"Tenemos todo para ser felices, pero falta, tal vez, sabiduría, lucidez, moderación..." Yves Michaud, filósofo francés.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

LA SEGUNDA PLANTA






DÍA 1


Yo era Campos. Fui Campos durante tres años y medio, hasta que Ángel Urrutia murió. Durante ese tiempo tuve ocasión de conocer la Residencia por dentro, aunque nunca pensé que descubriría lo que descubrí... ni que mi vida daría un giro de tal magnitud.
Yo era Campos y mi tarea consistía en entablar amistad con los obreros, en especial con los sindicalistas, y enterarme de cuáles iban a ser sus movimientos. Don Alfredo, el patrón, tenía verdadero pánico a las revueltas y no escatimaba esfuerzos para saber de antemano por dónde iban a ir los tiros. Me fichó a mí, todavía no sé muy bien por qué, supongo que intuyó que yo era de los que se vendían por nada, que carecía de escrúpulos y que mi único Dios era la peseta.
Obviamente toda esta historia de fábricas y sindicatos surgía de mi fantasía, a la que nunca le ha costado mucho ponerse a trabajar y a la que le bastan un par de frases fuera de contexto para imaginar lo que no es. De esa manera me evadía yo de mi rutina diaria, escuchando las exaltadas proclamas anticapitalistas de Urrutia y trasladándome mentalmente a esos años de duros enfrentamientos entre empresarios y trabajadores.
Así pues, para el resto de mis compañeros de la fábrica, yo era simplemente Campos. Pero también la rata, el infiltrado, aunque esto no podían saberlo. (Ser el malo de la película, aunque sólo sea en sueños, me produce un placer extraño y excitante, que en la práctica sin embargo no logro acabar de disfrutar, ya que estoy constantemente mirando a mi espalda, temiendo ser descubierto).
El único que parecía sospechar algo era...

- ¡Campos! 
- ¡Ei, Urrutia, compañero!
Por aquel entonces todos nos llamábamos por el apellido. Era común darse la mano en cualquier situación.
- Qué, ¿nada todavía?
- Nada
- Así que te dejan todo el trabajo y luego...
- Ya, bueno, ya sabes cómo son estas cosas... - (Como casi siempre, no tengo ni idea de qué me está hablando. Sólo trato de seguirle la corriente)
- ¿Qué tal te van las cosas por casa? Porque... ¿tienes cuatro hijos, no?
- Eso es.
(¿Campos tiene cuatro hijos?)
- Pero ya estarán casados, ¿no?
Urrutia está contento, como siempre que la memoria no le falla, que últimamente es pocas veces...
- Bueno, dos ya no están en casa, se han casado ya, pero los otros dos aún son pequeños.
- Es que cuatro hijos... ¡Joder, Campos! ¡Que hay que darles de comer!
-¡Cómo lo sabes, Urrutia, cómo lo sabes!

Él sólo tiene una hija. La vi una vez que vino a visitarle a la Residencia, más estirada que un palo, tinte de peluquería, perfume de marca, nada cariñosa con su anciano padre.

- ¿A qué hora sales?
- A las diez.
- Es que tengo un problema, Campos
- ¿Qué te pasa?
- Así que a las diez... - consulta su inseparable reloj dorado, que le baila alrededor de la finísima muñeca, como si el día todavía tuviese veinticuatro horas que significaran algo.
- Sí, eso es.
- ¿Me vienes a buscar? Y charlamos un poco, Campos, hombre. Charlamos un poco que éstas... -y mira de reojo a las gerocultoras- éstas no me dejan ni respirar.
- Bien, ya vendré. Ahora tengo que seguir.

Y le dejo delante del ascensor, la mirada pálida rebotando en la pared.

Cuando vuelvo a subir a la segunda planta, un par de horas más tarde, con el carro de la merienda, Ángel Urrutia está sentado en el pasillo, serio, la chaqueta en la mano y la gorra en la cabeza, preparado para irse a cualquier parte.
Paso por delante esperando que me vuelva a hablar de los tiempos de la fábrica, de los del comité, de lo trabajador que soy y lo jodido que estoy tratando de sacar adelante a mis cuatro hijos... Pero no me dice nada. No me ve. Es decir, me mira, me ve... pero no sabe quién soy. Ha olvidado que soy Campos.













DÍA 2

Hoy, dando una vuelta por los alrededores de la Residencia, me he topado con un pastor. Me he asustado, pues no le había visto venir; él en cambio, parecía esperarme. Risueño, tan solo algo mayor que yo, me ha dejado hablar mientras me presentaba y me excusaba por mis ropas de trabajo...
Los pastores son gente sabia, que te miran con sus ojos celestes como si estuvieran ya de vuelta de todo. Es como si la Naturaleza les hubiera enseñado lo que merece la pena ser sabido en este mundo y su pequeño valle albergara todo el saber de la Humanidad. Creedme, he conocido unos cuantos y siempre aprendo cosas de ellos, nunca al revés, por mucho que yo haya estudiado o haya viajado a otros países. Por otro lado, no me parece descabellado pensar que la Filosofía apareció cuando el hombre empezó a pastorear, allá por el Neolítico. ¿Qué otra actividad te deja el tiempo suficiente, la soledad necesaria y el contacto con la realidad imprescindible para pensar? Desde mi punto de vista, aun siendo un esclavo de su ganado el pastor es un ser humano privilegiado, pues vive alejado del mundanal ruido y no está inmerso en el caos de la sociedad, con lo que cuenta con cierta libertad de acción y, sobretodo, de pensamiento. Su visión de la realidad por fuerza tiene que ser diferente, especial... la más parecida a la que podría tener un dios o un asceta. Cualquier teoría que trates de explicarle a un pastor, te la rebate simplemente con una sonrisa silenciosa y dos rendijas por ojos. A continuación emite un silbido con el que da una orden precisa al perro y tú te quedas pensando que tal vez tu teoría no se sostiene tan bien como creías. Eso no quita, no obstante, que a veces se aburra como una ostra con la única compañía de los animales, y cuando se encuentre a otro ser humano se convierta en un fisgón de mucho cuidado. (A este pastor de hoy me lo imagino enganchado a los realities de la tele hasta altas horas de la madrugada, fantaseando con vivir otras vidas que nunca serán la suya, al lado de una mujer joven de curvas generosas... y esto último no es negociable). Así que yo le he contado mis cosas al pastor y él me ha relatado las suyas, que son las de su valle.
Y hablando, hablando, me ha desvelado la existencia de una sima donde una vez se le cayó una perra y tardaron tres días en encontrarla. Tuvo que venir la Guardia civil a sacarla, todavía con vida, con dos patas rotas pero viva. De hecho, todo esta zona está agujereada como un queso... hay que andar siempre con mucho cuidado por estos valles, por estos bosques, pues un mal paso te puede hundir en una sima y que nadie te encuentre nunca. Esto último lo ha dicho por mí, porque me ha visto un poco fuera de sitio (¿qué diablos anda buscando un cocinero por estos andurriales?). Busca perderse o romperse algo... pienso que piensa.
Bueno, yo simplemente salgo a pasear durante mi hora de descanso...
Le he visto sonreírse por debajo de la nariz.





DÍA 3

Hoy Urrutia está nervioso. Antes del desayuno ya le oigo gritar en la segunda planta. Tengo que ir a calmarle. Está enfadado con "las chicas", que pretenden decirle lo que tiene que hacer y "¡él no recibe órdenes de nadie!". Se ha encaramado a una silla, parece difícil pero ahí está, y mueve los brazos con furia dispuesto a darle un manotazo al primero que se atreva a acercarse.
Cuando me ve, se calma un poco. Le agarro firme de los codos y consigo que se baje de ahí. El pobre Ángel pesa menos que un pajarillo. Parece mentira que un día trabajara en la línea... Me queda claro que en mí tiene un aliado aunque a menudo me eche cosas en cara, pero por lo menos somos compañeros de faena, y mal que bien, nos comprendemos. Aprovecho la empatía para llevármelo al salón y sentarlo en una silla mientras le doy la razón en todo. Hablamos un rato y vuelvo a ser Campos. Esta vez se mete un poco conmigo porque al parecer me ha visto haciendo algo que no le ha gustado... Pero, claro, tengo que alimentar a cuatro hijos, ¿no? No consigo aclarar si he robado algo de la fábrica o me he ido de putas... Puede que las dos cosas. Tampoco le gusta que no me implique con el comité... pero claro, con cuatro hijos...
Mientras discurrimos, una abuela nos escucha sentada en su silla de ruedas. Sus gafas de culo de botella le dan un aspecto algo monstruoso, con unos ojos desproporcionados que parecen observarnos con sumo interés. Es una abuela que nunca dice nada. Sonríe cuando la saludas pero nunca te devuelve el saludo. Ella misma hace rodar su silla pasillo arriba y pasillo abajo, sigilosamente, sin prisa. En el regazo tiene un bolso pequeño de ganchillo rojo con forma de corazón, más propio de una niña, del que nunca se desprende. Nos mira con sus enormes ojazos aumentados y escucha nuestra conversación. O tal vez ni nos ve ni nos oye y es su propia película la que está viendo pasar por delante de sus ojos... Con estos abuelos nunca se sabe. A veces sonríe. Parece que se mofa de nosotros...
De repente Urrutia se acuerda de algo. Para de hablar en seco y abre los ojos como platos. Pone cara de pánico. Empieza a tartamudear y, si no fuera porque los ancianos ya no sudan, estaría empapado. Llamo a la enfermera. Aparece una chica joven que nunca antes había visto. Le habla, le toca la frente, le toma el pulso. Parece efectiva, pese a su juventud. Mientras tanto Ángel sigue muy alterado. Intenta decir algo pero no le salen las palabras y no le entendemos. La enfermera le tiene las manos cogidas con suavidad y yo, que estoy detrás, observo su largo y fino cuello, tipo cisne, y me entran unas ganas terribles de besarlo... Entonces me pide que le traiga un vaso y no tengo más remedio que despedirme de su nuca. Finalmente le da a Urrutia un calmante con un poco de zumo en el vaso de plástico. Yo les dejo; tengo que bajar a la cocina. Al pasar por al lado de la abuela gafotas, tengo la impresión de que no ha perdido detalle. Estruja el bolso con ambas manos, los hinchados nudillos están blancos por la fuerza que hace.













