que siempre le encantaba. Por eso para cuando se bajaron del coche, veinte minutos más tarde, Anthony Cullum había recuperado el blanco en sus mejillas y la lluvia en los ojos y, como si le hubieran echado un chorro de lejía por encima, toda la magia entre ellos se había esfumado.
 
Elena se despidió de su colega con dos besos en las mejillas, deliberadamente ajena a las profundas transformaciones en el alma del arqueólogo y le informó que estaría en la ladera de Jeremías por si quería unírsele en algún momento. Pero ya el doctor Cullum se alejaba de ella con rapidez.
Una vez dentro del despacho de campo, una flojera repentina le obligó a sentarse en la silla. ¡Hasta ahora su trayectoria profesional había sido intachable y no había motivo ni mujer capaz de cambiar eso!, argumentaba para sí mismo un envejecido Cullum, incapaz de hacer ya nada de provecho en toda tarde, excepto esperar a que dieran las seis para volver a casa.
(Esa noche Ann percibió algo inusual en la forma en que su marido la miraba, como si no se atreviera a hacerlo del todo, y le preguntó si se encontraba bien. La sospecha de una pequeña infidelidad anidaría desde aquel día en la mente lanuda de Ann como una molesta garrapata).


Mientras tanto Elena seguía remontando la ladera. Quería tener una visión panorámica de todo el conjunto excavado hasta el momento. El recién descubierto campo funerario se extendía a lo largo de varios cientos de metros y la tumbas, como una colmena de abejas, aparecían excavadas una al lado de la otra en sentido este-oeste, la cabeza siempre al este en señal de renacimiento. ¡Qué espectáculo! Y pensar que esos cuerpos descansaban allí desde hacía miles de años... En cierta manera, Elena no podía dejar de sentirse una profanadora de tumbas. La ciencia no lo justificaba todo, al fin y al cabo, y levantar esas losas (¡algunas de más de cien kilos de peso!) para mirar en su interior… era profanar algo sagrado.
¿Qué diferencia había entre sus manos enguantadas de arqueóloga y las de los expoliadores de tumbas faraónicas en Egipto? Es cierto que ella perseguía el saber, la ciencia, el conocimiento, y no la movía un instinto lucrativo… pero hacía 6.000 años, unos hombres y mujeres como ella, con la misma capacidad craneal, los mismos instintos y sentimientos, habían enterrado allí a sus semejantes con el propósito de que sus almas trascendieran al otro mundo (la mayoría de cuerpos eran enterrados con piezas del ajuar personal del fallecido... ¿por qué, si no creían que les iban a servir más tarde, les iban a enterrar con ellos?), y ahora ella, en nombre de la ciencia, una simple mujer del siglo XXI, se atrevía a exhumar esos cuerpos que, con toda probabilidad, serían trasladados de sitio, puede que a los sótanos de algún museo y dejarían de reposar para siempre en ese rincón sagrado. ¿Era eso justo? Mejor dicho, ¿era eso lícito?
En esos pensamientos estaba cuando Luciano Santori, el maquetista, se le acercó por detrás y dijo:

- Sé lo que está pensando, querida Elena
- ¡Maestro!
- Siento haberla asustado…
- No pasa nada, es que estaba pensando…
- Ya sé lo que estaba pensando
- Lo dudo
- ¿Pruebo? Estaba pensando que esto es un sacrilegio
- ¿...? ¿Cómo lo sabe?
- Porque la conozco un poco
- ¿Y está de acuerdo?
- Probablemente
- Pero no podemos hacer otra cosa, ¿no?
- Probablemente no




Se quedaron mirando la ladera de Jeremías. Los perros ladraban alrededor de la caseta y Jeremías limpiaba unos aperos. El sol empezaba a descender suavemente por el oeste, exactamente igual que 6.000 años atrás a esas alturas de marzo. Elena y Luciano sonreían con tristeza. La vida seguía, a pesar de todo.







"5.000 años", canción de Pedro Guerra inspirada en 
"Los amantes de Valardo"



Un grupo de arqueólogos descubre una tumba doble 
en Mantua (Italia, 2.007)
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3 comentarios:

  1. A veces vivimos un día, un momento, una visión de forma especial. Compartir esa vivencia íntima con los demás es para mí un regalo, como una perla en el camino. Nuestro tesoro particular, que guardamos bien cerca, a buen recaudo, para mirarlo secretamente de vez en cuando... y sonreírnos por dentro.
    Gracias por este regalo.

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    1. Gràcies! Celebro que t'agradi el que he deixat aquí escrit. Per a mi, compartir és gaudir doblement. Espero ser capaç d'anar deixant més "perles" pel camí. I que et facin somriure per dins!
      Una abraçada

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