"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

martes, 27 de enero de 2015

Las Sardinas



       Sigo con una historia en dos partes sobre una chica llamada Merche. Inspirada en una persona que mínimamente conocí y que nunca leerá esta historia. Y que, aunque la leyese, no se reconocería como Merche. La verdad es que sólo me inspiré en su figura y su forma de andar y callar. No es mucho, desde luego, pero hay gente que transmite cierto misterio sólo con su presencia, y esta chica es una de ellas. Hace tiempo que le perdí la pista; no sé por dónde andará ni qué será de su vida. Por supuesto, le deseo lo mejor. 












PRIMERA PARTE





Las llaman “Las Sardinas”, porque son altas, flacas, y si te las imaginas en la cama -las tres en la misma-, serían como sardinas en una lata.
Al verlas, enseguida te das cuenta de que la mediana, Merche, es la más sardina de las tres, con esa piel blanca casi transparente, unos huesos que parecen espinas y el pelo negro y fino como algas. Es de suponer que si las Sardinas fueran ricas y vivieran en uno de los lujosos chalets de la margen derecha del río, nadie las llamaría Sardinas ni se reiría de ellas... pero por desgracia las tres hermanas son pobres, viven con su madre en una vieja casa sin calefacción y nada se sabe de su padre. Tampoco han nacido en el pueblo, y eso sí parece importar…


Cuando empieza esta historia, Merche tiene justo trece años, la edad aproximada en que una niña deja de ser niña y pasa a ser… ¿mujer?, dejémoslo en que deja de ser niña bajo un punto de vista biológico. Le crecen los pechos y le baja la regla. Lo que viene a continuación es una gran incógnita para ella.
Venidas de algún punto desconocido de la meseta castellana, estas cuatro mujeres han caído en el pueblo (que por otro lado ha triplicado su población en los últimos diez años), como cuatro flores delicadas cuyas semillas un viento raro trajo un día. Todo en ellas es foráneo, ajeno a los usos de estos lares, estrambótico si no extraordinario. Los chicos jóvenes las ven pasar y fantasean en privado con tocar sus delicadas pieles. ¿A dónde van las Sardinas con este aire? ¡Se las va a llevar el viento!, se burlan… pero para sí intentan captar su aroma, entender esas melenas larguísimas hasta la cintura, esas piernas interminables. Acostumbrada Merche a que sea su hermana mayor la que se lleva todas las atenciones, se sorprende cuando capta la mirada encendida de un muchacho atravesándole las gafas. Parece que su cuerpo ha empezado a cambiar a espaldas de su propia mirada. Entonces las Sardinas aprietan el paso.
Falta una semana para la primavera y una electricidad nueva, sorpresiva, flota por las calles del pueblo recién desheladas. En lo alto de la colina, las ruinas de un viejo castillo medieval se desperezan poco a poco y la única pared que queda en pie, la pared sur, se recalienta al tímido sol de marzo. Pequeños brotes han aparecido en las ramas desnudas de las hayas y, detrás del cementerio, las flores de los cerezos abren sus capullos rosados al frío. Se deja oír ya el canto de algún pájaro migratorio, recién llegado de tierras más cálidas.
Justo ahora se cumplen exactamente tres años y tres meses desde las fatídicas Navidades en que un tren trajo a las hermanas a esta ciudad del norte. Un hombre que no conocían las trasladó en su furgoneta a la casa que desde ese día se convirtiría en su hogar. (La furgoneta olía a perro mojado y Ángela lloró durante todo el trayecto). Fatídicas Navidades porque papá no estuvo con ellas (las primeras Navidades que pasaban separados), fatídicas porque hacía muchísimo frío y fatídicas porque su madre no consiguió crear nada parecido a un ambiente navideño. Que llorara todo el día tumbada en la cama no ayudaba mucho... Tres años y tres meses del comienzo de una vida nueva y extraña para las niñas, definitivamente más difícil que la anterior.
Eso pasó cuando Merche tenía diez años, Ángela cinco y Teresa doce. Ahora el reloj colgado en la cocina marca las 7:20h de la mañana, ningún calendario celebra que ya se ha estrenado un nuevo año, solo una vieja foto de tres niñas sonrientes comiéndose un helado amarillea pinchada en el corcho de la cocina. Una Merche adolescente se para a contemplarla un minuto, como todos los días, mientras recoge las migas de la mesa. No hay tiempo que perder: carga rápidamente su gastada mochila con los libros de ciencias, lengua, física e inglés, aplasta encima el sandwich que ella misma dejó preparado la víspera, y se enfunda un abrigo azul marino demasiado grande. Espera a su hermana mayor, que está en el baño.