DÍA 3, más tarde

He salido como siempre a explorar los alrededores. Estoy sentado en un alto, verde primavera en el suelo y azul intenso manchado de nubes blancas corredoras por el cielo. Estos valles prepirenaicos, fronterizos con la gran Francia, tienen mucha historia. Se dice que por aquí cruzaron hace siglos las tropas de Carlomagno de vuelta a casa después de haber saqueado Pamplona. Fueron asaltadas por unos montañeses (vascones), que les tendieron una fatal emboscada por la retaguardia. El Caballero Roland, sobrino de Carlomagno, era el encargado de guiar las últimas tropas francas y salvaguardar el botín, con poca fortuna como se verá, pues murió en el asalto. De ahí la famosa Chanson de Roland, escrita tres siglos más tarde, con mucha imaginación, mucha épica y sólo una pequeñísima parte de verdad. Otra hipótesis sitúa el paso más hacia Huesca, concretamente en el valle de Ansó; otra más reciente desplaza la batalla cerca del Bidasoa, en el Baztán, justo en dirección opuesta... Lo cierto es que no hay muchos pasos naturales a Iparralde, así que no hay muchas opciones, pero todavía no se ha encontrado la pista definitiva que descarte los falsos y se quede con el verdadero escenario de la Chanson. La verdad sigue enterrada bajo estos caminos, entre el sotobosque de estos hayedos, en el fondo de los arroyos, quién sabe si en alguna cueva de entrada obstruida por el paso del tiempo... Me conmueve la Historia que no conocemos o que conocemos a medias.

He encontrado esta traducción de la Chanson de Roland, el cantar de gesta más antiguo de Europa. Dice así:


LXVI

"Altos son los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas, siniestras las gargantas.
Los franceses las cruzan ese mismo día, con grandes fatigas.
Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la marcha de las tropas.
Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan Gascuña, dominio de su señor, hacen memoria de sus feudos, de las jóvenes de su patria y de sus nobles esposas.
Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de enternecimiento.
Más aún que los otros, se siente pleno de angustia Carlos: ha dejado en los puertos de España a su sobrino.
Lo invade el pesar y no puede contener el llanto."


Poco después de esto, Roldán, viéndose en las puertas de la muerte, hace sonar por fin su olifante (especie de cuerno) para alertar a su tío, que llega tarde y para nada. Bueno, para nada no, que aún ejerce su derecho a venganza y expulsa a los malos (en la Chanson los malos son el poderoso ejército moro, que queda mucho mejor que decir que te ha ganado una pandilla de salvajes organizados a lo Robin Hood). Por otro lado Roldán consigue antes de morir lanzar hasta el infinito y más allá su espada Durandal, que se queda clavada en una pared rocosa del pueblo francés de Rocamadour. He leído que en el año 2011 de nuestra era el Ayuntamiento de Rocamadour decidió desclavarla para entregarla al Museo de Cluny de París y desde entonces está ahí expuesta para quien quiera ir a verla. Existen otras presuntas Durandals repartidas por la geografía española... así que cada cual puede elegir la versión de la leyenda que más le guste. Tiene que haber tantas espadas, yelmos, cotas de mallas y demás oxidándose bajo tierra... A veces me dedico a imaginar los restos de épocas pretéritas que estarán sepultados bajo nuestros pies ahora mismo. Andamos pisando Historia, pero estamos ciegos y no nos damos cuenta, e inevitablemente vamos borrando las huellas del pasado a medida que dibujamos las del presente. Desde hace poco la Ley de la Memoria Histórica trata de revertir este proceso natural, pero de momento se centra en la Guerra Civil, de donde ya obtiene suficiente material por ahora. Otra ramificación de la leyenda de Roldán, que se expande en todas direcciones alrededor de la Chanson, cuenta que Durandal, al ser arrojada con tanta fuerza por su amo, partió en dos el circo de piedra de Gavarnie y creó la hoy conocida como Brecha de Roland, un paso de 40 metros de ancho y 100 de alto que sorprende por su perfección. Afortunadamente para los incrédulos, por debajo de la Historia y a la par que ella siempre nos quedará la Geología, porque, digan lo que digan las crónicas, ese corte tenía que estar ya ahí antes que lo traspasara Durandal... pero se entiende que los antiguos sintieran la necesidad de encontrarle una explicación sobrenatural a tanta belleza.
Conocí una geóloga que era capaz de mirar el paisaje y entender su evolución durante millones de años hasta su forma presente. Más de una vez trató de explicarme los plegamientos, la erosión del aire en las rocas, la del agua, las distintas capas geológicas, algunas permeables, otras impermeables... Sinceramente, me costaba imaginar lo que ella veía con tanta claridad, (yo más me fijaba en sus nalgas que parecían montañas y que me empeñaba en escalar todas las noches), pero si algo me quedó claro durante esas excursiones fue que el tiempo humano es ínfimo y ridículo comparado con el tiempo geológico del Planeta. Y que la palabra que define el paso del tiempo, la palabra que por extensión define todo, es erosión. Desde que trabajo en esta Residencia soy más consciente de ello; el propio ser humano está condenado a la erosión. Estos ancianos están ya tan erosionados, que han perdido su forma original. En algunos casos el plegamiento les impide separar la nariz de las rodillas o han perdido el eje vertical de la columna y se han desviado hacia el este o hacia el oeste en un peligroso ángulo de 60 ó 70 grados. Sin embargo, lo que más me impresiona siempre es la erosión de sus miradas. Sus ojos son ahora como esferas de relojes baratos, rayados por el uso e imposible devolverles el brillo. Lo que fueron, lo que vieron, se ha desgastado a fuerza de tantos días de uso y se ha perdido para siempre.
Admiro a las gerocultoras porque sólo ellas parecen conocer el secreto de la vida: todos vamos a morir. Sin embargo, ese conocimiento diario, ratificado tras cada cambio de pañal, tras cada ducha de cuerpo inútil, no se traduce en unas ansias locas de vivir y disfrutar al máximo de la juventud, de un cuerpo sano y todavía flexible... Curiosamente, las geros que más tiempo llevan trabajando tienen en la mirada un punto de tristeza, (¿será ése el brillo que percibo... el inicio de una lágrima que nunca llega a brotar?), como si se supieran perdedoras de la partida de antemano. Es un trabajo duro, el suyo; quizás debería ser obligatorio por ley que todos lo desempeñásemos en algún momento de nuestra vida. Nada, un año, unos meses, lo suficiente para abrir los ojos a una realidad que nos encanta ocultar: que la muerte nos espera a todos, que no tiene prisa (y en ocasiones esto es lo peor) y que vivir es un regalo que no tenemos derecho a despreciar.

Paso la mañana obsesionado con la imagen de la nuca blanca de la enfermera. Pero esto ya forma parte de la rutina de mi soledad... y eso es otra historia. Aquí el tema está en los abuelos, en Urrutia, en lo que esconden estos cuerpos marchitos y en lo que atesoran su cerebros...




DÍA 5

Después de una jornada festiva que no me ha sabido a nada y de la que sólo conservo el olor de las bragas de Natalia, olvidadas debajo de mi cama, heme otra vez aquí en la Residencia, cociendo unas judías verdes con patata y descongelando rosados filetes de panga del Vietnam. Es inevitable acordarme de todas las películas sobre la guerra (made in USA, of course) que he podido ver a lo largo de mi vida cuando leo la palabra Vietnam. Supongo que debería programar unas vacaciones a ese exótico rincón del mundo para cambiar la visión tan reducida, trasnochada y falsa que tengo de ese país... pero, como tantas cosas en mi vida, sé que no lo voy a hacer, por una simple cuestión de prioridades. A no ser... y aquí vuelvo a fabular, no puedo evitarlo, a no ser que me enamorara de una mujer vietnamita y me suplicara con voz dulce, después de hacer el amor, que accediera a conocer a su familia... Sólo en ese caso podría cambiar mi visión de Vietnam, pero de otro modo lo veo difícil. Estos filetes de panga seguirán siendo para mí los descendientes de aquellos que sufrieron quemaduras por el napalm y vieron pasar a fornidos soldados americanos sudando la gota gorda, mascando chicle y adorando a los Beach Boys.
Por cierto, hace poco he escuchado un especial Brian Wilson por la radio y sus canciones me han sonado diferentes, con más sentido. Es como todo: sacado de contexto puede engendrar pensamientos maravillosos o carecer de sentido por completo. Cuando enfocas la época, el ambiente, la situación en la cual se gestó una determinada canción, una novela, un cuadro, un poema... es como encender de golpe todas las luces en una habitación en penumbra. Y, por supuesto, no siempre el resultado es mejor. En el caso de los Beach Boys, sí lo ha sido para mí. Supongo que he pasado de tararear con gusto sus canciones, a entender mínimamente lo que en su momento pudieron significar para una generación. Y de paso he corroborado una vez más lo que ya sabía, y es que sin radio, sin música, soy hombre muerto.
Me río solo doblando la caja de cartón para que entre en el contenedor azul, al leer una inscripción que me había pasado por alto. En letra cursiva, tal vez para darle más solera, se lee: "Productos congelados" y sólo un poco más abajo "desde 1971" . ¡Coño!
Luego me siento a fumarme el enésimo cigarrillo del día en las escaleras de emergencia. Pasan una cuadrilla de moteros en fila india por la carretera camino de la frontera, también sus motores se oyen a quince leguas de distancia, como las tropas de Carlomagno.
De repente oigo gritos que provienen de la segunda planta, una vez más. Me ha parecido la voz aflautada de Urrutia, revolviendo el gallinero. Últimamente gasta muy malos humos de par de mañana y mantiene una actitud desafiante que es difícil de manejar. La enfermera me ha dicho que ha empezado a darle calmantes regularmente, pero no parece que estén haciendo efecto a juzgar por sus improperios. Y aquí ocurre lo que en una guardería: si un niño llora, los demás, también. Llámalo empatía espontánea, un llorar por si acaso, porque algo no anda bien y tiene que notarse. En verdad aquí los abuelos no lloran, pero gritan y se agitan como demonios. Hay una mujer que llama desesperadamente a su madre, hecho que me produce una desazón indescriptible, puesto que pone de manifiesto algo evidente pero de normal desapercibible: que un día esa mujer oronda de poco pelo tuvo una madre que cuidó de ella, que seguro sería una niña pequeña, rosada y bonita como todas los niñas. Ahora el recuerdo de esos días vuelve a su cerebro y se hace patente, llegando a confundirse con la realidad de la realidad. Una vez más la erosión que todo lo transforma, esta vez ensañándose con los recuerdos.
Desde estas escaleras puedo ver las moscas caer en la trampa de agua azucarada, que se balancea como una balsa de miel. Hoy me siento como una de estas moscas, atrapado hasta las diez de la noche en esta Residencia-Trampa.



