"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

viernes, 20 de febrero de 2015

Donostia: crónica de un lunes lluvioso



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DONOSTIA: CRÓNICA DE UN LUNES LLUVIOSO



La entrada a la ciudad viniendo de Pamplona siempre es angosta y sombría, volviéndose algo tensa cuando te adelanta un camión por la izquierda en medio de una curva. Cuando por fin atraviesas el cuello de la botella, Donostia aparece de repente a tu alrededor como si hubieras cruzado el umbral de un cuento de hadas del siglo diecinueve, cuento que habrías leído muchas veces de pequeña y del que recuerdas las ilustraciones perfectamente en cuanto las vuelves a ver. Nada parece haber cambiado desde la última vez que estuviste aquí, hayan pasado dos, cinco o diez años. Es, simplemente, Donostia, a la vez antigua y moderna, como esas mujeres de cierta edad que mantienen la misma apariencia siempre, el mismo porte, la misma mirada de autocomplaciencia y nunca cambian de perfume.







En verano, los colores brillan por encima de todo y adquieren protagonismo los dorados, rojos, verdes y azules, como si el tiovivo de la Concha, en movimiento bajo el sol, irradiara sus colores a todos los rincones de la ciudad. En invierno, sin embargo, el mar parece empaparlo todo y predominan los verdes oscuros, los grises y los dorados mate, viejos y salitrosos. La lluvia crea la ilusión de un envoltorio satinado en las calles y los escaparates, pero basta una ojeada rápida al mar para darse cuenta de que es sólo un espejismo. Paraguas elegantes, deportistas empedernidos, ¿qué decir de los donostiarras? Esos seres tocados por la varita del hada madrina para los que nunca sonaron las doce campanadas. Se saben guapos y especiales y perpetúan la estirpe de los elegidos, con sus zapatos caros, sus tiendas diez y su vanguardia conservadora. Si hay una ciudad eterna (y pija), esa es Donostia.


Aparcar en la ciudad es fácil si cuentas con una reserva de dinero suficiente. Las plazas de párking se alinean como anchoas y se organizan en 3 y 4 pisos subterráneos. Cuando sales de nuevo al exterior te parece que ha pasado demasiado tiempo (siempre que no se viaje con niños, claro, en cuyo caso la percepción del tiempo cambia por completo). Todavía hay que ver la ciudad, que siempre exige más tiempo del que se dispone y uno siempre tiene que irse y volver a su casa.
En esta ocasión, un lluvioso lunes de febrero de 2015, nuestra excursión a Donostia tenía un claro objetivo con nombre de bebida isotónica cuando lo pronunciaba nuestro hijo. Hacia allí encaminamos los pasos, todavía adaptando nuestra vista de pastores del valle a la luz de la ciudad marinera. Las gaviotas nos sobrevolaban, vimos algunas palomas y gorriones y unos enormes peces oscuros que comían barras de pan en el muelle con unos marcados labios plateados, y esa fue toda la fauna salvaje en libertad que pudimos observar durante nuestra estancia en la ciudad.


En el “Aquarium” nos asustamos con el precio de las entradas, pero lo adujimos a nuestra poca costumbre de salir de casa y adquirir productos de ocio y consumo. Vimos el esqueleto de una ballena, barcos a escala de todas las épocas, técnicas de pesca, balleneros, fósiles marinos, el colmillo de un narval, caracolas, traineras… hasta que finalmente nos topamos con los peces de carne y espinas que habíamos venido a ver. No pasa todos los días que te sobrenade un tiburón o un pez raya o veas un rodaballo fuera de la pescadería, nadando trabajosamente con su cuerpo romboidal poco útil para el caso. El besugo también tiene un aspecto más sano fuera del horno y la anguila parece mucho más feroz.


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Luego están los peces tropicales, que nos suenan más que muchos autóctonos gracias a Pixar y otras compañías de animación, y que nos hacen querer aprender a bucear por enésima vez.