- ¡Teresa! ¡Vamos! ¡El autobús! -la apremia.


Por fin Teresa abre la puerta y salen las dos volando escaleras abajo sin despedirse: su madre sigue en la cama como todos los días y Ángela ve los dibujos con el colacao que no tomará y las galletas que tampoco encima de la mesa.
Teresa está guapa. Merche opina que lo de pintarse es una tontería, una pérdida de tiempo, pero tiene que reconocer que Teresa está bastante guapa. De dónde saca el dinero para las pinturas es un misterio, aunque Merche sospecha que sencillamente las roba de la tienda.
En el autobús escolar que las llevará al Instituto, Teresa se sentará al lado de Iñigo y se dedicará a ignorarle mirando por la ventana. De vez en cuanto le lanzará una mirada estudiada de mujer fatal, se volverá a hacer la coleta alta a gran velocidad y se ajustará la falda…; mientras que Merche se sentará como siempre sola, sacará el libro de inglés y repasará con pocas ganas la última lección, deseando que el día pase rápido y no se metan mucho con ella. Pronto sus pensamientos volverán a su padre.


Desde que se separaron, su madre y su padre no se han vuelto a ver. Tampoco las niñas han vuelto a ver a su padre. Hubo unas cuantas llamadas de teléfono los primeros meses, que solían terminar a gritos, y eran para temas de abogados y dinero. Por fin le concedieron a la madre la custodia de las niñas y el padre tuvo derecho a dos fines de semana al mes, derecho que nunca ejerció. ¿Por qué? ¿Cuándo dejó de querer a sus hijas?
Ni siquiera una llamada telefónica a las niñas por Navidad o en los cumpleaños… fue como si la tierra se lo hubiera tragado. Literalmente. Como si se hubiera muerto. ¿Dónde está ahora papá? ¿Qué está haciendo? Ni lo sé ni me importa, era la respuesta invariable de la madre.
Les mandó dinero el primer año. Luego dejó de mandar.  Entonces aparecieron los Servicios Sociales y no fueron bienvenidos, los psicólogos y las pastillas de la madre por cualquier rincón de la casa. Apareció hasta el cura del pueblo... pero al final el día a día era de las niñas, les pertenecía en exclusiva a ellas, y así se quedó la cosa. Sin padre, con una madre intermitente, las mayores a cargo de las pequeñas y las tres haciendo piña alrededor de la estufa de butano. Creciendo deprisa deprisa deprisa.