DÍA 6

Ha pasado algo sorprendente: la abuela de las gafas y el bolso rojo (la llamaré Mercedes a partir de ahora, pues así es que se llama) me ha agarrado de la mano al pasar por su lado. Lo sorprendente no ha sido el hecho de que me tocara, que también, puesto que es la primera vez que ocurre, sino que ha puesto mi mano en su pecho, a la altura del corazón, y me la ha tenido allí quieta durante unos segundos. Dos cosas: Mercedes tiene una fuerza sorprendente para su edad y dos, el corazón le iba a cien por hora. Nos hemos mirado a los ojos, yo sin comprender, y entonces ella ha esbozado esa sonrisa sin dientes que me tiene martirizado. Me he desprendido de su mano de un tirón, asustado. Había algo en esa mirada de repente lúcida, astuta y de nuevo juvenil, que me ha angustiado sobremanera.
Más tarde he estado indagando un poco sobre Mercedes en el despacho de la secretaria, a base de preguntas aparentemente bienintencionadas, aleatorias, producto del hastío veraniego. Y como suele ocurrir en estos pueblos pequeños, donde siempre resulta reconfortante hablar de un tercero, me he enterado de muchas cosas de Mercedes Urbeltz, más de las que pretendía en un principio.
Tiene noventa-y-ocho años y es hija de estos valles, aunque pasó mucho tiempo en Francia. Que se sepa nunca se ha casado ni ha tenido hijos, y lleva ya doce años en la Residencia. Sólo recibe la visita de una sobrina bastante mayor cada 24 de septiembre, día de su onomástica y cada 8 de mayo, día de la madre, y en las dos ocasiones la sobrina viene acompañada de un gran ramo de rosas blancas. Esos dos días Mercedes se convierte en la envidia de todas las demás abuelas de la Residencia, quienes suelen alegrarse cuando pasadas unas semanas el ramo, que por cortesía de Mercedes se exhibe en la sala de estar, se marchita, se deshoja y hay que tirarlo a la basura.
El caso es que la historia de Mercedes no es muy común porque es una mujer ilustrada. Al parecer de joven empezó la carrera de Magisterio, aunque le pilló la Guerra y tuvo que exiliarse a Francia, donde reanudó los estudios y se licenció también en Psicología. Me consta que la mayoría de mujeres de la Residencia han sido amas de casa y algunas apenas saben escribir. No sé si habrá otra con estudios superiores... Por supuesto, todas ellas son mujeres sabias en cuestiones prácticas, en supervivencia alimenticia, en hierbas medicinales, en aprovechamiento de los recursos... esas cuestiones que ahora están tan de moda, pero estudios reglados tendrán los mínimos. Se me ocurre que si recopiláramos un par de recetas de cada abuela que hay en este centro (en cuestión de paridad, la genética lo tiene claro: por cada hombre con los huevos colgando inútilmente, hay por lo menos dos mujeres de pechos caídos), daría para un bonito libro en rústica, que podría titularse "Recetas y trucos de la abuela X". Un día por error mis ojos contemplaron a un abuelo levantarse del retrete, me he acordado ahora de repente, después de lo cual valoro mucho más el riego sanguíneo que todavía me llega fresco y abundante entre las piernas.
Cada abuela tiene su particular historia que contar, con sus particulares saberes adquiridos de toda una vida y pienso que sería maravilloso que alguien con ganas tuviera a bien recopilarlo para la posteridad... pero a día de hoy todo ese conocimiento ancestral de poco les sirve dentro de estas paredes. Parece que esas manos diestras en tantos menesteres, desde pelar borrajas y reavivar el fuego,  zurcir calcetines y darle a las agujas... hubieran quedado amnésicas y ya sólo fueran capaces de confeccionar unas horrorosas flores gigantes de papel maché o unas naturalezas muertas hechas con pastas de sopa de dudoso gusto, con las que decorar las paredes de la Residencia. ¿De verdad es necesario tratar a los abuelos como retrasados mentales? A veces me da ganas de quemar el rincón de manualidades.

La mayoría de mujeres de la Residencia son también católicas practicantes. Todos los viernes a la tarde, un cura motorizado inusitadamente joven aparece puntual a decir misa y se convierte en el acontecimiento de la semana, la mayoría de ellas se arreglan un poco más de lo habitual y escuchan la palabra de Dios, no por mil veces escuchada menos cierta, como si fuera lo único que les quedara ya en esta vida.
Mercedes y otros cinco hombres son los únicos que se quedan fuera, con una mezcla de respeto y asco en el rostro, tal vez pensando que si en su día no pudieron cambiar esto siendo jóvenes, mucho menos van a poder cambiarlo ahora.
Un día me quedé de piedra cuando otro chaval joven que llevaba dos días de gerocultor en la Residencia me dijo: "mira, ya he calado a María Luisa", y sin parar de reírse soltó un "¡Viva la República!" que resonó entre las paredes blancas como metralla en los cerebros de los abuelos. Y la tal María Luisa, una anciana de lo más tierna, callada, pacífica, parecida a la abuelita Paz de los tebeos, se levantó de un bote de su silla y respondió "Viva!".
Para mí lo más sorprendente es cómo descubrió ese chico en dos días el pasado republicano de María Luisa. ¿O es que va por las Residencias gritando "¡Viva Franco! y !Viva la República! a diestro y siniestro a ver cuál es la reacción de los abuelos? María Luisa falleció hace unos meses. Nadie puede decir que no fue fiel a sus ideas hasta el fin de sus días.
Pero voy a lo que importa: la pasada primavera, que me tocó trabajar el día de la Madre, vi por casualidad  a la sobrina de Mercedes bajarse de un taxi con el famoso ramo. El taxista se quedó esperando fuera de la verja hasta que la sobrina se marchó, unas dos horas después. Hacía bueno y las dos mujeres decidieron pasear por el jardín, mientras hablaban. Las vi muy compenetradas, la una empujando la silla de la otra, parando de vez en cuando para hablar cara a cara, hasta se parecían un poco en los gestos... y se reían a menudo.
Recuerdo que pensé: ¡qué visita más agradable! ¿Por qué no se repetirá más a menudo?
En fin, Mercedes me parece una persona interesante, ahora que sé lo que sé. Y de alguna manera creo que lo de hoy no ha sido casualidad. Ha querido llamar mi atención. No atino a entender con qué propósito. Pero estaré atento.













DÍA 11

Vuelta a la rutina después de cuatro días de fiesta.
He hecho lo que tenía que hacer: he viajado por fin a casa, a la Tierra de los Padres, en palabras del Cantar. El caso es que he regresado del viaje peor de lo que estaba, preguntándome de quién ha sido la idea de ir. No me entendáis mal: yo quiero mucho a mis padres y sé que no van a vivir muchos más años, pero no consigo estar en la misma habitación que ellos y estar en paz con el mundo. Será que no logro perdonarles tantas cosas del pasado que me es imposible relajarme. Tengo que decir también que soy hijo único y todas las atenciones, las buenas y las malas, van para mí en exclusiva. Lo cierto es que debo de ser muy mal hijo cuando yo, que soy capaz de encontrarle el lado humano a un asesino en serie, sólo puedo concentrarme en los defectos de mis progenitores.
Es como cuando te das cuenta durante una cena íntima de que tu pareja hace mucho ruido al masticar la comida y ya no puedes dejar de estar atento a ese ruido infernal en toda la velada. Algo similar ocurre con mis amados padres. Consiguen sacarme de mis casillas en un tiempo récord, no entiendo cómo lo hacen. Estar cuatro días seguidos con ellos es una prueba de amor. Ciego. Sordo. Probablemente absurdo. Me agota el hecho de ser capaz de odiar tantos detalles suyos.

Tumbado en la cama -la misma de cuando era crío, las mismas sábanas de la nave espacial- he tenido mucho tiempo para reflexionar. Sé que necesito un cambio. Hace tiempo que lo noto, lo intuyo, voy sintiendo cómo se acerca la tormenta que lo precede. Siempre ha sido así en mi vida. Cada ciertos años algo empieza a remover el fondo del estanque en el que me asiento. Y cada vez la precaria barca que sujeta mi vida se balancea más y más hasta que acabo saltando por la borda y teniendo que nadar para no ahogarme. Puede que nunca sea capaz de echar raíces en tierra firme... Es como si a fuerza de estar con los pies a remojo, me estuvieran ya creciendo membranas entre los dedos y la piel se me estuviera volviendo más viscosa. Revertir esta tendencia (¿involución?) en mi vida va a costarme años de sacrificio y lo peor es que ni siquiera sé por dónde empezar.
Así que decido volver a casa, a ver si la cosa se calma, a ver si por casualidad encuentro el rastro que perdí en algún momento, una pista, un olor que me guíe... O por lo menos descanso unos días en un sitio que no se balancee. Pero no consigo disipar el mareo. De normal, cuando que vuelvo a casa para unos días me suele gustar releer mis cómics antiguos, repasar mis libros de adolescencia... Eso me sienta bien, rebuscar entre mis juguetes preferidos y hasta volver a construir robots espaciales con el Tente que me regalaron a los nueve años y que mi madre ha desterrado encima del armario. Esta vez ha sido distinto. Ni tan siquiera he bajado un libro de la estantería. Ni tan siquiera he enchufado el tocadiscos. Estoy sin fuerzas para eso.
Me he convertido en un hombre que ni siente ni padece. Soy una piedra con un trabajo, un coche, un piso a medias con el banco, un pasado lejano, un presente mediocre y un futuro de lo más incierto. Miro las fotos del santuario en que ha convertido mi madre mi cuarto y no me reconozco en absoluto.
Sólo reacciono cuando veo a mis padres discutir por cualquier nimiedad -como por otro lado han hecho siempre desde que tengo uso de memoria... entonces... ¿por qué me importa ahora?-. Les veo viejos, arrugados, achacosos. Mi madre ha engordado bastante y le cuesta hasta levantarse del sillón. El resultado es que la casa está limpia a medias, igual cree que no me he dado cuenta. Y yo sigo sin perdonarle que lleve el pelo descuidado y sin teñir, las orejas sin pendientes, la misma bata raída de hace veinte años... ¿No podría ir a la peluquería una vez al mes, maquillarse ligeramente, leer un libro de Danielle Steel o de Corín Tellado, en vez de ver la televisión a todas horas?
Y qué decir de mi padre, el eterno ausente ¿no podría llevarla un día a cenar, al cine, a tomar unas patatas bravas al bar de Pedro, como cuando eran jóvenes y se conocieron, hace unos dos mil años?
Ni siquiera hablamos de verdad. Mi padre sigue pasando de todo, esconde la cabeza debajo del ala y así consigue mantener esa actitud de nada-va-conmigo, marca de la casa. Sigue desaparecido en su despacho veinte horas al día, como siempre, haciendo como que lee, investiga, qué sé yo... Pero a mí no me engaña. Puede que de pequeño pensara que mi padre hacía "cosas importantes" y no se le podía molestar (¿cuenta como cosa importante echarse la siesta?), pero ahora ya sé de qué va todo. Y conozco de primera mano el poder fatal de la Red de redes. Cuando mi padre quiera darse cuenta, la vida habrá pasado, necesitará unas gafas tan gordas que no podrá mantenerlas encima de la nariz y su mujer ya no estará para limpiarle el culo.