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Mención especial merece un pez extrañísimo que parece un experimento a medio terminar entre anfibio, humano y pez, del cual no supimos ver el nombre por ningún lado y que tuvimos a bien llamarle el “Pez Simpson”.


El increíble "Pez Simpson"



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Salimos del “Aquarium” con ganas de más, pero también con hambre y ganas de comer.
A muchos les parecerá una barbaridad, una ofensa, incluso un atentado a la idiosincrasia misma del lugar, pero salimos del “Aquarium” y nos fuimos a comer a un chino (¿hubiera sido peor un Mc Donald’s?). El caso es que ya habíamos estado una vez (reincidentes, encima) porque nos gusta la comida china y, lo más importante, a los niños también, y descubrimos con gran placer que el pequeño restaurante seguía estando en el mismo sitio. Rememoramos la vez anterior cuando nos sorprendió ver llegar un repartidor occidental trayendo un chuletón de kilo, kilo doscientos, envuelto en papel albal, que el jefe chino se zampó en una mesa cercana a la nuestra sin ningún tipo de miramientos. Comimos felices y medio nos secamos la ropa empapada por la lluvia. Era un buen refugio. Al fondo del comedor una camarera con cara de mala uva le chillaba en chino, que suena más chillón, algo sobre un plato al pobre cocinero, al cual no veíamos la cara ni oíamos rechistar. La bronca duró unos minutos, pero la sonrisa de los demás camareros cuando venían a atendernos no decayó en ningún momento. En la tarjeta del restaurante pone, abierto de lunes a domingo, de 12 a 16:30 y de 19:30 a 24h. Todos los días. ¿Alguien alberga alguna duda de que la esclavitud sigue existiendo hoy en día?



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Tarjeta del restaurante





Salimos a la calle y había dejado de llover. Quisimos ver las olas embravecidas y nos fuimos hasta el rompeolas. 
A punto de mojarnos en un par de ocasiones, fascinados con el espectáculo del mar batiendo sin descanso y filtrándose entre los bloques como enjuague bucal entre los dientes, un balón naranja cabeceó delante de nuestros ojos durante unos minutos hasta que la corriente lo llevó mar adentro. Creo que de alguna manera todos intuíamos que nosotros podíamos ser el balón naranja si caíamos al mar y observábamos el espectáculo desde una distancia prudencial. De repente una ráfaga de aire derribó a nuestra pequeña hija y le dobló el paraguas de princesas como un calcetín. Nos reímos porque uno no puede evitar reírse de alguien que se cae de culo, así somos de simples e instintivos, y porque cualquier motivo es bueno para echarse unas risas, pero la cogimos de la mano un poco más fuerte. Mientras todo eso ocurría, un chico de unos treinta años, vestido estrafalariamente pero con estilo, se fijaba, pensé yo, en su atuendo infantil desenfadado, -botas de agua rosas y pantalones rojos-, tal vez tomando nota para su próxima colección otoño-invierno. (Fantasear es gratis… y no se me hubiera ocurrido semejante idea si no estuviéramos en Donostia…). Pronto la visión de una oveja inflada, panza arriba, con la lana deshilachada flotando a su alrededor, nos borró la sonrisa de la cara y nos recordó la fragilidad de la vida.


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Foto del rompeolas







Nuestros pasos nos encaminaban inexorablemente a la playa de Gros. Extraño nombre, éste de Gros, que me hace pensar en cosas tan dispares como un escritor alemán, el carnaval de Nueva Orleans o algo muy gordo y grasiento… y que buscando en internet descubro que podría tener que ver con la altura, posible explicación en “El origen ibero-tartésico del euskera”, de Bernat Mira Tomo, donde se nos cuenta que tendría que ver con el prefijo “gor”, que significa alto. Fascinante, ¿no?, esto de la etimología...


