"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

martes, 13 de enero de 2015

Residente 51







Saludos,


Empiezo este blog un poco a ciegas, sin saber muy bien a dónde voy (¿no es así como empiezan todas las historias?), pero con la ilusión de crear algo humilde e innecesario para todos menos para mí. Sirva este pequeño espacio en la nube para depositar mis pequeñas historias que no van a ningún lado pero se empeñan en salir, una detrás de otra, desde hace muchos años. Si a alguien le gustan y le hacen sonreír, llorar, pensar… ni que sea unos segundos, habrá valido la pena.

La primera historia que quería contar tiene que ver con mi actual trabajo en una residencia de ancianos ubicada en el prepirineo navarro… Esto me demuestra, una vez más, que cualquier ubicación es buena si la historia lo merece, y que cualquier historia merece ser contada si se hace desde el corazón...









RESIDENTE 51





Apoya su cabeza en la jamba de la puerta. Habla con la cocinera. Cinco minutos de paz, por favor… antes de que algún abuelo la llame por su nombre una vez más. “¡Hay que ver todo lo que necesitan estos abuelos! ¡Es un no parar!”, comenta medio en broma mirando al techo lleno de manchas.
Con su trocito de paciencia infinita colgando del pecho como una baratija cualquiera, sin destacar, Mariela cumple con su trabajo con diligencia y abnegación. Al contrario que muchas de sus compañeras, suele estar de buen humor. Consigue que su sonrisa pintada brille por encima de sus ojos y que su educadísimo “dígame, qué desea?” sorprenda y anule cualquier atisbo de queja inminente por parte de los abuelos.


La Residencia o Centro de Mayores está apartada del pueblo, unos 2 kms carretera arriba camino de Roncesvalles. Ni que decir tiene que apartada también de la capital, de la civilización. Pero tiene TV, Wifi, control dactilar de entrada y salida de los trabajadores y un sistema informatizado e integrado de registros de todas las actividades de los residentes.
Inaugurada trece años atrás con toda la pompa y honores por los alcaldes de la zona y, aunque de gestión privada (entiéndanse ahora los turnos matadores de 5 y 6 días seguidos con 1 día de descanso entremedio), es un centro concertado y recibe subvenciones del Gobierno. Tiene una capacidad máxima de 50 residentes, la mayoría oriundos de la zona, gente trabajadora con manos anchas y piernas antaño fuertes y adaptadas al terreno. Muchas ancianas siguen irguiendo las cabezas ahora canas con dignidad y orgulllo, sustentadas por sus recuerdos y por la fe que tanto les ha ayudado a sobrevivir en el pasado.
El moderno edificio se levanta encima de los mismos prados prepirenaicos donde en su día avanzaran las tropas carolingias con el caballero Roldán a la retaguardia. Al parecer volvían a casa despúes de haber saqueado la ciudad de Pamplona, cuando, en algún punto todavía no contrastado por los historiadores, fueron alcanzados por sorpresa y masacrados por un grupo de hábiles montañeros locales. La gesta o “Cantar de Roldán” que dos o tres siglos más tarde describiría para la eternidad estos hechos, tal vez no fuera tal, sino la gesta o canción de estos vascones, defendiendo con temeridad y valentía su tierra. Pero ya sabemos quién escribe la Historia, ¿no? Y eso sucedió en el siglo VIII, cuando la esperanza de vida giraba entorno a los cuarenta años, mientras que el centro acoge a multitud de nonagenarios.
Por las ventanas que recorren en línea los cuatro vientos del edificio se pueden ver las ovejas lanudas que pastan tranquilamente, no pocas aves de presa y el ir y venir de los vehículos que reparten mercancías a un lado y al otro del Pirineo. En invierno el frío azota el valle con ganas y los abuelos observan los atardeceres precipitados desde dentro de la Residencia, mientras que en verano se atreven a salir al pelado jardín de atrás, rodeado de rosales nunca demasiados espléndidos, y huelen la hierba mañanera evaporándose al sol y la brisa que trae aromas de las granjas cercanas. El verano suele durar poco; es por eso que muchos sospechan, cuando se termina de repente, que probablemente aquél haya sido el último que sus ojos verán.
Para Mariela, como para el resto de gerocultoras, los abuelos son simplemente su trabajo. Los levanta, los ducha, los viste, los alimenta, los acompaña al baño, los pasea y los mete a la camar; los levanta, los ducha, los viste, los alimenta, los acompaña al baño, los pasea y los mete a la cama. Así en una sucesión de días interminable. Cuando le toca el turno de mañanas, las tardes son por entero para su hijo de tres años, pero cuando trabaja de tarde, apenas le ve, y esa semana su sonrisa tiene un puntito falso, casi inapreciable. Con su esposo (así le llama ella) sin trabajo desde hace casi tres años, su sueldo es el que les permite sobrevivir, así que no se queja.
Sólo esa noche, hablando con la cocinera, que tiene esa forma de mirarla como si de verdad le interesara lo que le pasa por la cabeza o lo que siente debajo del uniforme, se permite despojarse de la sempiterna sonrisa y le confiesa su tristeza.
Es una tristeza refinada, muy pulida y usada. Una tristeza hecha de una sola pieza, sin aristas, que no se puede abrir para analizarla. Es tristeza a secas.
  • ¿Por qué la vida tiene que ser tan dura a veces?
Después de pronunciar esta frase, Mariela siente que, a pesar de ello, nada ha cambiado, y su mirada se posa sobre el suelo antideslizante como la de cualquier anciano de la segunda planta.
  • Y si volvieras a tu país… ¿tendrías opciones de ganarte ahí la vida? ¿Encontrarías trabajo? -oye que preguntaba la cocinera.
¡Tiene ganas de contestarle que no entiende nada! Claro que encontraría algún trabajillo mal pagado, claro que podría volver a la casa familiar, claro que no le faltaría el plato de comida, ni a ella, ni a su esposo, ni al niño… pero…¿entonces…? ¿Para qué habría servido todo este esfuerzo? ¿Significa esto que el sueño se acabó?
Su esposo está buscando ya billete para volverse a Ecuador. Y se irá con el pequeño. ¿Cómo, si no, se iba a apañar su madre si no para de trabajar? ¿Quién cuidaría del pequeño cuando ella no estuviera en casa?
  • Tal vez tu sitio no esté aquí. Tal vez te equivocaste y aquí no consigues lo que buscabas -de nuevo habla la cocinera, que parece empeñada en opinar.