En su defensa diré que no soy el hijo que esperaban. Les he salido raro, inquieto, curioso, aficionado a la lectura y al arte, un punto drogadicto (mi madre opina que mucho), hasta puede que piensen que soy gay... pero ya es tarde para ser de otra manera. Mejor nos aceptamos y tratamos de respetarnos.
Porque los padres no se eligen, de acuerdo, pero la conclusión a la que he llegado desde mi cama infantil es que ellos sí eligen cómo quieren que sea su hijo. Ellos eligen si quieren escucharle y guiarle en este mundo o hacer oídos sordos cuando el hijo les habla y limitarse a ver sólo lo que quieren ver. En suma, eligen si quieren respetar a su hijo o condenarle a su limitada visión del mundo.
Y ahora viene lo mejor: elijan lo que elijan... todas ellas serán formas de amarle. Porque el amor -como el Diablo- tiene mil trajes. Mil disfraces. Y todos llevan la molesta etiqueta que pone "Amor" y que suele ser de las que pican pero nunca te decides a cortar.
Así, desde pequeños nuestros padres nos visten con su amor, eligen para nosotros un traje a su conveniencia y creo que a mí, analizando los hechos a cuarenta años vista, me pusieron uno tres tallas más pequeño que me apretaba por todos lados, sobretodo los huevos...
Vuelvo a la foto de mi Primera Comunión. Es gracioso pensar que en este país prácticamente todos los hombres y mujeres de mi generación tenemos una igual. Me consuela creer que la mayoría se sentirán tan desconectados del niño de la foto como yo ahora.



DÍA 12

Otro día de calor en la Residencia. Aunque parezca mentira en pleno siglo veintiuno, no hay aire acondicionado. Puede que los arquitectos que la diseñaron pensaran: ¿aquí en la montaña? ¡una buena calefacción es lo que hace falta! O puede que simplemente no pensaran nada. Como sea, hoy estaremos rozando los 40 grados...
No sé cómo lo hacen estos abuelos para sobrevivir en estas condiciones... Cuesta hasta respirar. He visto a Ángel por la mañana y llevaba una gorra de los New York Knicks que le iba bastante grande. Eso unido a unos pantalones que ya no le sujetan en las caderas, le conferían un extraño aspecto de rapero yonki trasnochado. ¡Bien por la hija! quien, por cierto, hace meses que no se pasa por aquí. Si lo hiciera se daría cuenta de que su padre no está nada bien, ha adelgazado muchísimo y nunca sonríe. Puede que por eso no venga: no querrá tener que ver así a su padre, y no la culpo, en su lugar yo probablemente haría (haré algún día) lo mismo.
Ahora veo los wahtsapps de Natalia. Cuando tardo un poco en contestarle ya se pone nerviosa. Le digo que estoy currando, pero le da igual. Me manda selfies saliendo de la ducha. Me ha puesto tan cachondo que saldré de aquí y tendré que ir a verla, aunque esté reventado del viaje... Hay días en que me siento como si fuera su perro...
Dicen que el hombre es un ser racional... pero yo matizo que esto es así siempre que no esté excitado sexualmente, que en mi caso es el noventa por ciento de mi existencia. Yo ya he aprendido a vivir con eso y hago vida normal a pesar de todo, pero es cierto que necesito muy pocos estímulos extra para que el cerebro deje de dirigirme y sea la polla quien tome el control de la situación. Natalia me conoce y explota mi punto débil sin compasión. (Me gusta pensar que también conoce mi polla, bastante bien por cierto, y que le gusta que tome el mando).

Y hablando de mando, ya he estado con la Directora. He entrado en su despacho y estaba leyendo "El Quijote", tal cual. Ni siquiera se ha escondido un poco o ha hecho acto de disimular; simplemente me ha sonreído y ha cerrado el libro. Entre los que nos consideramos lectores existe algo indefinible que nos hermana. La forma de mirar de soslayo el libro que asoma en la mochila del otro, el alargar el cuello disimuladamente en el autobús para intentar leer el título del lector que está en el asiento de enfrente... esos gestos simpáticos nos unen en la soledad y la rareza. Cuando lo digo la gente se ríe, pero es cierto: en este país es más fácil pillar a un tío meando detrás de un árbol que ver a alguien leyendo un libro en una cafetería. Así pues, constato gratamente que la Directora es uno de los nuestros y comentamos un poco la lectura como si fuera lo más normal del mundo. Siento un conato de envidia. Pienso: quién pudiera llegar a ese estado de inviolabilidad. Pero otros son los asuntos que me traen a su despacho y a ella se la nota impaciente por reanudar la lectura. En el fondo me cae bien esta directora... se dedica a apagar pequeños incendios con el matamoscas y sin hacer demasiado ruido. Puede que el hecho de que le queden escasos meses para jubilarse la ayude a afrontar las cosas de otra manera. Sin duda es mejor que muchos otros jefes que he tenido, que se toman demasiado en serio su cargo, su trabajo, lo que sea, con tal de no tener tiempo de cultivarse a sí mismos.
En fin, le he planteado que me quiero ir en diciembre.




DÍA 14

Hoy ha sido un día extraño. Voy a ver si soy capaz de referir los acontecimientos del día uno a uno, con calma, para que no se me olvide ningún detalle. Estoy en casa, delante del ordenador, enlazando una cerveza tras otra, pues sigue el calor sofocante de este mes de julio, tratando sin embargo de que no se me vaya mucho la cabeza.
Todo tiene que ver con Mercedes, que empieza a formar parte de mi vida sin yo quererlo. Empiezo a pensar en ella como en la abuela que no conocí (la que conocí, la madre de mi madre, la tengo muy presente, sobretodo cuando me asaltan recuerdos de mi niñez y las zurras en el culo que me daba cuando me portaba mal o los cuentos que me contaba antes de dormir que me dejaban temblando y sin poder pegar ojo. Sí, también hay abuelas que quieren a sus nietos de una forma extraña).
Después de comer me he metido en la cocina como siempre a fregar los platos. Intentaba escuchar entre lavado y lavado del lavavajillas a un grupo de jóvenes que tocaban en el Festival de Jazz de Eivissa y que me estaban pareciendo de otro planeta -qué barbaridad cómo tocaban, nada que envidiar a los grandes del freebop, el futuro del jazz está a salvo-, cuando de repente me ha aparecido Mercedes en la puerta de la cocina con su silla de ruedas. He tenido que olvidarme del concierto y acercarme a ver qué quería. De refilón he visto que ya sólo quedaban unos pocos abuelos haciendo cola delante del ascensor camino de las habitaciones.

- ¡Sí, Mercedes, dígame!
Me ha hecho una señal con la mano para que me agachara.
- ¿Cómo dice? ¿Un favor?
Me ha sacado un papelito del sempiterno corazón rojo, con un número escrito a tinta y un nombre debajo. Lo tengo ahora mismo aquí al lado, amarillento.

En él se lee:      493.71.72.19   
                         M. H. Pain

- ¿Quiere que llame? ¿Y qué tengo que decir?
- Dígale sólo que Mercedes desea verle
- ¿Desde mi móvil?
- Si me hace usted el favor...
(Y cómo voy a decirle que no a una anciana de 98 años...)
- ¿Ahora?
- Sólo dígale que Mercedes quiere verle.
Mercedes habla con un hilillo de voz, pero con determinación. Todavía tiene la mente bien centrada.
- Pero este número...- me doy cuenta de que no es de aquí.
- Es de Francia
- Si no le importa, Mercedes, prefiero llamar esta noche desde casa, que me va a salir más barato.
- Como quiera
- En cuanto llame le digo alg... - pero Mercedes ya está camino del ascensor antes de que la echen de menos para la siesta.

Luego he estado toda la tarde dando vueltas al hecho de que Mercedes me haya elegido a mí para este encargo, cuando podía haberle dicho a la secretaria o a cualquiera de las gerocultoras...
Por alguna razón ha preferido que llame yo. Pues bien, consciente de que estos abuelos no tienen a nadie más y que no suelen pedir nunca nada, lo primero que he hecho al llegar a casa ha sido ir al teléfono.
He marcado el prefijo de Francia, el 33, y luego el número del papelito. Mientras sonaban los tonos he caído en la cuenta de que tal vez las once de la noche es un poco tarde para llamar a Francia.... pero ya no podía hacer nada.
Cuando estaba a punto de dejarlo, alguien ha descolgado el teléfono y ha preguntado:
- Alo?
He dudado un poco y luego he soltado la frase de un tirón:
- Mercedes me ha encargado que le diga que quiere verle.
Se ha hecho el silencio al otro lado de la línea.
- Alo? -he preguntado yo esta vez.
Silencio.
Luego:
- Merci.
Sólo eso. Y ha colgado.
Era un hombre. Mayor. Puede que tan mayor como Mercedes.