De su padre Merche recuerda sobretodo su olor. Un olor masculino, terruno, bárbaro, muy distinto al de sus hermanas o al de ella misma. En el futuro Merche buscará inconscientemente en los hombres ese olor y sus amantes nunca serán hombres perfumados, barbilampiños o de voz aflautada. Se acuerda perfectamente de la voz grave de papá cuando pronunciaba su nombre al pedirle algo, cómo retumbaba su nombre cuando se enfadaba con ella, o cuando sencillamente papá la nombraba varias veces, con una sonrisa oculta bajo la barba, mientras la miraba… Sin embargo, caprichos de la memoria, no recuerda cómo conducía su coche, su rostro al volver de la obra todas las noches, su ropa de verano o sus cosas de aseo en el lavabo… De pequeña disfrutaba levantándose el fin de semana para verle desayunar y se sentía la elegida cuando él la dejaba sentarse en sus rodillas mientras hojeaba el periódico… ¿Dónde fue a parar todo ese amor?, se pregunta Merche a menudo, ¿el amor desaparece o, como la energía, sólo se transforma?
Después de que las abandonara, Merche consiguió odiar a su padre con la misma intensidad con la que lo había adorado mientras convivía con él. Ahora, pasados tres años, sus sentimientos ya no son tan claros, se han enrarecido con los altibajos de su día a día, las riñas con su madre depresiva y su hermana egoísta, y en resumen, con el trajín de la vida adolescente.
Merche se baja del autobús con los pies entumecidos, hace tiempo que necesita zapatillas nuevas en las que no entre el agua de los charcos. Su hermana le lanza una mirada silenciosa a modo de despedida antes de entrar en el aula contigua, -ha repetido dos cursos y, por deferencia hacia Merche o hacia su propio orgullo, no está muy claro, no las han puesto juntas-. Es evidente que en algún momento del itinerario escolar, Teresa perdió el hilo y nadie se dio cuenta, puede que ni ella misma, y ahora parece ser demasiado tarde para recuperarlo.
Un gorrión se posa en el alféizar de una ventana del segundo piso del Instituto. Da saltitos y picotea lo que parecen ser restos de un almuerzo. Al otro lado del cristal, Merche junta las manos como si albergara al pájaro entre ellas y cierra los ojos…
Una vez tuvo un gatito. Lo alimentó y lo cuidó hasta que un mal día su madre lo hizo desaparecer. Decía que no soportaba sus miaus de madrugada. El gato fue lo más parecido a un amigo que tuvo Merche estos últimos años, después de que perdiera todo contacto con sus antiguas compañeras de colegio.
Una bola de papel impacta contra su cabeza. Ya empiezan. Y este profesor no la va a defender, bastante tiene con cubrirse él mismo las espaldas. Así que a ignorar, a esperar a que los necios se cansen y se distraigan con otra cosa. Vuelve la imagen de su padre, esta vez su rostro barbudo es severo como el de Abraham Lincoln de su libro de Historia. Por lo menos en una cosa no podrán criticarla: Merche sigue sacando buenas notas. Sin que nadie le haya insistido mucho en ello, sabe perfectamente que estudiar es su única salvación. Quiere ser bióloga. Le interesan los animales, más que las personas, la verdad, y su mirada al mundo que la rodea siempre es más científica que contemplativa. De pequeña se pasaba horas al sol observando el trajín de las hormigas entrando y saliendo del hormiguero con provisiones. Se acercaba tanto que su madre la llevó al oculista. Y le pusieron gafas. La nitidez de los objetos y paisajes que pudo contemplar a partir de ese momento no hizo sino incrementar sus ansias de observación. También empezó a leer más y mejor, y fue la primera de la familia en sacarse el carnet de la Biblioteca, donde pasaba muchas tardes invernales en compañía de libros de ciencias y enciclopedias ilustradas. Tal vez por eso, que la llamen Sardina no es especialmente un insulto para ella. Se tiene por un bicho raro ¿por qué no una sardina fuera del agua? Es una buena definición de sí misma. Lo que tiene claro es que no va a seguir los pasos de Teresa, cada día más Barbie, cada día más tonta. También es muy consciente, a sus trece años, de que sólo con las mejores notas tendrá derecho a una beca que le permitirá ir a la Universidad. De otro modo, en su casa no habrá jamás dinero que invertir en su educación, se tendrá que poner a trabajar en cualquier supermercado, en una tienda de ropa o en un bar sirviendo mesas. No es precisamente su sueño. En una edad en que sus compañeras de clase se pasan el día pensando en chicos, en su grupo de música favorito, en unas botas nuevas o en cómo maquillarse sin parecer una puta, Merche diseña su futuro con obstinación y esperanza, esforzándose por sacar buenas notas y estar atenta en clase a pesar de las bolas de papel y las burlas que la acosan constantemente. No es raro el día que pase sin hablar absolutamente con nadie, así que ella misma se sorprende de su propia voz cuando al final del día su madre le pregunta algo y ella se ve obligada a responder. Guarda sus palabras, acaso su amor, para Ángela. El único ser no pervertido que conoce. La pequeña de la casa es un regalo de bondad, ternura e inocencia que Merche se empeña en proteger a toda costa. Por eso está muy pendiente de ella y la ayuda siempre que puede con las tareas del colegio e incluso se atreve a darle consejos (consejos vendo y para mí no tengo) sobre cómo relacionarse con los niños del pueblo y con sus compañeros de clase. Aunque no parece hacerle mucha falta: Ángela hace honor a su nombre y consigue crear a su alrededor una zona neutral, blanca y luminosa que transforma a todo aquel que entra en ella en un ser dócil y solícito de repente. A Merche le maravilla esa capacidad de su hermana de ser feliz y hacer feliz al que la rodea.
Resumiendo, según ella misma ve las cosas: Teresa es guapa, Ángela es dulce... y Merche? una sardina fuera del mar.