Parece obvio que así es, piensa Mariela mientras tuerce el labio en una media sonrisa. Pero ya está hablado. Y su esposo no es como ella; sus fuerzas han llegado a su fin y la sombra de la depresión sobrevuela peligrosamente su cabeza. Otro sueño: en cuanto las cosas empiecen a funcionar en Ecuador, Mariela se reunirá con ellos. ¿De verdad? Se siente atrapada entre dos sueños. O dos pesadillas. A nadie se le escapa que pueden pasar años. Años sin ver al pequeño de sus entrañas. Y Mariela sabe cuánto la necesita, tanto como ella a él. El dolor vuelve de repente, con más fuerza y Mariela nota cómo le desgarra la delicada piel del corazón a dentelladas, como un lobo hambriento y desesperado. A la vez, los huesos de su esqueleto parecen fundirse y pierde la fuerza con una rapidez sorprendente. Tiene que agarrarse al marco de la puerta para no caerse. La cocinera está de espaldas en ese momento.
Ya, los abuelos la llaman: quieren agua, ir al baño, un pañuelo.
¡Enseguida!
La cocinera sigue rascando los fogones, a lo suyo. Sin embargo su semblante ha palidecido y adquirido un aspecto parecido al de las almas de las escenas bíblicas en un retablo católico. Una pregunta retumba en su cabeza y no puede quitársela hasta que esa noche se sienta por fin frente a su portátil, los niños ya acostados, y empieza a  teclear. ¿Por qué la vida tiene que ser tan dura a veces?¿Qué necesidad hay?


Durante la temprana cena, que Mariela y otra compañera se encargan de servir, los abuelos apenas hablan entre ellos. Sentados en mesas de tres o cuatro, (Mariela siempre se pregunta si aleatoriamente o alguien les ha sentado así con alguna intención), los abuelos comen la sopa demasiado caliente con lentitud. Ellos también están solos. Pero tienen el consuelo de que en breve se reunirán con sus seres queridos, piensa Mariela. El pescado sale humeando de las bandejas. Le produce una ligera náusea. De repente se le pasa por la cabeza una idea loca, que rápidamente desecha como si estuviera contaminada: ¡no estará embarazada, ¿no?! No, se responde tajante, Dios aprieta pero no ahoga.


Cuando por fin Mariela sale de la Residencia, a las 22:10 de la noche, la luna delantera de su coche está congelada. Se le olvidó poner el cartón, como hace siempre. Saca la tarjeta de fidelidad de un supermercado al que ya nunca va y empieza a rascar el hielo. Las manos le duelen y los ojos se le escarchan impidiendo que las lágrimas salgan de ellos.
A punto está de chocar contra la verja de entrada con el guardabarros. Apenas ve por donde va, pero, por alguna razón, le da igual. Empieza a bajar el puerto lentamente. Los árboles a ambos lados de la carretera se convierten en delgados barrotes de celda en continuo movimiento. Se pregunta cómo va a soportar levantarse cada mañana sabiendo que su hijo no está con ella. ¿Soportará la soledad? Nunca ha sido muy buena en eso. ¿En qué invertirá sus pensamientos cuando llegue el día de su cuarto, quinto, sexto cumpleaños y sólo pueda hablar por teléfono con él para felicitarle? Tu mamá te llama, coge el teléfono… ¿Se acordará de su madre? ¿Se olvidará de su madre? Probablemente.
La luz de la luna llena el asiento del copiloto cada vez que se filtra entre los árboles. Es una presencia inquietante, como si tuviera el poder de marcar las cosas, de insuflarles algún mágico poder. Si la convirtiera a ella en una bruja, desvaría Mariela, tal vez entonces pudiera ella a su vez convertir al niño en un guisante, o en una avellana, para poder llevarlo siempre consigo al trabajo, en el bolsillo, y al llegar a casa le devolvería su aspecto de niño y jugarían y le enseñaría todo lo que una madre tiene que enseñar a su hijo para que no lo devore el mundo, para que la gente mala no pueda hacerle daño… Sus manos al volante tiene un color pálido, casi azul. Las mismas manos que se ocuparon durante su infancia de cultivar el maíz bajo el sol…¿podrían volver a hacerlo? Recuerda su promesa sentada en la ventanilla del avión, con la visión empañada por la emoción: jamás la vista atrás. No, ya no habrá más sueños. No se puede ser tan ingenua.
El coche blanco de Mariela sigue deslizándose carretera abajo como leche derramada.


En media hora llegará al destartalado piso donde viven. Irá derecha al cuarto del pequeño sin quitarse siquiera el abrigo. Le acariciará las manitas, le besará la frente, le susurrará que le quiere y le mentirá que su mamá nunca le abandonará.







                                                                                                FIN

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