Después de la llamada no podía dormir y me he metido un poco a fisgonear en Facebook. Reconozco que me gusta observar lo que la gente cuelga en sus muros. Soy el eterno "voyeur": miro, espío y callo.
Sigo con las cervezas porque no quiero pasar a cosas más fuertes, que mañana trabajo. Con la llamada retumbando todavía en los huesitos de mi oído interno y la cerveza presionando mi vejiga, voy dándole vueltas a una idea que me ronda por la cabeza hace un tiempo. Se trata de la necesidad patológica de compartir experiencias que tenemos los habitantes del siglo veintiuno. Esa obsesión por publicar en Facebook, llevar blogs sobre los temas más absurdos, colgar fotos en Instagram de lo que estamos haciendo... No le acabo de ver el sentido. Algunos parecen necesitar muchos "me gusta" para seguir adelante con su día a día, para que su vida tenga sentido. Hablando con trabajadoras de la Residencia que son madres, constato que la máxima aspiración de los niños hoy día es ser youtubers, hasta los que no se atreven a levantar la mano en clase porque se los come la timidez.
¿Tan malo es sentirse solo? ¿Tenemos que compartirlo todo? ¿Ser aceptados por la comunidad a esos niveles? Hasta los pensamientos más íntimos, las dudas existenciales más secretas... todo es expuesto en el escaparate global que es Internet. Da un poco de grima.
Veo lógico compartir un descubrimiento científico, una foto de un paisaje espectacular, un poema que alguien ha escrito con amor, una recomendación de un libro... Forma parte de la divulgación científica y de la cultura y del arte. ¿Pero de verdad hace falta compartir que esta tarde te sientes mal porque no has sido una buena madre y has gritado a tus hijos? ¿O tus fotos pésimas de la barbacoa del domingo, rodeado de amistades borrachas?
Esta falta de amor propio me abruma... ¿Te sientes mal? Pues te aguantas, como todos. ¿Te sientes bien? ¿Lo has pasado genial este fin de semana? No hace falta que nos lo refriegues por la cara a los demás. Por esta regla de tres, pienso, una persona que le haya sido infiel a su pareja y se encuentre mal por ello, puede escribir cómo se siente en Facebook y seguro que recibe cientos de mensajes de apoyo y cariño... Como un héroe. La próxima vez, arropado por tanta comprensión a su alrededor, se sentirá legitimado para acostarse con otro y hasta recriminarle a su pareja que no es capaz de entender sus necesidades.
¿Qué hay de tan terrible en sentirse mal con uno mismo? Yo de eso sé bastante. Parece que nos da miedo enfrentarnos a solas con nosotros mismos. Necesitamos el espejo de la sociedad, que nos devolverá una imagen tan semejante a nosotros mismos que la diferencia ya no nos dará miedo, porque la habremos borrado del mapa. Pero no vemos que sólo si somos capaces de auto-cuestionarnos podremos avanzar en la construcción del yo.
Más tarde, cuando el diferente llame a nuestra puerta pidiendo un poco de comprensión, un "me gusta" solidario, le mandaremos al ejército para que deje de molestarnos.
Tengo que ir a mear.





DÍA 15

Leo horrorizado en el periódico digital que se ha producido un atentado en Niza. De momento más de sesenta muertos, incontables heridos. Un camión suicida se ha llevado por delante a todo aquel que ha pillado en el desfile por el 14 de julio. No doy crédito. Niza. Conozco esa ciudad; de joven estuve un par de días con el Interrail. Me viene el recuerdo de una noche perfecta en la playa de Nice, la Bêlle, con una italiana que conocí en el albergue, con mamada incluída. Ah, cómo duele cuando dan en la diana de lo que conocemos, de lo que sentimos como propio. Esto no tiene nombre. La belleza multicolor de la Côte d'Azur manchada de sangre... Imperdonable.
Y todo este sufrimiento causado... ¿a dónde va? ¿Cuánto tarda en desvanecerse por completo? Puedo sentir cómo un trocito insignificante de todo ese dolor se posa como una partícula de ceniza en mi corazón. Se preguntaba Svetlana Alexiévich en uno de esos libros durísimos suyos de recogida de testimonios de la guerra que ella siente que tiene que escribir, si se enfrentaba al tiempo o al ser humano, tan infinitamente malvado a veces, y casi se sentía desfallecer.
Permítame contestarle: el ser humano da por culo, Sra. Alexiévix, siento ser yo quien se lo diga. Usted sugiere al final de su libro que el único camino es amar al ser Humano. Bien, gracias, tomo nota. Pero no hoy. Hoy soy incapaz de amar a nadie. En su lugar, hoy preferiría desaparecer. No digo que lo desee, digo que no me importaría. Tampoco me parece tan grave, visto lo poco que vale la vida humana en general y una vez sopesada mi aportación al mundo hasta día de hoy. Y en todo caso no le haría mal a nadie, si eso es lo que le preocupa. Desaparecería y ya está. Ojalá hubiera pensado igual el desgraciado del camión.
¿Cuántos siglos harán falta para borrar la sangre de tus avenidas, Nice la Bêlle? Decenas de familias hermanadas por la barbarie darán cuenta del dolor que produce el terrorismo, que de todos los -ismos que conozco, es el más estúpido y el que menos comprendo. En momentos como este me gustaría pertenecer a otra raza de animales, incluso ser una planta, o una esponja marina. Incluso desaparecer. No hay ni un ápice de empatía en el corazón del terrorista.
Pero en el fondo lo de desaparecer sé que lo digo por decir. Soy de los que no se rinden, me guste o no, esté cansado de toda esta mierda o no.
Y esto no se elige.
Que le pregunten si no a Pablo Belmont, de la segunda planta. Cuando entré a trabajar a esta Residencia, ya va para tres años, don Pablo, siempre impecablemente vestido con su camisa, chaqueta y corbata, todavía daba de vez en cuando un recital de violín para quien quisiera oírle (el comentario más repetido por sus congéneres era "¡Siempre toca lo mismo!", en una de las millones de formas que cada día adopta en este mundo la envidia). Poco a poco Pablo Belmont fue perdiendo la armonía de sus movimientos, la claridad de las ideas, la música en su mirada y más de una vez me lo encontré perdido por algún pasillo incapaz de encontrar el camino a sus habitación. Dejó de tocar el violín como dejó de poder atarse el nudo de la corbata. Tres años después está confinado en la segunda planta, con los ojos casi ciegos, la dentadura guardada porque ya no le encaja en las delgadas mejillas y el violín en su funda, sin opciones a volver a ser acariciado por las manos de su dueño. Me pregunto si la última vez que lo cogió y sacó una melodía de él, don Pablo sabía que iba a ser la última vez. Lo mismo me pregunto para el violín. En su caso la erosión del cuerpo ha sido devastadora, más si cabe porque no ha ido a la par que la de la cabeza. Si alguna vez -pocas, lo reconozco-, me acerco y le pregunto ¿qué tal está, don Pablo? y le cojo la mano, él siempre responde con firmeza "Bien! Bien!", y yo no me lo puedo creer. Es admirable.
Así que quiero distinguir desde aquí a dos clases de personas: las que se rinden y las que no. Yo pertenezco al segundo grupo.
Hoy sólo tengo un mal día.






DÍA 18

Estaba pensando en Natalia mientras abría un melón. En el día que me dijo que ella no iba a tener niños.
¿No te gustan?, me sorprendí.
¡Me encantan! me sonrió.
Y era sincera.
Lo que pasa es que no voy a poder cuidarlos.
Me quedé triste con su respuesta.
Para mí los jóvenes de la generación de Natalia son los verdaderos héroes del momento. Han sacrificado su vida para ser el lubricante del engranaje que mueve el mundo. Son la mercancía base del mercado laboral, que parece más bien el mercadillo de los domingos de mi pueblo, donde todo es susceptible de ser vendido y todo es susceptible de ser comprado, hasta el alma de las personas. El llamado libre mercado (donde lo único libre es el propio mercado, por supuesto) ha pisoteado sus sueños incluso antes de que se fraguaran. Su vida es su día a día. No pueden pensar en el mañana porque el presente es demasiado precario. ¿Qué van a planear? Natalia ha pagado cara su emancipación. Ha trabajado de todo y en todo: camarera, cartera, go-go, frutera, binguera, pizzera, niñera, cajera... y a día de hoy, con 28 años, sigue ampliando su cv en la Universidad de la Vida, como se suele decir. Natalia va forjándose una reputación privada, de uso exclusivamente interno, de persona resolutiva, eficiente, polivalente, un perfil cuanto menos interesante, pero a la hora de la verdad no tiene absolutamente nada y si la llaman, la mayoría de las veces es porque tiene un cuerpo diez. ¿Os imagináis cómo tiene que ser vivir constantemente con el "a ver cómo me va el primer día de curro"... cuando la mayoría de personas viven esta experiencia una, dos, tres veces a lo largo de su vida? Está claro que los tiempos han cambiado y para los jóvenes como Natalia la especialización en el trabajo está sobrevalorada, pero de ahí a hacer de la precariedad un grado... Supongo que para que existan los ni-nis, tiene que darse el fenómeno contrario: el de los jóvenes que lo hacen todo.
Hoy me acordaba de Natalia e intentaba imaginar en qué andaría metida. La etiqueta del melón me devuelve la silueta triste de Don Quijote de la Mancha, lanza en ristre, montado en Rocinante. Estos melones llevan el nombre de "El caballero andante", con su flamante sello de calidad y leo que se siembran en Manzanares-Membrilla (Ciudad Real). Será una cuestión de márquetin de cara a la exportación, pues Don Quijote siempre vende. Melones o lo que haga falta.
Esa misma noche que me contó lo de los niños, le puse a Natalia David Bowie ,"We can be heroes, just for one day" y le hice el amor como nunca antes se lo había hecho.

A la mañana siguiente encontré una nota debajo de una lata de coca-cola que ponía:

"Me voy a vender tostaditas de paté a los ricos.
Tu Nata (la mujer mejor follada del país)"
Y debajo estaba la marca de sus labios rojos en forma de beso.

Ella sigue siendo mi heroína, y prometo hacerla feliz siempre que pueda, pero soy consciente de que mis interludios de amor apasionado no bastan para llenar una carencia vital que es ya generacional y que se está cronificando peligrosamente como una piedra en el riñón.

Pero tengo que pensar también en mi otra "chica". Me he acordado de separar un cuenco de melón a trocitos para Mercedes, que no ha bajado a desayunar hoy. Se ve que ha pedido que le suban el desayuno a la habitación, pues no se encuentra muy bien.
A media mañana he subido a verla con el melón de la Mancha. He esperado a la pausa que las geros hacen para almorzar, donde la guardia se queda en servicios mínimos, ya que por alguna razón no me apetece que me vean con Mercedes y luego me pregunten por qué estaba en su habitación, etc. Se quieren enterar de todo, y yo a veces no puedo con ellas...
Cuando he entrado en el pequeño cuarto, con dos camas casi pegadas -porque donde caben dos camas, caben dos abuelos y doblamos los ingresos-, me ha venido un olor a cerrado muy desagradable. Puede que la vejez huela a cuarto cerrado y a falta de intimidad. La persiana estaba bajada, la habitación en semipenumbra y el calor ya insoportable a esas horas de la mañana.
He susurrado "Mercedes" unas cuantas veces, pero estaba durmiendo y no me ha oído. Cuando mis ojos se han acostumbrado a la falta de luz, he encendido la lamparilla de la mesilla de noche. No sé por qué lo he hecho, supongo que me ha entrado curiosidad por ver la foto que se recortaba encima. He dejado el melón y la he cogido sin hacer ruido. Enmarcada en plata, ya no se puede decir que fuera en sepia, parecía más bien el amarillo chillón con el que se tiñen las anillas de calamar cuando hierven en la paella con el colorante. En la foto se veía a una pareja joven, en un ambiente arbolado. Ella, más bajita que él, más redondita de cara y de cuerpo, con media melena castaña, ojos grandes y brillantes, girados hacia arriba, hacia él. Por el contrario, él mira a la cámara con gesto severo de "¿y tú qué estás mirando?". Es alto, delgado, viste el uniforme de la República, su aspecto es desaliñado. Ninguno de los dos sonríe.
Están en un bosque, delante de un árbol. No sonríen, ¿lo he dicho ya? Hay algo en la foto que transmite urgencia, cierto desasosiego... tal vez la forma en que la chica intenta rodear al hombre con su brazo por detrás de la cintura y la mano de él, que la separa. No posan para la foto, simplemente se paran un segundo antes de salir volando. Él lleva una mochila, ella un pañuelo sobre los hombros. Lo que más me fascina es el brillo en sus miradas, intacto tantos años después, todavía vivo.
Se nota que la chica está enamorada del hombre.
¿Quién es ese tipo, Mercedes?
¿Tiene algo que ver con la llamada que hice anoche?