De lejos, la basura que las olas habían traído de mar adentro y habían depositado en la playa, formaba una línea oscura que se confundía con una marca de alquitrán. En este país estamos tan acostumbrados a las imágenes de mares plastificados y aves embadurnadas de chapapote, que estoy tristemente convencida de que si al bajar a la playa nos hubiéramos encontrado con una mancha alargada de fuel, habríamos torcido el morro asqueados, pero hubiéramos seguido contemplando como si nada el mar más allá de la mancha y nuestros hijos hubieran jugado en el trozo limpio de arena. Por suerte se trataba tan sólo de ramas y troncos ennegrecidos por la podredumbre mezclados con chancletas, botas, trozos de plástico y otros desperdicios, pero mayoritariamente, ramas y troncos, y una vez sorteados, la playa estaba limpia y gris. Diminutas figuras obstinadas punteaban la espuma de las olas; eran los surfistas, que seguían ahí desde el verano anterior.


Excepto algún perro juguetón y su amo y una pareja de adolescentes orientales que se hacían “selfies” compulsivamente en todas las posturas posibles, la playa estaba desierta. Nuestros niños se dedicaron a hacer agujeros, castillos y dibujos en la arena y a lanzar palos al mar que las olas les devolvían, como hacen en pleno verano. Pero en esta ocasión, el cielo era casi del mismo color que el mar, puede que un poquito más claro, pero gris en cualquier caso, y el frío de febrero se te colaba dentro hasta el tuétano de los huesos. Quien haya visto la película “La carretera”, sabrá de qué hablo si digo que un sentimiento de soledad y desazón me invadió cuando miraba el horizonte. Parecía, como en la película, que el apocalisis hubiera llegado y pasado. Ante mis ojos, lo que había quedado después de la hecatombe: la soledad de un mundo aniquilado, sobre el que nunca más iba a brillar el sol, y la lucha desesperada por la supervivencia (desesperanzada, instintiva) de los pocos humanos todavía vivos.





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Playa de Gros


Como en la peli, como en el libro, mis dioses son mis niños. Los únicos seres realmente felices sobre la Tierra.


(Recomiendo fervientemente la lectura de “La carretera” de Cormac McCarthy o la visión de la película basada en la novela y protagonizada por Viggo Mortensen. Ambas me parecen espectaculares).




El día terminó mal, para qué mentir: tardamos aproximadamente hora y media en encontrar la entrada al parking donde habíamos dejado el coche. Caminando bajo la lluvia primero con alegría, luego con dedicación, más tarde con resignación y finalmente con una mezcla de cansancio e incredulidad. El coche no se había movido de su sitio; nosotros nos habíamos pateado todas las calles de Donostia, algunas dos y tres veces.
Durante nuestro periplo vimos a niños disfrazados acudiendo a alguna cita carnavalera, tiendas de ropa cara, pastelerías de ensueño… y a medida que nos adentrábamos en el atardecer donostiarra, la sensación de no pertenecer a ese lugar era cada vez mayor. Como en las peores pesadillas, lo que buscábamos siempre estaba un poco más allá. Al final salimos de la ciudad derrotados y calados hasta los huesos de una lluvia triste que tardará un tiempo en secarse. (No en el caso de los niños, que viven el presente y para los cuales el ayer no existe).


Donostia seguirá allí, anclada en el Cantábrico, mientras nosotros crecemos y envejecemos, dando la impresión de que se renueva cada año, con su famoso festival de cine, su Kursaal futurista y sus turistas adinerados y selectos. Pero el mar sabe la verdad, y la verdad es que Donostia cumple los mismos años que las demás ciudades y que, cuando todo haya desaparecido, sólo quedará el mar, el cielo gris y la playa desierta.



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1 comentario:

  1. Gran jornada. L'atmosfera del relat m'ha recordat el llibre "Yo estoyvivo y vosotros estáis muertos d'Emmanuel Carrére. Philiph K. Dikc 1928 - 1982", salvatge i genial biografia de P.K. DIck. Personatges molt reals i densos, amb clarobscurs. Aplaudiments!

    Lali

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