Un día ocurrió algo que nunca tuvo que haber ocurrido. Merche podía haber estado más atenta, haber evitado el marco del desastre. Pero no lo vio venir. También podía haber ocurrido que la joven madre del bebé llorón, esa tarde decidiera salir a pasear al parque viejo, como tantas otras veces, pero no, en el último momento se desvía hacia el Parque de la Amistad, bonito nombre por otro lado. Así que ahí está Merche, sola, sentada en el columpio que ya nadie usa, enfrascada en su libro de Historia. El parque viejo se encuentra en lo alto de un pequeño promontorio, curiosamente detrás del cual asoma el somero edificio de la Policía Municipal, y a cuyos pies se asienta un reducido grupo de familias gitanas de toda la vida. Por alguna razón, el pequeño parque (dos columpios, un tobogán, una estructura de madera con un puente y unas anillas para pasar de un lado a otro) se encuentra en desuso desde hace años. El suelo de goma se ha levantado y crecen hierbajos por todos lados. Caracoles diminutos pueblan las patas de los dos bancos de madera desconchados y sólo los grafitis permanecen inalterados por la intemperie. A Merche le gusta ese parque porque, uno, no va nadie, y dos, desde él se ve a los aviones cómo aterrizan y despegan del pequeño aeropuerto. Y ver algo de tantos kilos levantarse del suelo y ponerse a volar es algo que maravilla a la niña y le hace preguntarse por los principios de la física. También imagina otro milagro, que es ella quien va sentada en ese avión y vuela hacia alguna ciudad del norte, tal vez París, Londres, Berlín…


Merche consulta su reloj. Le queda una hora hasta que Mirian salga de la clase de música y su madre las recoja a las dos y las lleve de vuelta al pueblo. Isabel, la madre de Mirian, es muy maja. Se preocupa por Merche más que su propia madre. Pero lo hace sin ruido, sin aspavientos, con acciones más que con palabras. Los martes y los jueves, Merche no sube al autobús de vuelta una vez finalizadas las clases, sino que va a la biblioteca y estudia para los exámenes, cada vez más frecuentes, o busca información en internet y prepara los trabajos  con el ordenador y hasta se los imprime con el visto-bueno de la bibliotecaria, que le ha cogido cierto aprecio. Esa tarde hace tan bueno, que ha decidido salir a tomar un poco el aire y se ha subido paseando hasta el parque de los aviones. Ha empezado a comerse un plátano mientras se columpia suavemente e intenta concentrarse en la lección del libro que descansa en el suelo, a sus pies, cuyas líneas aparecen y desaparecen al vaivén del columpio. Ni siquiera los oye llegar.
Ellos son cuatro, de unos quince años, fanfarrones y estúpidos a partes iguales. Han subido a fumarse unos cigarrillos sin ser vistos y la presencia de Merche les sorprende un instante, para acto seguido convertirse en una invitación. Ha bastado una sola mirada para estar todos de acuerdo: Merche es el blanco perfecto para alegrar un poco esa anodina tarde de martes.   
Primero es el plátano, que en la boca de la flacucha cuatroojos despierta en ellos un instinto sexual primitivo y previsible. Los comentarios hacen sonrojar a Merche. Cuando se ve rodeada, el rubor pasa a ser una mezcla concentrada de rabia y miedo. Poco imaginativos, los chavales reinterpretan con poca gracia el rol del macho dominante ante la hembra sumisa.
Mientras todo sucede, un avión de la aerolínea nacional, a un tercio de su capacidad, sobrevuela con estruendo sus cabezas y una mujer de negocios, desde la ventanilla, observa lo que ella interpreta como una escena de camaradería entre colegas de instituto y por un momento se pone nostálgica y esboza una media sonrisa. Nadie acude a la llamada silenciosa de socorro de Merche, que tiene que tragarse su dolor, su ira, su orgullo.

Cuando se queda sola, Merche recoge su mochila, que han lanzado cuesta abajo, se sacude el pantalón lleno de tierra e intenta rearmar la pata de las gafas. Cuando se da cuenta de que está rota, no aguanta más y estalla a llorar. No quería hacerlo, pero las gafas rotas le han dolido más que todos los insultos. El cristal derecho está rayado y la visibilidad es muy mala. La pata se podrá arreglar con un poco de esparadrapo; el cristal ya es otro cantar.
Se seca los mocos. Cinco minutos para que Isabel la recoja. No ha pasado nada, en realidad. Podía haber sido peor. Estos chicos no se han atrevido a… sólo se han burlado de ella un poco, pero no la han tocado. Le han arrebatado las gafas y las han lanzado al aire. Sí, lo del plátano ha sido bochornoso, pero… ¿a quién se lo puede contar?¿Para que se rían más de ella? Así que, decidido: se ha caído del columpio y se le han roto las gafas. ¡Qué torpe es!


¡Qué torpe eres, Merche, por Dios!
Lo siento, mamá.
Ya sabes que no tengo dinero para unas gafas nuevas
Lo sé mamá
¿Y qué piensas hacer? ¡Así no puedes ir al Instituto!
Ya me las apañaré
Sí, claro
Como siempre
Sólo me dais que disgustos
Lo siento mamá. Me voy a mi cuarto
Sí, vete, vete, no se puede contar con vosotras para nada
Vale, mamá






(Dedicado a todas las Merches de este mundo)

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