DÍA 21

La Residencia es un mundo a pequeña escala. Puedes encontrar representantes de todos los perfiles de la personalidad humana: el líder, el fanfarrón, el egoísta, el autónomo, el autista, el lameculos, el hipócrita, el bendito, el gamberro, el cínico, el tristón, el sabio y el lastimero. Habrá más, pero estos perfiles están seguro. (Los he escrito en masculino porque el castellano es un idioma machista, pero me refiero tanto a hombres como a mujeres).
Con esta variada plantilla, es lógico que se produzcan a diario situaciones de todo tipo que derivan de su convivencia forzada. Es como volver a estar en el patio del colegio, en el aula, en el comedor... con compañeros de setenta años para arriba. Unos te caen mejor y otros peor. Hay envidias, afectos, riñas... pero siempre con el denominador común de un mismo espacio, un mismo techo. Es extraño. Y me resulta chocante comprobar que la vejez en nada se diferencia de las otras etapas de la vida que la preceden; es más, tiene muchos rasgos que la asemejan a la niñez.
La falta de pudor es uno de ellos. Como si, superados los setenta, las personas pensaran que se han ganado el derecho a hacer lo que les venga en gana y no exista el concepto de "hacer el ridículo". Curiosamente tampoco está el de "sentir vergüenza ajena", pues se aceptan unos a otros con sus respectivas excentricidades. Me gusta observar cómo interactúan los abuelos entre ellos, como si fuera un ornitólogo o un realizador de vídeos de animales del National Geographic. Como ellos, yo también me mantengo al margen de lo que está sucediendo, me limito a observar lo que pasa y sólo intervengo cuando hace realmente falta. Así, constato que la solidaridad resiste el paso de los años y son muchas las ocasiones en que los abuelos se ayudan unos a otros: los que todavía pueden andar empujan las sillas de los inválidos, por ejemplo, o se pasan unos a otros las comunicaciones al oído (como en ese juego en que uno inventa una frase que, tras pasar por el boca-oído de unos cuantos jugadores, termina no pareciéndose en nada al original); también se ayudan a atar los baberos cuando las geros andan demasiado ocupadas, o simplemente se buscan y se apoyan entre sí para ahuyentar la soledad, como esas tres abuelas inseparables conocidas por las Tres Marías, que se sientan siempre juntas y pasean agarradas del brazo.
También sucede lo contrario: existen incompatibilidad de caracteres que terminan con zancadillas, atropellos o insultos. ¡Qué locuaces llegan a ser algunos abuelos cuando se trata de atacar a otro! Impresionante su vocabulario cuando uno de ellos intenta colarse en la fila delante del ascensor.
Después de muchas horas de observación de esta especie en su hábitat inducido, he llegado a la conclusión de que el desarrollo de la personalidad de cada uno a lo largo de tantos años ya no tiene vuelta atrás y sucede que se acentúan sus rasgos distintivos. Si uno ha sido un pendenciero toda la vida, no lo va ser menos al final, y encontrará la manera de saltarse las normas y ser el más gamberro de la Residencia (tampoco los hijos vendrán a visitarle). Si otro no ha hecho más que trabajar todos los santos días desde que nació, ahora ya es tarde para aprender a relajarse, y seguirá desempeñando todas las funciones que pueda, desde abrir la puerta, hasta ayudar a poner la mesa, hacerse la cama... Si uno era dado a los vicios (aquí cada cual que imagine el que más le guste), con los años la búsqueda del placer que eso le proporcione se acentuará, y a los setenta-y-cinco años se será ya un vicioso en toda regla -sorprendentemente, aquí los vicios de cada uno son sagrados, y aunque sean un secreto a voces, nadie hablará de ellos-. Si a otro individuo desde siempre le ha gustado el fútbol, ahora será ya un loco fanático de este deporte, capaz de matar si no le dejan ver un partido en la televisión. Si una era creyente, ahora será ya devota... Y así sucesivamente.
La conclusión que resulta de todo esto es evidente: cuidado con lo que hacemos, pensamos y devenimos a los largo de la vida, pues a partir de un punto, ya no habrá vuelta atrás.
Y ahora centrando la mirada en mi triste persona, me doy cuenta de que si no cambio algunas cosas, en un futuro no muy lejano voy a ser un viejo ermitaño, probablemente alcohólico y probablemente deprimido. 
Eso sí, prefiero acabar mis días como un animal en una cueva, que en una Residencia-Cárcel como esta. A veces entiendo las noticias que llegan a intervalos más o menos regulares de distintas partes del mundo, de Canadá, de Bélgica, de España, de enfermeras o gerocultoras que deciden acabar unilateralmente con la vida de algunos abuelos... Si yo fuera juez, al veredicto implacable de "culpable de asesinato", aplicaría sin dudarlo el atenuante de la compasión.









UNOS DÍAS MÁS TARDE

Me he enterado a media mañana al cruzarme con Lucy, de la limpieza. Iba toda sofocada, con cara de pocos amigos, para variar, transportando ella sola en su carrito multicolor el peso de todas las injusticias del Universo...

- ¿Qué te pasa, Lucy?
- ¿Tú te crees? ¡Encima me tengo que enterar por los abuelos que se ha muerto Mercedes y que viene un ingreso esta mañana mismo! ¡Rápido, hay que desinfectar la habitación!¡ Rápido! ¡Que hoy estoy sola, co_o! ¿Y has visto la lavandería cómo está? ¡Hasta los co____s de ropa! Ayer Rita tuvo que estar tocándose el hi_o un buen rato, no me jo__s! Encima el tarado de Román que se ha dedicado a estucarme todo el baño de mi__a y otras guarrerías que mejor no digo...!

Otro día mejor no le pregunto nada... La explotación laboral tiene esto: crea monstruos llenos de odio hacia el mundo y hacia sí mismos por aceptar esa explotación. Tuve una profesora en el colegio, Ernestina Lago, que me dijo una vez: "si eres capaz de expresar lo que tienes que decir sin usar tacos, siempre vas a ir por delante de tu adversario", y con los años le he encontrado todo el sentido. Gracias, Señorita Ernestina.
A Mercedes me la imagino un poco como a la Señorita Ernestina, no sé por qué. Aunque ahora ya no importa... Descanse en paz. Supongo que había vivido suficiente, quiero decir que 98 años me parece una edad más que aceptable para dejar de respirar. Yo desde luego no aspiro a tanto. Sólo espero que no haya sufrido y, sobretodo, que haya podido despedirse de quien deseaba. Luego preguntaré en Secretaría si recibió alguna visita estos días, aunque yo no he visto nada.
Mi experiencia con la muerte hasta día de hoy es más bien escasa. Se reduce a mi abuela, la única que conocí, un colega que murió haciendo alpinismo y mi gato Ozzy, el invierno pasado. Así que no se puede decir que esté muy familiarizado con ella. De las tres muertes que reporto, la que más me afectó fue la de mi gato, que se me murió camino del veterinario después de diecisiete años de pacífica convivencia. Me dolió no tenerle en mis brazos cuando exhaló su último suspiro, sobretodo teniendo en cuenta el pánico que le tenía al transportín, al veterinario y, en general, a salir de casa. Ozzy fue mi compañero fiel tanto tiempo que tardé meses en acostumbrarme a su ausencia y aún hay días en que me parece ver su cuerpo gris hecho una bola en el sofá, -pero cuando me acerco es sólo un jersey mal doblado o una mochila-, y todavía si cierro los ojos puedo sentir su pelo debajo de mis dedos.
De mi abuela sólo recuerdo el velatorio oscuro lleno de gente bajita que no conozco y a mi madre y su enjambre de tías y hermanas llorando y suspirando a la vez. No puedo decir que me doliera su muerte, tal vez porque no le tenía excesivo aprecio o porque era demasiado pequeño para entender nada. Y de mi amigo Fidel recuerdo el sentimiento compartido por todos de qué putada la vida (la muerte) y el consuelo, compartido también por todos como un termo de café caliente, de pensar que murió haciendo lo que más le gustaba. (También, aunque de forma diferente, me jodió sobremanera que se muriera Roberto Bolaño, a quien sentía que conocía personalmente a través de sus novelas).
Así que casi se podría decir que mi mayor acercamiento a la muerte ha sido la serie "A dos metros bajo tierra" y algunos episodios de "The Walking dead". Por cierto, tengo que contar que pasé una temporada imaginando que toda la Residencia estaba infestada de zombies (algunos abuelos de la segunda planta andan igual y aporrean las puertas cerradas con llave con la fijación de un zombie cuando huele carne fresca) y yo era el último superviviente... pero al poco deseché la fantasía porque era demasiado deprimente.

Ahora Mercedes se ha ido definitivamente y su cama va a ser rápidamente ocupada por otra persona. Toda una vida, con sus alegrías, sus penas, sus victorias y sus derrotas va a ser borrada del fichero. Sospecho que ni siquiera hay copia de seguridad. Lo que fue, fue. Pero a nadie le importa ya. Es triste pensar la vida en estos términos. Sobretodo porque me doy cuenta de que, si no cambian mucho las cosas, va a ser así también para mí.
Me entero por la tarde de que la van a enterrar en el cementerio del pueblo donde nació, valle abajo, pues ése era su deseo. El jueves a las seis, misa en la iglesia y entierro, todo seguido.











DÍA 25

Ya sé que no pinto nada, pero aquí estoy. Será mi mente retorcida que fabula historias sin parar o que se aburre de oírse a sí misma o que fuma y bebe demasiado el día de fiesta... Como sea, a este pueblo de cuatro casas y nombre extraño me he venido con el coche, y estoy dando una vuelta a la espera del funeral. Imposible no encontrar la Iglesia (la casa que hace cinco), con su feo parcheado en cemento gris para evitar su derrumbe, supongo. He aquí un ejemplo perfecto de románico rural. Aunque lo de rural sobra, pues de qué otro románico podríamos estar hablando en estas tierras. Presumo que data del siglo XII, XIII como mucho. Es una modesta construcción de planta cuadrangular, campanario simple y pequeño pórtico de madera protegiendo la puerta con arco de medio punto, y basa su belleza, a mi entender, justamente en el espacio exterior que la rodea. Un murete de piedra cubierto de musgo seco cerca un suave patio con un almendro delicado a la derecha y una higuera centenaria a la izquierda. Por alguna razón, estos dos elementos consiguen llenar de paz y equilibrio el lugar, un poco como el buey y la mula del pesebre. La iglesia está orientada con el ábside al este, como todas, y se encuentra en la parte más alta del pueblo, antaño su epicentro vital. Tengo que decir que me atrae la Edad Media desde siempre. Diez siglos de tinieblas y de magia que algunos autores han recreado magníficamente en sus libros, como Ken Follet en Los Pilares de la Tierra, novela que me leí hace años y que parece habérseme gravado en la memoria como un tatuaje. Rodeo la pequeña iglesia y me sobrecoge el silencio de sus paredes calientes, que han visto mucha más historia de la que yo nunca leeré. Me gusta pensar en ella como en ese templo inmutable en el tiempo que mantenía actualizada la fe de los habitantes del pueblo y les observaba levantarse cada mañana, ya nevara, lloviera o hiciera sol. Un referente en unas vidas primitivas, guiadas por los instintos y los mitos. (¿Cómo acabó Mercedes en la Universidad en Francia, cuando partía de unos orígenes tan humildes? Aquí hay una historia que no conozco). Esta pequeña iglesia es magnífica, aún en su sencillez, o precisamente por ella. Imagino el párroco recitando en latín un libro -un misterio lleno de hormigas espiado de lejos por los fieles- y su voz fantasmagórica retumbando en los muros. Las paredes húmedas estarían llenas de frescos alegóricos y terribles, que cobrarían movimiento al ritmo de las candelas y los cirios, como si del primer cine mudo se tratase.
En toda esta zona, y la conozco bien, no hay pueblo por pequeño que sea que no tenga su iglesia. Supongo que la primera piedra que se ponía era la del templo y luego venían el resto de las casas. Eso da idea de la importancia de la religión en esos tiempos remotos donde la oscuridad -la ignorancia- reinaba en todas las casas y la única luz, la única certeza, provenía de unas escrituras sagradas que unos clérigos proclamaban en los templos. El Bien y el Mal, el Paraíso después de esta vida de sufrimiento o el Infierno si resultabas un pecador. El mensaje era simple y tenía que llegar a todos. Por eso más que los curas, los verdaderos mensajeros fueron los picapedreros, que ilustraron con sus esculturas en capiteles, tímpanos, gárgolas y dinteles lo que el cura decía pero nadie entendía. Sus relieves vendrían a ser los cómics de la época, aptos para todos los públicos. Y lo que decían, básicamente, era esto: eres un siervo de Dios y más te vale portarte bien o acabarás muy mal. (Si cambiamos Dios por el Dinero, es lo mismo que hoy en día). Por cierto, cuando era niño pensaba que siervo era ciervo. Me costaba entender qué tenía que ver este animal con Dios y más me costó quitarme de la cabeza la imagen de un mundo poblado por millones de ciervos...

Si algo hay que agradecerle a la Edad Media es la globalización de unos símbolos y unas ideas que fueron compartidos por toda la Europa cristiana y que hacían que uno se sintiera en casa igual en España, Francia, Inglaterra, Italia... Para los peregrinos, en realidad los únicos que viajaban, era muy de agradecer, ya que era como llegar a cualquier pueblo y encontrar un Mc Donald's abierto, en su caso un refugio con una cruz encima. Hoy día los peregrinos que vienen de todos los rincones del mundo -y todos los años consiguen movilizar a los equipos de salvamento porque se han perdido, se han caído o han sufrido hipotermia-, creen que siguen los pasos de aquellos pioneros que arriesgaban su vida para besar los pies de Santiago en agradecimiento a algún milagro, pero en realidad lo único que hacen es llenarse los pies de ampollas, colgar fotos de sí mismos hasta el hartazgo y descargar su abultada Visa Oro en albergues y restaurantes del Camino.
Si cada cual tiene su propio camino, ¿no nos estaremos equivocando queriendo ir todos por el mismo? En fin, supongo que los peregrinos no le hacen mal a nadie, y menos al comercio local. Termino mi enésima cerveza y echo la lata al contenedor amarillo. Hace mucho calor. Dos lagartijas se tuestan al sol de la tarde y no se ven pájaros.
Por fin un coche fúnebre emerge por la cuesta lentamente como una babosa soñolienta. Detrás van dos coches más. Parece que aquí se acaba el cortejo. Aparece un cura de dentro la iglesia de repente, como si llevara siglos ahí escondido. Y detrás suyo cinco o seis vecinos del pueblo, mayores todos. Una mujer me mira descaradamente, con la impunidad de saberse en su casa. Ya tengo pensada la respuesta si me preguntan -que lo harán-: yo soy el que le leía las novelas en la Residencia los últimos años, cuando apenas veía. ¿A que es buena idea? En otros países, lo de los lectores voluntarios a personas invidentes o ancianas es moneda corriente...
Bajan los empleados de la funeraria, tan serios, y uno de ellos va a hablar con el cura. Del primer coche que les seguía se baja el conductor, que se apresura a abrirle la puerta trasera a una mujer. La reconozco enseguida a pesar de las gafas oscuras: es la sobrina de Mercedes. Parece muy afectada. La acompañan un chico y su novia, más tranquilos. Del segundo coche se baja un hombre mayor de pelo muy blanco y una mujer, que es la que conduce. Ambos caminan con el peso de la pena encima de sus hombros, arrastrando las piernas.
Ni una nube que tape la parrilla donde nos estamos asando todos lentamente. Venga, entremos sin demorarnos más, parecen convenir todas las camisas sudadas y los pies cocinados al vapor. Comprobamos con alivio que dentro de la iglesia la temperatura es al menos diez grados más baja. De repente la sobriedad de los bancos de madera, las paredes deslucidas, un altar que más parece el cuarto de la plancha con la última sábana sin terminar, todo hace enmudecer los cortocircuitos interiores de los allí reunidos. Mercedes se hace omnipresente.
El cura va al grano y expedita una misa rápida y concisa. Tengo la impresión de que no nombra en exceso a Dios ni a ningún santo. En realidad no le estoy escuchando demasiado. Me fijo en la bóveda de cañón que nos protege y en la curva limpia y perfecta del ábside, sencillo y funcional. En la piedra desgastada del suelo de la entrada y en una pila bautismal enorme, que parece más antigua que la propia iglesia. Tampoco hay parlamentarios ni oradores que glosen la vida de Mercedes. Quien la conoció parece querer guardarse para sí mismo sus recuerdos. Así que en menos de media hora ya estamos todos saliendo al sol abrasador, donde los de la funeraria esperan a la sombra de la higuera.
El cementerio queda a unos cien metros cuesta arriba, pero por suerte para los porteadores se puede ir en coche hasta la puerta.
El agujero ya está hecho y los dos operarios introducen en él un sorprendente ataúd blanco, reluciente como una cápsula espacial. Los de los coches arrojan uno a uno una rosa blanca encima del ataúd, que seguidamente es cubierto con la tierra que un día vio nacer a la difunta. Se termina depositando una corona y un ramo entero de rosas blancas. En la lápida de mármol blanco, que centellea bajo el sol de la tarde, se lee:

Mercedes Urbeltz Leoz
1918 - 2016
Fallecida a la edad de 98 años
Amor, paz y justicia
D.E.P.

Bueno, llegó la hora de ofrecer mis condolencias... Siento que el desgastado "le acompaño en el sentimiento" queda poco sincero, pero no se me ocurre nada mejor. La sobrina no me hace demasiado caso, sumida en su propia tristeza que se le escapa mejillas abajo, pero el abuelo del segundo coche se me queda mirando fijamente mientras me estrecha la mano.
Vuelvo a sentir una fuerza excepcional en ese apretón de manos, una bofetada de vida en esa mirada. Como si estuviera viendo... no puede ser ¿qué es lo que veo? Será el efecto del alcohol o el calor que aprieta mi cerebro, ¡pero de repente he creído reconocer a este hombre! También él parece estar diciéndome : ¡y tú qué miras! Su mirada es de rabia, de impotencia. Tal vez por no haber llegado a tiempo... La mujer que le acompaña le pregunta discretamente en francés quién soy y él contesta entre dientes que no tiene ni idea. Reconozco esa voz. Monsieur Pain.
Así que al final vino...




DÍA 27

Cosas que he aprendido de medicina en la Residencia y que espero que nunca me sirvan para nada:

Cuando uno pierde mucha sangre, hay que ingerir azúcar para frenar la hemorragia.
La morfina debe guardarse a resguardo de la luz o se estropea.
Lo último que se olvida, gustativamente hablando, es el dulce. Por eso a los abuelos les gusta tanto.
El acto de ingerir líquidos es harto complicado para ellos en fases de deterioro físico-psiquico avanzado: hay que usar un espesante hasta para el agua.
En la vejez el cuerpo se autofagocita, y las heridas vienen de dentro para atacar el envoltorio (eso lo dijo ya el malogrado David Foster Wallace, en alguno de sus inimitables libros).












DÍA 29

Hoy es un buen día para preguntarse si las casualidades existen. Tal vez La Casualidad, en singular y en mayúscula. Y es que hoy he vuelto a ver a Monsieur Pain. Ha venido a recoger las cosas de Mercedes y resulta que yo estaba ahí cuando ha entrado al despacho de la Directora. Se ha quedado un poco parado al verme vestido de cocinero, supongo que pensando si era el mismo hombre del funeral o sus ojos le confundían... Me he ofrecido a acompañarle hasta la habitación, pero la Directora me ha dicho que sus cosas estaban ya en el despacho de la Trabajadora Social. Me he ofrecido a acompañarle hasta allí, entonces. Sin duda alguna, en el origen de mi disponibilidad estaba la curiosidad, royendo con ansia mis entrañas.
El despacho estaba cerrado -la Trabajadora Social sólo viene dos días a la semana pero a la Directora se le suelen olvidar estos detalles- y he tenido que volver a por la llave. Durante todo este rato Mr. Pain ha estado callado y muy serio, siguiéndome con su porte aristocrático y su melena blanquísima. Los abuelos nos miraban pasar extrañados. Finalmente hemos podido entrar. Al lado de la mesa había unas cajas de cartón apiladas y unas bolsas de basura como las que usamos en cocina, imagino que con la ropa de Mercedes. Me ha parecido muy poco apropiado, la verdad, pero Mr. Pain no parecía impresionado ni interesado en llevarse gran cosa. Olvidándose de que yo estaba allí, estoy seguro, ha empezado a bucear en las cajas de cartón, de donde ha ido sacando objetos cotidianos y dejándolos encima de la mesa, unos detrás de otro. Varios libros, un despertador, un joyero, un calendario de mesa... hasta que ha encontrado lo que buscaba. Ahí estaba la vieja foto. He podido observar su rostro mientras la contemplaba: ha pasado de la sorpresa al enfado, a la tristeza y a la rabia. De repente la ha apretado contra su pecho y ha roto a llorar en silencio. En ese preciso momento he decidido largarme. He cerrado la puerta detrás mía.
Al cabo de unos diez minutos, Mr. Pain ha salido. Llevaba consigo la foto, nada más. Al verme, me ha dicho en un perfecto español, con una marcado acento galo:
- No voy a llevarme nada de lo que hay ahí. Lo pueden tirar o repartir o lo que suelan hacer en estos casos.
Y ha encaminado sus pasos decididos hacia el ascensor.
Al ver que se me iba la última oportunidad de saber... me he armado de valor y le he soltado:
- Mr. Pain. ¿Le puedo hacer una pregunta? -(La curiosidad mató al gato...) - ¿Es... usted el hombre de la foto?
Me ha mirado de verdad por primera vez, con unos ojos afilados como cuchillos y por un momento me he sentido un metomentodo despreciable, pero luego ha cambiado repentinamente de actitud y, con un suspiro, como si no tuviera más remedio que hacerlo, ha respondido a mi pregunta:
- No, es mi padre.
En ese momento se abría la puerta del ascensor como una invitación. Y en el cortísimo trayecto hasta la planta baja, ha añadido, mirando las luces del techo:
- Es la última foto que le sacaron. Después de eso desapareció. Mi madre dice que le mataron.



El resto del día lo he pasado con estas últimas palabras saltando por mi cabeza. Mi madre, mi madre...
Mercedes tenía que estar ya embarazada cuando le sacaron la foto. Probablemente ni lo sabía y con toda probabilidad aquella fue la última vez que vio al padre de su hijo -al menos así me gusta imaginarlo a mí-. La Guerra Civil había estallado y Mercedes y su enamorado estaban en el bando que iba a perderla.
Como si me fuera la vida en ello, me pongo a buscar en Internet fotos de milicianas de la guerra civil y termino llorando a moco tendido. Cualquiera de ellas podía ser Mercedes. Todas sonrientes, llenas de fuerza, todas con el puño en alto y la gorra ladeada. Deduzco que la mayoría de fotos están tomadas en los inicios de la guerra, cuando todavía brillaba la esperanza en sus ojos. Luego ya no habría ni ganas ni fuerzas de tomar fotos, supongo. Algunas mujeres son realmente jóvenes... como Mercedes, que acabaría de cumplir los dieciocho cuando empezó todo. Me doy cuenta de lo lejos que nos queda todo eso a los españoles de hoy en día. Me hago cargo, de repente, de la imposibilidad de comprender a estos abuelos que sobrevivieron a la guerra y todavía están entre nosotros. ¿Cómo entenderles, nosotros que nunca hemos echado en falta ni un desayuno? Nosotros que todo lo tenemos y que nada valoramos... ¿Y cómo nos verán ellos a nosotros? Ahora me doy cuenta de que su mirada es amorosa y condescendiente, fermentada por el paso de los años como los grandes caldos. Nos perdonan y nos aman. ¡Nos perdonan y nos aman! Yo no lo haría: somos unos ignorantes, unos desagradecidos y unos egoístas. Hacía años que no lloraba de esta manera. Es como si llorara por toda mi generación perdida y por las que vendrán, perdidas todas... Creo que lloro por todo ese esfuerzo que fue en vano y que se va borrando con los días sin que nadie haga nada por evitarlo, como la tinta de esa foto.
Al amor de Mercedes le mató la guerra, la envidia, la venganza, la mala suerte... nunca lo sabremos. Y por cómo ha hablado Mr. Pain, ni siquiera les queda a sus familiares un lugar donde honrar sus huesos. Algún día puede que aparezcan en alguna sima bajo estos montes. Sólo permanece el rencor, la frustración, el recuerdo forzado. Mercedes tuvo que cargar toda la vida con esa pena mientras criaba a su hijo sola, lejos de su hogar. Me gustaría saber más cosas de lo que pasó... Sólo puedo imaginar y imaginar y imaginar...
Sus recuerdos se han ido con ella y descansan dentro de un cráneo que va quedando poco a poco pelado y limpio. Para ser sincero, a mí me va mucho más la incineración.
¿Y de qué sirve recordar? En cuanto mueran su hijo y su sobrina, Mercedes terminará de morir del todo. Nadie recordará quién fue Mercedes, cómo vivió, lo que pasó, lo que sufrió, lo que amó, lo que luchó. ¿Acaso todos nuestros esfuerzos son en vano? ¿Qué nos aporta el recuerdo, si se va con nosotros cuando dejamos este mundo? Generaciones enteras de recuerdos encadenados que se van borrando como los contornos de una foto antigua. Dicen que hay unos recuerdos ancestrales comunes a todos: la memoria colectiva. Y yo me pregunto, ¿cuántos milenios tienen que pasar para que se nos quede gravado a todos los humanos en la corteza cerebral la absurdidad de la guerra?











DÍA 30 y último de este diario

Estoy descalzo. La hierba empapada de rocío me agarra los pies como una alfombra viva. Inspiro profundamente el aire puro, todavía frío de la noche, cargado de perfumes húmedos. Mi cuerpo va despertando lentamente tras el letargo nocturno. Miles de pequeños animales ya se han despertado antes que yo. Otros habitantes de estos bosques ahora se acuestan en su lecho de hojas subterráneo, o se acurrucan dentro de un tronco seco y confortable, después de una agitada noche de caza. Contemplo extasiado unos centímetros cuadrados de hierba al lado de mi cuerpo y descubro un universo entero de vida, un ecosistema de interrelaciones fascinante. Mis pies desnudos dan la escala justa de quién soy, ni más ni menos. Mis ojos se acostumbran lentamente al paisaje, va entrando en ellos la luz del amanecer, y todo mi yo saluda al nuevo día.


Dije que se avecinaban cambios. Los he visto avanzar como una tormenta, a kilómetros de mí todavía, pero no tardarán en alcanzarme. Aquí estoy esperándolos con ansia, con ganas, con una alegría que no puedo disimular. Me equivocaba cuando pensaba que necesitaba a alguien en mi vida.
No necesito a nadie. Es la llamada de la naturaleza. Lo he sentido muy dentro de mí.
Ayer salí de la Residencia con la cabeza empapada de pensamientos borrosos, como un periódico después de haber sido usado para limpiar un cristal. Arranqué el coche y giré hacia la izquierda, hacia el bosque ("Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida... para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido", Walden, de Henry David Thoreaux. ¿Por qué no les darán a leer estas cosas a los adolescentes en el instituto?). 
Busqué el camino que conduce a una borda abandonada que encontré una vez mientras paseaba. No había nadie, las ovejas todavía andan por los prados. Estuve fumando bajo las estrellas. Cuánto tiempo hacía que no dejaba caer el velo de la noche sobre mi cabeza. He dormido en un rincón de la borda, encima de una manta que llevo en el maletero y puede que haya cogido pulgas o incluso garrapatas, pero no me importa. He meado en un árbol y salía vaho de mi orina de 36 grados.
Por primera vez en mucho tiempo he sido consciente de mi cuerpo, desde los dedos de los pies a los dedos de las manos, tan preciosos los veinte, los he acariciado uno a uno. Me he observado a mí mismo como en un viaje astral, mi cabeza, mis ojos, mi boca con todos sus dientes, mi pelo... me he visto a través de los ojos del milano que en ese preciso instante volaba por encima de mí. Ha sido maravilloso. Siempre había querido sentir lo mismo que el rubio Tommey en la selva amazónica, en la película "El corazón esmeralda"...
Pero el éxtasis total lo he experimentado al inicio del lubricán (preciosa palabra que designa ese rato en el que todavía hay bastante luz para distinguir la silueta de un animal, pero no la suficiente para diferenciar si se trata de un perro o de un lobo), cuando he notado en mis huesos la velocidad del Planeta girando sobre sí mismo y tragándose los últimos rayos del sol. Entonces yo, un ser diminuto e insignificante, he captado la música de las esferas en el cielo, como creían los antiguos. Y he tenido una revelación. Lo he visto claro cuando la oscuridad ha rellenado el espacio que quedaba entre todas y cada una de las sombras. De repente el futuro se ha abierto diáfano y limpio delante de mí como una mujer preciosa (sólo tengo que cogerla y no soltarla, sólo tengo que amarla hasta la muerte...). 
No sé cuánto tiempo he pasado en éxtasis, viéndome a mí mismo deambular por una ciudad que no era la mía, subiendo una cuesta salpicada de lavandas y romeros, sentándome al borde de un promontorio desde el que se veía el mar...


Debo preparar las cosas a conciencia para que no quede ningún cabo suelto, y sólo entonces emprender el camino. Llegaré en tren, como cuando era joven y todo era posible. Me estableceré en algún cuartucho de la parte vieja de Nice, seguro que necesitan cocinero en algún restaurante, empezaré una nueva vida en Francia. Aprenderé nuevas palabras, nuevas costumbres, y algún día puede que llame a la puerta de Monsieur Pain para charlar con él y ofrecerme para lo que necesite. Pondré a la venta el piso que nunca he llegado a llamar mi casa, o tal vez se lo alquile a algún colega por el precio de la hipoteca. En cuanto a Natalia, estoy seguro de que pronto encontrará otro hombre que la haga feliz...  Y a mis padres les visitaré antes de marchar, les mentiré sobre que se trata de una oportunidad de trabajo que no puedo rechazar y les prometeré que nos llamaremos todas las semanas... 

No, nunca es demasiado tarde. 
Y siempre es demasiado pronto para la segunda planta.




                                                                                                                                                                                             FIN

4 comentarios:

  1. Com que és un diari hi ha molts temes diferents encara que estiguin, enllaçats entre ells, hi ha dies que m'han agradat molt altres no tan el millor per mi l'últim.
    Continua escrivint que continuaré llegint...

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  2. Crec que es molt bó, es podria publicar tot sencer com un diari d'un jove cuiner, o sem poden fer varis contes curts, de tota manera fa molta joia llegir-lo, felicitats.

    Albert

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